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Una Isla en el cosmos: sus últimos relatos

Un espacio se vuelve imagen cuando a su nombramiento va ligada una emoción. Ya no será nunca el mismo espacio vivido cuando su remembranza va tamizada por esa emoción que se torna, como sentimiento estético, expresión sensiblemente significante, que le sella como único. Es así como la remembranza del espacio-Isla siempre comporta una motivación latente como el corazón de quien la convoca.

Ahora es esta Isla, Cuba, asida al cosmos en su indistinción, sujeto omnisciente casi adivinado, la que aparece en versos del poeta –también narrador, músico, compositor, profesor y productor– Reynaldo Fernández Pavón, para desde una distancia que se vuelve parte de una historia personal, hacerse cosmogonía. En Los últimos relatos (Eniola Publishing, 2020, edición bilingüe, prólogo de Enrique Patterson), se vuelve a diseñar al compás de imágenes sacadas del recuerdo, un espacio configurado que crece al unísono con la lectura.

El tópico del paisaje natural es asunto consustancial a la poesía cubana, en lo que el investigador y poeta cubano Virgilio López Lemus llamara “el canto a la naturaleza cubana”, que no es más que el establecimiento de una simpatía para trasladar, en una metáfora, la cualidad natural de la poesía. Si bien aquellas primeras descripciones –así como fuera para algunos investigadores la imagen que presentara el Almirante Cristóbal Colón de las Antillas– resultan edénicas, sientan una base de apoyo para la imbricación de geografía y espiritualidad, conjunción que integra con firmeza lo físico con lo espiritual para ofrecer la cualidad de una physis cubana en la poesía, que será el habitáculo perfecto para aquellos “estados de alma” pronunciados por Cintio Vitier sobre el carácter de nuestra lírica. El gran escritor José Lezama Lima acuñaba esta simbiosis de espíritu y naturaleza en su prólogo a la Antología de la poesía cubana (1965) cuando decía que, desde los albores de nuestra historia, y así la historia de la poesía, “la imaginación y la realidad se entrelazan” para borrar “los confines entre la fabulación y lo inmediato”. El desdibujo entre esa fabulación e inmediatez de lo descrito, es decir, la indistinción entre sujeto físico e imagen, es lo que fija el terreno para un concepto de insularidad que luego de tantas maneras situarían su punto focal como mito.

Esta mirada a la naturaleza cubana de la que parte la idea de la insularidad, se emparienta con aquella visión maravillada del Almirante –así como fuera la de José Martí, entre otros visores– concebida como entretejido entre la imaginación y la realidad, urdimbre que, enriquecida por la imagen poética, será índice de notoriedad y esplendor de una naturaleza cuya utopía supera su cualidad mítica para ser una verdadera ontología que traduce una hermenéutica propia. La imbricación de la naturaleza cubana, prevista desde los cimientos de la historia de la Isla de un modo poético al participar en ella –ya hemos dicho– el elemento amplificador de la imagen aprehendida, es un referente que participa también en la determinación de la insularidad y las expresiones literarias referidas a ella.

Nos asombra y llena de regocijo ver cómo el linaje de esta physis sublimada por la metáfora poética, se ensancha y toma nuevos matices llenos de modernidad –semántica propia, terminología de audaces vuelos siempre ligada a la naturaleza volatizada en espíritu– y a la vez plena de elementos culturales y de enlaces con una tradición épica, en el libro que Fernández Pavón nos regala, y que en saltos que sortean temporalidades, se acerca a aquellas voces de Manuel de Zequeira y Arango, Manuel Justo de Rubalcava, Ramón de Palma, José María Heredia, hasta los también románticos Juan Clemente Zenea y Luisa Pérez de Zambrana, en donde el paisaje se fusionó al alma que resuena. Sin embargo, queremos situar el punto de esta espléndida parábola –que, por supuesto, en su movimiento expande y convierte la visión del mito-Isla en formas expresivas estéticamente diversas– en el tan olvidado Cuba: poema mitológico (1854) de Joaquín Lorenzo Luaces, que aunque vía de expresión “fantasiosa” –al criterio del autor– en el mito y la parodia épica, bucea en los márgenes insulares para buscar un ser nacional más allá de cualquier esteticismo que caracterizara su verso, asunto, por demás, que en una u otra forma aparece enlazado a la visión mítica de la Isla y a la descripción y representación de los valores insulares, y que en la obra de Fernández Pavón alcanza especial lustre.

Esta particularidad de construcción memoriosa de una nueva “arquitectura espiritual” –al decir de Juan Ramón Jiménez– a partir de un “estado de alma” que eleva los recuerdos, hechos, valoraciones, concepción de una Isla incorporada a la imaginería del poeta, se sustenta en la intención de develar una propia cosmogonía, que, si bien no se concibe con la particular fantasía épica de Luaces, sí se comparte en ese calidoscopio que de igual modo fantasioso y preso de tantos sentimientos agolpados se da como últimos relatos de una Isla recompuesta y recreada, escapada de una fijeza que la impulsa a impregnarse de tantísima universalidad.

Para Fernández Pavón, el diseño de su remembranza delinea un nuevo cancionero apoyado en un epos que le regala la historia. Así se van dando los pasos que han de caminar la epopeya: “Cantares”, “Iluminaciones”, “El verso continuo”, “El retorno del ocaso”, y “Versos de la siega”, recuerdan paso tras paso el mismo camino ya transitado y ahora evocado como poiesis.

