Texto perteneciente al segundo número de Puente de Letras (primavera de 2016),
con Dossier dedicado a Raúl Rivero
Tengo sangre para los poetas. He sido amigo de muchos. De todos ellos, el que más me ha impresionado por su calidad humana es Raúl Rivero. A él le agradezco no solo muchas de las mañas que hoy utilizo en el oficio de escribir, sino principalmente haberme convencido de que podía arreglármelas para lidiar con el síndrome de la página en blanco.
Fue de las primeras cosas que me enseñó cuando lo conocí, allá por 1999, en un apartamento de la calle Zanja, donde el equipo de Cuba Press, la agencia que dirigía el poeta, y varios periodistas independientes más —Aimée Cabrera, Jorge Olivera, Victor Manuel Domínguez, Jaime Leygonier, entre otros— nos reuníamos para leer por teléfono nuestros reportes —que luego serían transcritos— para Nueva Prensa Cubana y Radio Martí.
Escuchar a Rivero, que es un conversador infatigable, muy ameno, con mucha chispa, nos aliviaba la espera de la cola para utilizar el teléfono de Estrella Rodríguez, que era uno de los pocos disponibles en toda la ciudad, porque muy pocas personas se atrevían en aquella época a desafiar a la policía política brindándole su teléfono a un periodista independiente.
Escuchar a Rivero, lo mismo cuando hablaba de libros que de sus vivencias, era como asistir a una conferencia magistral. Con él, siempre se aprendía. Estaba siempre dispuesto a ayudar a todos. Y no hacía alardes de erudición ni adoptaba poses de superioridad. Te hacía sentir en confianza, como si lo conocieras de toda la vida, como si tú también hubieras sido su vecino en Morón, o como si siempre hubieras trabajado en la misma sala de redacción que él.
Fue eso lo que me ayudó a vencer mi timidez y abusar de la paciencia de Rivero al someter a su consideración, en la sala de Estrellita o en el apartamento de él en la calle Oquendo, aquellas largas tiradas que yo escribía por entonces, y donde, infatuado como estaba de García Márquez, Cabrera Infante, Faulkner y Tom Wolfe, trataba de conciliar el periodismo con la literatura.
A él se le daba fácil. A mí me costó esfuerzo. Pero al fin hallé mi estilo. Antes tuve que convencerme de la inviabilidad de tratar de imitar el de Rivero: era imposible.
Nunca fui integrante de Cuba Press, como mis amigos Tania Quintero, Iván García, Ricardo González y Carlos Castro, pero casi… Era uno más entre ellos. Jamás me hicieron sentir extraño o fuera de lugar, sino todo lo contrario.
Me place recordar aquellos tiempos de sueños y aprendizaje, particularmente los de la revista De Cuba, que fue cuando más estrechamente vinculado trabajé con Raúl Rivero y Ricardo González Alfonso. Un tiempo hermoso al que puso fin la ola represiva de marzo de 2003.
Tal vez Rivero no imagine cuánto ánimo me daban, en aquellos días inciertos, las cartas que me enviaba desde la prisión de Canaleta. Y yo, a cambio, intentaba darle esperanzas de que la pesadilla terminaría pronto, le copiaba poemas de Evtushenko y Ana Ajmátova y trataba de convencerlo, una vez más, de que las canciones de Bob Dylan eran también poesía y de la buena.
Luego de su excarcelación, apenas pudimos conversar tres o cuatro veces antes de que partiera al exilio. Lamentablemente, quedó pendiente un cuestionario que le llevé: estoy seguro que hubiese sido una buena entrevista. Pero mucho más he lamentado que se fuera de Cuba cuando más lo necesitábamos. Por suerte, nos la hemos sabido arreglar. Creo que muchos colegas coincidirán conmigo en que si no ha sido más difícil, es gracias a todo lo que aprendimos de Raúl Rivero.