La primera invocación es el proemio de un largo viaje: “Revela los cantares de tu origen. / Háblales en lenguas, / cuéntales de la ola de secuestros / y muéstrales las huellas del tráfico incesante; […]”. La epopeya iniciada con el germen del viaje continúa en huellas que se vuelven palabras: “Un día sin avisos, / escribieron el mensaje color ámbar /— como los presagios—, / lo lanzaron a la mar y la corriente lo llevó / (a la orilla planetaria, /donde se había recibido el don de las visiones / y de una oleada, arremetió contra los hechos del devenir”. Es entonces que nos percatamos –como aquel legendario Altazor huidobriano- que la historia del hombre se ha conjuntado con sus palabras, y que la tierra soñada, evocada, es el nuevo paradigma en que se convierte el dolor de los que extrañan:

Cuentan, los que lo vieron, que las palabras, al estallar,

se tornaron paradigmas

y tu dolor se transformó en la música de las almas,

para dar a luz al espíritu de la dualidad,

allende las rebeliones de los cielos,

[…]

Las cosmogonías, que comienzan con la luz, se abren cuando sus compuertas las invocan, sin miedo, a iluminar las tinieblas. “Nos hemos adaptado a las tinieblas porque de ellas es la luz…”, dice el poeta, y así intenta apresar las palabras, hechas utopías, para recomponer su Isla en el nuevo mito que otorga la memoria:

Los relatos han concluido,

las utopías viajan a la deriva.

Habremos de presenciar el final de esta era

en la luz que no vemos

En este nuevo poema-mitológico, se advierten señas discontinuas de esas utopías que en palabras viaja “a la deriva”, por eso no sorprende que en “Iluminaciones”, sepa el creador fundir el alma de las cosas para trazar el “mapa de la transfiguración”, su anima mundi. Para ello, “Hay que amanecerse, / beber café con sol mientras el mundo despierta.”, requisito dispuesto para que el “viaje a la inmortalidad (continúe)”. Aferrado a las imágenes y a las circunvalaciones de los términos, en este viaje al nuevo sol reinventado, “el verso continúa” testimoniando la vida pasada que se arma en el kosmos luego de desligarse en antiguo caos ya imantado. El nuevo mundo, el mundo-música pitagoriano cuyos acordes sentimos en esta epopeya, particulariza sus tonos –sus palabras– para hacernos llevadera la entrada, conocida la aritmética de un orden figurado:

Mis ojos han visto

la luz de la armonía bitonal,

los tonos dorados del otoño,

el arlequín que se ríe de sí mismo

y las torres donde se inició este sistema,

y han regresado al sitio

donde el laúd, los tambores y las claves,

se acuestan para seguir contando historias;

mientras, un verso convertido en costumbre,

me pregunta:

— ¿Dónde se confundieron los caminos?

Y en medio del añorado tono justo, agrede disonante el ritmo pretérito que aún confunde:

Esgrimiendo consignas de todos los designios

anunciaron el fin de la prehistoria.

El encarnado se tornó en creencia.

Hubo que mostrar fidelidad a sus revelaciones.

Castrándose, castrando.

Sometidos, sometiendo.

Repetidos, repitiendo.

Desplazados, aplaudiendo.

 Debemos insistir en un concepto que con fuerza destaca en estos relatos –bien exacta tal definición de estos poemas-fabulados– y es aquel tan sensorial de San Agustín cuando hablaba del “lago de la memoria” que es el mismo que el sufismo contempla como “almacén de la memoria” y que marca un cronotopo en la fusión de una idea temporal como lugar, y que ha sido tan bien fijada por la poética del espacio –estudiada con prolijidad por el filósofo francés Gaston Bachelard– y que reencontramos como sustrato en este poemario. La imaginación que configura esta realidad como “otra”, la del poeta, es lo que sitúa la mirada ajena en un punto superior a la realidad física como polo elevado de una metáfora que se moverá a un rango de sugerencia aún mayor desde ese plano fijado en una suprarrealidad, el único que posibilitará el aviso poético de lo descrito. La alteridad que ofrece el espacio, desconocido por ajeno a la realidad inmediata, obliga a una voluntad de imaginación que va más allá del mero proceso de descripción realista, en esa matización fabulada de una historia que fija un nuevo espacio como mito. Sobre tal complejidad de visión, el importante investigador Paul Zamthor aporta un término que nos parece interesante al utilizar “extraneidad”, vocablo que etimológicamente proviene de “estranges” –que en francés antiguo significa “exterior” –, lo que crea un ámbito “extraño” a la vez que subyugante e imperioso de apropiación.

Es precisamente ese esfuerzo por penetrar la “extraneidad” y acercarla a los valores conocidos, es decir, reinterpretarla, lo que sitúa una base de sugerencia y metáfora tan cercana a la poesía, en el mismo espacio de génesis de nuestra historia, una historia que se nos comunica y comuniza en la mirada que la envuelve como fábula. Esta visión testimonial entroncada con la Historia y la cultura –en la que insistiría José Lezama Lima al definir su idea de la “expresión americana” junto a la idea preclara de la “imagen histórica”–, es donde el historiador Max Henríquez Ureña sitúa “el inicio de la creación literaria relacionada con la Isla”.

Es pues que nos tropezamos en este mito reinventado de una Isla, una recuperada génesis que, preñada de visitaciones a tiempos y espacios dispersos por la Historia de la Humanidad, renace como Isla-mito en los relatos de su epopeya. La distancia necesaria a la reinterpretación, incorporados tanto los elementos reales, los fantasiosos, los imaginados, así como los asidos a reelaboraciones de ancestrales mitos y reseñas históricas, es la “mágica distancia” (nos diría esa profeta amiga, la poeta y pintora Cleva Solís) para conformar la “geografía del pacto en la memoria”, desde la cual, reunidos bajo el fuego de la llama, el primer hogar, surge la protohistoria. Así nos dice el autor en sus “Versos de la siega”: “Nacidos de un proto pueblo / las visiones danzan el adagio de lo ignoto, / imágenes que dan paso a toda forma”. Y, como en toda epopeya, más allá del tiempo inmediato, de las palabras que hoy recuerdan, aparece el balbuceo de lo que fuera el caos de una memoria en cada murmullo que se escapa de los tiempos. Para el final de los relatos, será que “Una corona cruza las fronteras. / Se escucha el trotar de sus jinetes/ como antes de estos tiempos.

 El paladeo con que el poeta Reynaldo Fernández Pavón cruza con fiereza la memoria, nos inspira. Los límites del mundo se ensanchan porque no estamos en presencia de un relato lineal, sino de aquel que interpreta las tangencias abruptas y sorpresivas del tiempo. La Isla no es solamente voz insular, sino espacio hechizado que pertenece a todos, regalado a todos por un contemporáneo que por breve instante se ha situado fuera del eje que hace girar la “extraneidad” de los mundos. Y es esa extrañeza que surge de su intención demiúrgica, la que nos atrapa y enreda, porque en el fondo, quisiéramos entrar en esta Isla-otra que se ha arraigado al universo como el verso de un poema-mitológico.

Y estaría bien que nunca se perdiera el ímpetu de la honda que ensancha un margen que nos alcanza, porque en algún recodo de sus aguas quedamos, protegidos y hermanados, pensando que juntos estaremos alguna vez, sentados junto al fuego, soñando el mismo sueño, escuchando sus últimos relatos.


 

Faisán entre los matorrales

Pocas experiencias resultan tan cruciales para un devorador de lecturas como la de acercarse por vez primera a las páginas de un gran poeta. Creo que fue Wallace Stevens (quien poseía la rara virtud de hallar respuestas para todo en estos menesteres) el que habló sobre el paso de un faisán entre espesos matorrales, que, aun cuando apenas permite ser visto, nos atrapa en una suerte de rapto sublime, un atisbo de inexplicable extrañeza.

Es más o menos lo que acaba de ocurrirme. Sólo que en lugar de un faisán, yo he visto dos.

Luego, para que la impresión fuese plena, se trata de dos grandes poetas que son hermanos, nacidos en Cuba y que además (colmo de la excepción) han adoptado la modestia y el retraimiento como filosofía de vida dentro de un panorama como el de la literatura cubana, donde abundan los fatuos que después de haber emborronado tres o cuatro cuartillas, están dispuestos a perder el sello a cambio de su momento de gloria en las redes sociales o de ganar algún que otro amañado concurso o de aparecer en esas antologías que se dedican a vender al por mayor poetas y narradores que a nadie interesan.

Abel y Andrés Díaz Castro pertenecen al exiguo linaje de los poetas poetas, los únicos que, según Bolaño, son insobornables. Los dos asumen el verso como una especie de religión personalísima, a cuyos dioses, el rigor conceptual y la iluminación de la mente y el espíritu, han ofrendado largos años de trabajo, “sin timón y en el delirio”, los mejores años de su existencia tal vez. Son escasas sus publicaciones. Abel ha publicado un poco más. De Andrés se conocía hasta ahora solo un poemario. En cualquier caso, las editoriales parecen no haber reparado en ninguno de los dos durante el último decenio. También es posible que a ellos no les preocupara demasiado mantenerse al margen.

Constituye entonces un doble acierto de la Editorial Dos Islas la reciente publicación de los libros Soñar como es debido con una flor azul y En el segundo cero, de Abel y Andrés Díaz Castro, respectivamente. Algunos días antes la Editorial Primigenios había publicado otro libro de Abel, El silencio que dicen. También en fechas cercanas, ambos poetas fueron invitados a promocionar sus creaciones mediante el canal Sentado en el Aire, que dirige Juan Carlos Recio. Tales medios, al igual que Neo Club Ediciones y la editorial Puente a la Vista, entre otros de Miami en especial y del exilio cubano en general, continúan salvando la honra al disipar el humo que oculta a los buenos creadores que la dictadura fidelista condenó a sobrevivir desperdigados por las cuatro esquinas del horizonte.

En cuanto a Soñar como es debido… y En el segundo cero, son dos libros exquisitos, aunque muy diferentes entre sí, al menos en apariencia (quizá sobre todo en apariencia), resultado de dos estilos y algunos recursos técnicos que formalmente les sitúan casi en las antípodas. Sin embargo, por encima de tales disimilitudes, o de cualquier otra visible a tiro de ojo, uno siente que en ambos casos cada imagen o metáfora o sinestesia obedecen a una misma vocación creadora que es imperativo interior para abrir cauce a viejas y nuevas tristezas, soledades, desesperanzas, y, en fin, a un idéntico destino sombrío. Que ellos asuman ese destino desde perspectivas (y personalidades) desiguales, no me parece suficiente para que la sustancia poética de sus obras sea distinta.

En Soñar como es debido…, Abel, de temperamento más activo y tal vez con mayor experiencia libresca que su hermano, se suma al desengaño por la imposibilidad de hallar la flor azul de Novalis, representación del romanticismo poético, aunque, como no podía ser menos, lo hace a través del prisma agriamente afligido y aun trágico de Walter Benjamin. “Ya no puede soñarse como es debido con una flor azul”, leemos en el epígrafe de este libro, que en esencia, y a la particular manera del autor, interpela significaciones concordantes con las del célebre poeta romántico alemán, artífice de aquel drama novelado cuyo protagonista vagaba buscando con obsesión la misteriosa flor azul, símbolo de sus utopías y sueños imposibles en torno a los misterios del universo.

“¿Es el viaje lo que es, o solo la desesperación/con que se miran las vías muertas en las estaciones donde nadie aguarda?” Soñando con los pies en la tierra y la mirada en el infinito, como corresponde a un auténtico poeta, Abel convierte en versos espléndidos las limitaciones (que son a la vez las de su tiempo y las de su historia personal) para soñar como es debido. Su poesía de fuerte acento coloquial, entre exteriorista e intimista, siempre con un trasfondo de aguda acritud filosófica, deambula por los simples objetos del entorno con la misma acuidad con que penetra en los resquicios de su yo interior reconociendo: “sombras que poseen la ausencia como se posee una camisa…”.

Distingue además entre los versos de Soñar como es debido… una muy eficaz inclinación hacia lo narrativo o descriptivo: “Despierto a media mañana y todo está en coma. Me arrastro e intento recoger mis pedazos, pero me faltan las manos; tardo en dar con ellas…”. Tal inclinación parece ser conducto idóneo para que Abel se adentre en una de las zonas que más me atraen de su poesía, la de lo implícito, lo aludido mucho más que expresado, un ámbito en el que suele hervir siempre la amargura y a veces también la roña, por más que en modo alguno resten ni pizca del encanto poético. Tampoco restan, sino suman, las niveladoras floraciones del sarcasmo: “En el espejo asoma un ignorante sin paliativo”.

La meditación y el auto-examen, tanto como la nostalgia y algún incontenido pesimismo, son constantes en los libros de Abel y Andrés. Es la óptica de quienes, al parecer, han visto mucho pero gustan muy poco de lo que han visto. Y es también acre desgarramiento de la conciencia, aunque gozosamente sublimado por la maestría poética.

El libro de Andrés, En el segundo cero, configura una síntesis de ese excepcional don poético que no se nutre más que de sí mismo. Summum de elegancia, delicadeza y lucidez, podría decirse que su poesía se muestra destinada a cumplir cierta máxima aspiración de Leopardi, quien pretendió limpiar el lenguaje de todo artificio, hasta un punto en que fuera posible conseguir que cada poema pesara menos que el resplandor de la luna.

Asombra realmente (y puede cortar el resuello) la ingeniosa sencillez con que Andrés estructura sus composiciones: “Me/gustaría saber/lo que gorjea/en la íntima soledad/del poema”.

Una mezcla cuasi mágica de sabiduría con la más depurada técnica tipifican su estilo de extraordinario poeta, un estilo para el que sólo encuentro precursores en algunos exponentes del Neoclasicismo europeo, o en los finos versos de Li po y de otros asiáticos: “Perros mudos le ladran al silencio/y lo pueblan de angustias”. Son emanaciones de una poesía que se reproduce sin más intervención que la de sus propias entrañas (como Jepri, la deidad egipcia), alumbrando poemas géiseres, llamémosles así, ya que aunque nacen a través de muy tenues aberturas, pronto se elevan convertidos en columnas de luminoso vapor, que es el alma del agua. “Ese gato/ronronea/con la nostalgia de un dios/Araña/el corazón arcaico de las pirámides/y sus ojos relampaguean/como diamantes frustrados/Caza/en jardines petrificados/el espejismo de un ruiseñor”.

Menos y más expresionista, más y menos hermética, más y menos densa según se trate de uno u otro hermano, en la poesía de Abel y Andrés Díaz Castro se combinan y a veces se intercambian lo objetivo y lo subjetivo, lo significante y lo difuso, lo inefable y lo ordinario: “Así que continúo enterrado hasta el alma/ en el verano. Y, para empezar, despierto/ del sueño/ de la muralla china, esa fe con que se/ llenaron tantas/fosas comunes”. Si quieres esconderte en la luz/tienes que ser luz/si quieres esconderte en las sombras/tienes que ser sombra/Para esconderte entre los hombres/tienes que ser las dos”.

De importancia menor es que el único rasgo que a fuerza de identificar y enlazar resueltamente sus obras puede llegar a confundirlas, es la potente carga escéptica que ambas contienen. Pero ya sabemos que todo escepticismo implica un fundamento para la fe.


 

Un ciervo herido (I)

El próximo noviembre se cumplirán 55 años del establecimiento en Cuba, en la provincia de Camagüey, de las Unidades Militares de Ayuda la Producción (Umap), en realidad campos de trabajo forzado que permanecerían hasta 1968 y adonde fueron confinados, entre otros, religiosos de diversas filiaciones, «lumpens», homosexuales y en general “apáticos” ante la revolución comunista que se instauraba en la Cuba de aquella época.
Fiel exponente de aquellos hechos espeluznantes, resulta la novela Un ciervo herido, cuyo título proviene de un verso de José Martí y en la cual su autor, Félix Luis Viera, narra con toda crudeza la vida en un campamento Umap, así como los manejos del régimen para crear los expedientes de quienes serían víctimas de un poder implacable.
A partir de hoy, Puente a la Vista publicará cuatro fragmentos de esta novela que nos relata uno de los hechos más bochornosos de la Cuba contemporánea.
Félix Luis Viera, poeta, cuentista y novelista (Santa Clara, Cuba, 19 de agosto de 1945), es autor de una vasta obra, de la cual se destacan, entre otros, los libros de poemas Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía, Cuba, 1976), La patria es una naranja (2010, 2011, 2013) y Sin ton ni son (2020); los de cuentos Las llamas en el cielo (1983), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983, Cuba) y Precio del amor (1990, 2013)y las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba 1987, Premio de la Crítica 1988), Serás comunista, pero te quiero (1995), Un ciervo herido (2002, 2005, 2012, 2015), El corazón del rey (2010), Un loco sí puede (2017) La sangre del tequila (2019).
En 2019 recibió el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, que otorgan varias instituciones cubanas en el exilio.
A la par de su trabajo de creación literaria, ha llevado a cabo una extensa labor como articulista —sobre política, historia, crítica literaria— en diversos medios de Cuba y el extranjero.
En 1995 fijó residencia en México, país del cual es ciudadano por naturalización. En la actualidad vive en Miami.


 

I

 

Lo pusieron de espaldas, bien pegado, contra los alambres de la cerca. Pégate, arrecuéstate bien, cabrón, le dijo un sargento. Para que los mosquitos lo sobaran bien, dijo dándole la espalda. Estaba el Umap en calzoncillos nada más. Apenas se veía desde la barraca. Los mosquitos tenían un aguijón capaz de traspasar la hamaca más una colcha puesta entre ésta y el cuerpo. El Umap que un sargento había puesto contra la cerca era homosexual. Un sargento lo había sorprendido en el baño dice que masturbándose por detrás con un palo. Como si se estuviera dando con una pinga, dijo un sargento gritando. Agarré a este maricón haciéndosela por detrás con un palo, gritó un sargento llegando de los excusados. Al Umap homosexual ahora lo estaban pinchando mosquitos como a un caballo. Sólo con los calzoncillos verdeoscuros. Decía ay, coño, y desde acá el un sargento le decía cállate, maricón, si deberían desangrarte. Cállate maricón, que te amarro, decíale, para que no puedas ni defenderte y se oían acá los manotazos que el Umap homosexual le tiraba a los mosquitos, plaf, plaf, plaf, ay, coño, diciendo. Un sargento dijo qué carajo pasa, qué carajo dicen si estamos en hora de silencio, lacras sociales; porque parte de los Umap en las barracas decían pero míralo, chico, al pobre, óyelo al pobre, Dios mío protégelo. Un sargento dijo ahí hasta el amanecer, pajero por el culo, lacra social, lumpen maricón y a los de la barraca cállense bola de antisociales que van a coger mosquitos todos no me jodan. En la madrugada se pudo oír que el Umap homosexual se desplomó, pacatlán, dos o tres veces y ay diciendo, me muero diciendo y plaf, plaf, plaf, los manotazos contra los mosquitos, ay. Y a cada rato desde la jefatura cállate maricón, el sargento de guardia gritando, que no dejas dormir a la gente, cacho de rata del enemigo imperialista, vuelve a pararte, sangre de yanqui, que el castigo no es acostado. Cuando un sargento gritó el «¡de pie!» a las cinco y media de la mañana todavía no se podía ver al Umap homosexual, sólo sentirlo ay, y si acaso, adivinar el bulto, echado contra la cerca. Luego que los Umap fuimos a los lavabo-lavaderos y los excusados y tomamos la leche acuosa y el pan tan microscópico y formamos filas ya había sol como para ver bien al castigado. Allí, tendido junto a la cerca, parecía una berenjena con pelo. O un lagarto pasado por queroseno. O un bofe avinagrado. Incorpórese a su lugar, le gritó un sargento apuntando a las filas.


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13 desafíos para eventuales inversionistas en Cuba

El profesor Jaime Suchlicki, director del Instituto de Estudios Cubanos (CSI), con sede en Coral Gables, señaló el pasado domingo, en texto publicado en la página de la organización, trece de los principales problemas, o violaciones, que eventuales inversionistas estadounidenses enfrentarían de intentar hacer negocios en Cuba:

1-Las empresas extranjeras que hacen negocios en Cuba deben solicitar trabajadores al gobierno. No pueden contratar o despedir trabajadores por su cuenta sin la aprobación del gobierno.

2-Las empresas extranjeras pagan al gobierno cubano en monedas extranjeras (por ejemplo, euros, dólares canadienses) por sus trabajadores. El gobierno paga a los trabajadores en pesos cubanos que valen 1/20 de un dólar estadounidense, embolsándose el 90% de cada dólar que recibe.

3-Todos los trabajadores cubanos de la industria turística o cualquier industria que entre en contacto con extranjeros son cuidadosamente seleccionados por el gobierno. Los trabajadores de piel más clara y los leales al régimen son elegidos para hoteles, complejos y otros destinos turísticos.

4-Todo arbitraje laboral debe tener lugar en las oficinas gubernamentales corruptas y arbitrarias, donde se brinda poca protección al trabajador o al inversionista extranjero. No existe un sistema judicial independiente en la isla y todos los jueces son nombrados por el gobierno y trabajan para él.

5-Solo hay una federación laboral en Cuba, la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), organizada y controlada por el gobierno cubano.

6-Todos los trabajadores deben ser miembros de la CTC y pagar cuotas.

7-Las “elecciones” en la CTC se llevan a cabo periódicamente. Solo los candidatos aprobados por el Partido Comunista de Cuba pueden postularse para puestos de liderazgo locales o nacionales.

8-En Cuba no existe negociación colectiva ni individual.

9-Los trabajadores no pueden cambiar de trabajo sin el permiso del gobierno.

10-La mayoría de los negocios / empresas agrícolas e industriales son propiedad del gobierno; la mayoría de los cubanos trabajan para el Estado.

11-Todos los salarios y beneficios los determina el Estado.

12-Los trabajadores son contratados, disciplinados y despedidos por el gobierno.

13-El gobierno cubano contrata médicos, artistas, músicos, camareros, etc., para países extranjeros y empresas extranjeras en el exterior. Los cubanos suelen residir de seis meses a dos años en países extranjeros y se les paga en moneda fuerte. Sin embargo, el 40% de sus salarios son deducidos por sus empleadores y enviados al régimen de Castro. La cantidad que recibe el gobierno cubano de los trabajadores contratados en el exterior ($ 8-10 mil millones anuales), es la cifra de ingresos más grande del presupuesto nacional.

https://cubanstudiesinstitute.us/principal/labor-conditions-in-cuba-3/


 

Elizabeth y las viejas muñecas de uso

María Matienzo (Facebook)
“Os lo juro, es muy difícil que ésta sea la última guerra. Tan pronto como un enemigo es eliminado, otro nuevo saldrá de cualquier sitio. No tiene fin ni sentido. No existe nada tal como una buena guerra o una mala guerra, todo es la misma porquería”.
Charles Bukowski ‒Se busca una mujer
“Siempre se habla del hombre que abandona el país; pero nunca se habla del país que abandona al hombre”.
Pedro Luis Ferrer

Un edificio como isla, una playa para el exorcismo, una tienda para el trueque de “viejas muñecas de uso” y el miedo de confrontar a nuestras propias sombras. El espanto a que esas sombras nos definan. Que se erijan, usurpándonos, como bitácora y propósito.

Este pavor, del que nadie susurra siquiera para sí mismo, nos lo devuelve María Matienzo Puerto (La Habana, 1979) con su libro Elizabeth aún juega a las muñecas. Una novela que asusta por una razón simple: nos hace temer a la realidad que emplaza allende las puertas del apartamento [o reducto]. Una novela espejo pero que jamás se somete a la gratuidad de los espejismos. Una novela, dígase ya desde el inicio, bien escrita.

Como bien nos advierte Amir Valle en el prólogo, la autora “ha logrado la gran hazaña de diferenciarse de esa uniformidad que afecta actualmente a buena parte de la literatura cubana”.

Para ello ha construido un escenario desde las reglas del caleidoscopio donde, señala el prologuista, “todas las historias están unidas por un hilo interno que las remueve en sus cimientos; y ese, desde el mismo inicio, es ya un acierto: la convulsa y siempre cambiante cotidianeidad cubana no puede valorarse en su justo peso desde una única perspectiva. Por ello, los personajes de María Matienzo, en este libro, se nos aparecen como sombras que se corporizan”.

En Elizabeth aún juega a las muñecas los personajes parecieran romper, también, las reglas del juego, los seis grados de separación ‒donde una persona puede acceder a cualquier otra del mundo a través de conectar cinco intermediarios conocidos‒ porque nada los intermedia. Solo un único estambre los conexa: la llamada “situación de país”, donde rige por decreto la concepción de “plaza sitiada”. Donde la única legitimación es la incautación de los sueños personales.

“Cuando las manchas pasan a mis sueños es porque durante el día hemos logrado armonizar”, dice la propia Elizabeth, y quizás sea esta puntualidad el único recodo de paz durante toda la historia. Pero solo ella, nadie más, sobrelleva el misterio. Solo ella sabe de su pánico y, por antonomasia, carga los otros viejos pánicos de uso.

Carga con todos: los de Lorenzo; Irina; Manolo; Ernesto; Laurita; Javier; Mauricio; Yessica; La Morsa; La Jicotea; El Jicoteo; Marilín; La Jirafa; Octavio; Marcos; Robinson; Olivia; Magdalena; Yanira; Dagoberto; Alberto Medina; Yahima; Marlen; Luisa; Alfredo; Olirca; Ismael; Sumeria; Raúl; Yamirka; Anisia; Nelson; Carmen; Yusleidis; Mirtha; Estable.

Todos imprescindibles para alcanzar su metamorfosis. Para llegar al lugar de nada después de haber partido desde nada. O sí, desde sus sombras. Sin embargo, este drama del cubano ‒del cubano de trasfondo, el de a pie, el confinado, el hacinado, el marginado, el del doble rasero moral‒ no es un antojo de la autora.

“Sigo siendo de carne y hueso. No soy una muñeca. No soy un espejismo”, parece advertirnos la autora a través de uno de los personajes.

Y es que Elizabeth aún juega a las muñecas no es una novela de pesadumbres o de configuraciones trasnochadas. Tampoco la sabana donde llevar a pastar las ordalías. Es, sin lugar a dudas, el préstamo que nos hace la autora para medir hasta qué punto los personajes [nosotros mismos] podrían ser capaces de tolerar esa perpetua quietud que solemos conocer como cubanía, o cubanidad, o cubanismo.

“La gente le cree. La gente le compra muñecas por esas historias. La gente es ingenua […]. Lorenzo las utiliza [a las muñecas] y no se dan cuenta. Se dejan manosear y siempre parecen dispuestas a mostrarse. No se les puede pedir demasiado, son plásticas. No han tenido como yo una vida, no las han dejado abandonadas nunca, no las han golpeado como a mí”.

En el trueque de las muñecas se borda el señuelo [como el agua filtrándose en cada hendija]. El éxito de la emboscada se percibe en la descripción de un sueño que, a su vez, es la fotografía del país. La del individuo dentro del país, aunque se niegue a sí mismo en la sobrevivencia:

“La casa estaba en penumbras. Pensé que me había quedado ciega, pero la vista se me fue adaptando y no estoy ciega, solo estaba a oscuras. El sueño fue claustrofóbico, denso. Desaparecía también. Mi cuerpo perdía consistencia, se transparentaba al punto de no reconocerlo como mío. Me miraba en el espejo del baño y veía a través de mí los azulejos de la bañadera. Sin embargo, estaba consciente de que solo era un sueño, así que me preguntaba, mientras ocurría la metamorfosis, si eso era lo que le había pasado a Mauricio”.

Los paralelos literarios que se trashuman en Elizabeth aún juega a las muñecas recuerdan la zona más escatológica en la novelística de Charles Bukowski; la temporada más soberbia del siempre irreverente Ray Loriga y, en los adentros de la isla, la época más rabiosa de un Guillermo Vidal que se describía a sí mismo como un “perro viejo”. Un animal de feria.

Con Elizabeth aún juega a las muñecas María Matienzo reafirma que su narrativa es de peso. Más que autora manifiesta autoridad en uno de los oficios más difíciles y peligrosos: la novela. En el parlamento de uno de los personajes [“Alguien se asomó en mí, como si yo fuera un espejo”] deja claro que leerla conlleva riesgos, porque todos solemos temer a las pautas, a lo que se dibuja diferente y desde la diferencia.

La ficción le sirve a su propósito, pero sin prefigurarse eje o tramoya. Lo que rige en María Matienzo y su pieza Elizabeth aún juega a las muñecas es la más primigenia concepción del arte [literatura incluida]; la más eficaz; la única que ha sobrevivido a siglos de oficio: la belleza y la funcionalidad.

En el episodio «Muñecas» María Matienzo lo advierte, y nos hace temblar una vez más:

“Me pregunto si las muñecas flotan cuando caen al agua. Un agua profunda, negra, como el río que soñé anoche. El mismo río que me ha arrastrado tantas veces y que no desemboca en ningún mar. Un río al que tiro piedras y del que no recibo ninguna queja. Si los ríos se pudieran quejar. Este solo corre, no importa en qué dirección”.


 

‘El tigre negro’, la ironía de los sueños y la realidad imaginaria

Los escritores Manuel Gayol y José Hugo Fernández en el IX Festival Vista de Miami

Indudablemente, los sueños tienen su propia realidad. Y dentro de ella, algo que reafirma su magnitud y capacidad  de existencia es el hecho de que en los sueños se narran historias, o escenas o hasta fragmentos de vidas desconocidas, de que todo se cuenta mediante un narrador que, al mismo tiempo, es protagonista e, incluso, en ocasiones sabe que está soñando. Los sueños buscan comprender y dar salida a las sombras inconscientes de un pasado, pero que más que pasado viene a ser el origen que siempre nos asedia. A veces, en forma de símbolos; otras, a través de movimientos y acciones de una aventura, o de una historia loca o semicoherente, absurda o salvajemente onírica, pero siempre insistiendo en ser el trasfondo, o quizás la verdadera dimensión de una experiencia corpórea.

En esta etiología de los sueños que siempre me ha obsesionado, hasta hoy me confundía si la exacta realidad de la vida (digamos, la primordial que creemos vivir) era la de la vigilia o no. Y digo hasta hoy, porque acabo de leerme el libro, novela o relatos, descargas o precipitado narrativo, titulado El tigre negro, de José Hugo Fernández, que para mí es inclasificable y crea una problemática con probable ofuscamiento para la bibliotecología.

El tigre negro es el laberinto inescrutable de otro mundo, o de otros mundos (lo más que podemos hacer es acercarnos a su hondura) que, al mismo tiempo, de ser diferente al ámbito racional de la vigilia, se ramifica en numerosos senderos que, aun cuando se repiten en sus nombres capitulares, no son más que puertas de entradas a disímiles estados del alma, que es nuestro propio universo interior.

El tigre negro es un salto al abismo, a lo insondable que siempre va a tener infinidad de respuestas y que solo el lector puede dar. Esta es una de las tantas características de la buena literatura: la diversa connotación para interpretar lo que se dice; la multiplicidad de la sugerencia; la compulsión de que, detrás de cada cosa, de cada hecho, de cada sueño, hay algo más. Y esto lo sabe ofrecer José Hugo Fernández.

El surrealismo es la posibilidad de una parte del sueño, lo que no quiere decir que todos los sueños sean surrealistas, o también absurdos. Son una cosa y la otra, y asimismo tienen sus coordenadas y su lógica imaginaria, su emanación de historia en la que mucho queda oculto y solo nos deja ver el iceberg que aparece, en ocasiones, al despertar. Pero en este libro, el autor se descubre como un protagonista-narrador que busca entregarnos un poco de lo oculto de su vida fantástica. Y por sus narraciones, lo único que logramos saber es que su verdadera existencia es imaginaria. Es este volumen el que me ayuda a discernir que la Realidad es bidimensional: corpórea (visible, presente, táctil, auditiva, olfativa y soporífera) e imaginaria (invisible, presente-ausente, intangible, vaporosa, tenue, ligera y sutil) y termino dándome cuenta de que la Realidad del tigre negro es la sustancia que anda en la intimidad del autor. Al abrirse este sugerente cuaderno y nosotros leer, es como si visitáramos otros mundos e hiciéramos del desconcierto la normalidad de respirar un nuevo tipo de atmósfera.

Uno de los principales aspectos de los sueños, entre tantas otras extrañezas, es el misterio de cómo se proyectan y por qué se presentan con un tema dado y con específicas escenas impredecibles. Por qué razón usa determinados símbolos y quién—dentro de uno— escoge esos símbolos, o los personajes que aparecen a veces, y que resultan ser totalmente desconocidos en la vida real de la vigilia. Aún para mí, esto es un misterio, no tengo respuesta ni racional ni intuitiva. En este caso, solo me queda leer y regocijarme con las historias, muy probablemente intuitivas, que José Hugo Fernández deja escapar en El tigre negro.

     En efecto, estoy seguro de que el autor aquí apeló a sus intuiciones, muy possible que haya dejado correr sus ideas de una manera automática, como reconociendo que las ideas creativas tienen sus propias vidas, y que siempre habrá, entre una y otra un hilo conductor secreto. En este sentido, la intuición contiene su propia lucidez para establecer los enlaces, y de ahí que haya que creer en la magia de la imaginación creativa. Con este grimorio, José Hugo demuestra que conoce muy bien los recursos de la imaginación. Sabe que los personajes y las situaciones tienen sus propias dinámicas, y que hay que dejarles “hacer”, que lo que se dice y se realiza en cada uno de los capitulillos es lo que realmente debe ser porque viene (y valga la redundancia) de la Realidad imaginaria. Por eso, en el argumento, el personaje principal tiene que soñar para poder sobrevivir, para encontrar su verdadera libertad de realización.

Este desahuciado social y periodista —al decir de Ramón Fernández Larrea—, a quien a los 16 años, en el ejército, le casaron con una vaca, cuando lo sorprendieron haciendo zoofilia con esa res que, de hecho, nunca le miraba a los ojos, porque la contemplación de la mirada era su galimatías narrativo (el de él) y al bovino lo único que le interesaba era encontrar la mejor postura; perdón, quiero decir, el mejor pedazo de yerba, sin ponerle mucha atención a quien le hurgaba el onomatopéyico trasero que hacía chupulún, chupulún, como el sonido vaginoso ocasionado por alguien que ya era un expaciente psiquiátrico, audaz recluta que entraba en el paraíso onírico de un potrero, hasta ser sorprendido y obligado a unirse a la vaca y hacerla feliz en una ceremonia matrimonial ante todo el regimiento de la compañía. A partir de ahí, de su servicio militar, solo le quedaba soñar para sobrevivir.

En Realidad los sueños tienen su vida propia, coexisten dentro de uno, son seres, cosas y mundos que le tienen a uno como recipiente, y cuando se llega a comprender que este mecanismo de la Realidad sirve para controlar a nuestros demonios, entonces logramos escapar, vivimos, existimos en nuestro propio interior. De muchas maneras (por ser los sueños infinitos caminos hacia la inmensidad, como diría Bachelard) el mundo onírico se convierte en una real libertad. Y este es el simbolismo mayor de El tigre negro. Los sueños aquí, a pesar de las pesadillas y los horrores que puedan darse, conducen a la liberación del ser.

El ser (así, en cursiva) y los sueños proyectan una abismal diferencia con los otros animales (incluyamos también dictadores, lacayos y esbirros, entre otros especímenes). Recordemos que el humano logra entender y escribir su lenguaje intuitivo y asimismo simbólico, mientras que las criaturas inferiores nada más son instintivas, por lo que se comunican de una manera precaria y actúan mediante reacciones (hambre, sed, miedo, etc.). En cuanto al ser del humano, los sueños contribuyen a limpiar el subconsciente que, al mismo tiempo, provoca un mejor accionar y pensar de la conciencia. De ahí que en los sueños los demonios salgan, muchas veces en saltos inesperados, espontáneos, como energía creadora, hacia un contexto de historias escritas.

Los demonios, en su existencia interior, logran escapar de las cardinales dimensiones arquetípicas y él (en este caso: el autor-protagonista) los contempla con la humorada de saberse por encima del bien y del mal, y les deja hacer, porque en definitiva, con ello, se despeja el alma, se limpia la conciencia de la basura exterior. Es el proceder lógico-espiritual de la mente, como he dicho anteriormente, “es lo que todavía evita el caos en el mundo”. Más cuando todo el libro está sazonado con una sonrisa maliciosa, de gran picaresca, y siempre, en su conjunto de todas las páginas, con una suave pero asimismo jacarandosa atmósfera festiva.

Es comprensible que la época de los sueños sean los años 40 o los 50, y es porque en la intimidad del protagonista vibraba el regocijo de toda una pléyade de aspectos y divertimentos que hacían de la existencia en aquella época un mejor vivir. Por eso en muchos de los capítulos del libro encontramos grandes escritores de aquellos tiempos y de siempre, como Dashiell Hammett y el contrastable Félix B. Caignet, o Knut Hamsun, un escritor escogido de un archivo inmemorial. Y es que José Hugo combina el sabor de lo culto con lo popular de una manera natural, sabichosa. Se trata de una prosa exquisita que encuentra su realización con breve pero sorprendente eco del uruguayo Felisberto Hernández, aun cuando puedo asegurar que el desenfado de su estilo (me refiero al de José Hugo) es un poco más discreto que el de Felisberto, cuando hace que las escenas e imágenes estén un tanto más cargadas de un sutil humor cubano que, por momentos, se regodea con lo popular, con algún que otro modismo y con algún que otro personaje de la alta cultura o de la cultura pop.

Tengo que insistir en que este autor, José Hugo Fernández, es un tanto peligroso para escritores como yo, porque desata una inteligencia contagiosa y pone en jaque mi sensibilidad cuando en este libro leo cosas que me hubiera gustado escribir. No es envidia, pero sí una advertencia que me hago a mí mismo ante los destellos constantes de sus sutiles ideas jocosas. Dice las cosas con un suave rumor de algo que, al mismo tiempo, se hace convincente, persuasivo. Es una lucidez, aparentemente sencilla, pero que siempre te deja una sonrisa, el cosquilleo de un gesto de raciocinio. Es como si José Hugo estuviera discursando con una pícara levedad (su manera de escribir, digo) entre Jorge Luis Borges y Felisberto Hernández.

Al leer este libro, muchas veces podremos preguntarnos: ¿cuándo aparece el tigre negro? Pero, en Realidad, el tigre está en la expectativa, en el deseo de que pueda surgir como el recurso literario de un sueño aún invisible, o que sea no más el título del libro para que no se pierda o al menos para poder venderlo.

Si en este discurso de José Hugo Fernández, querido lector, encuentras cierta mofa, a veces fina, otras esponjosa, es la esencia de toda esta miscelánea de 144 páginas de sueños. Al llegar el momento de cerrar el libro, vas a sentir que todo ha sido una burla deslumbrante, una broma de tersa naturalidad, reposada y apacible: en definitiva, una estupenda e inteligente ironía contra la dictadura castrista.


 

José Ángel Buesa

El día 2 de este mes que ya acaba se cumplieron ciento diez años del nacimiento de José Ángel Buesa. Nació en un pueblo cubano llamado Cruces y quizás fue el poeta más popular y publicado de la isla, hasta que se fue al exilio. A partir de entonces, por “desertar”, la dictadura castrista le aplicó, durante años, como a muchos más, el castigo del silencio absoluto.

Uno de sus libros, Oasis, había conocido hasta entonces veintitantas ediciones. Buesa también tuvo éxito en la radio como libretista de series de aventuras. La más famosa fue Rafles, el ladrón de las manos de seda, que se trasmitía, si no recuerdo mal, a las 8 ó 9 de la noche por CMQ Radio.

Conocí a Buesa cuando yo empezaba a escribir, allá por los 50. Me deslumbraron su dominio del francés y su pasmoso conocimiento de la poesía escrita en ese idioma. Y de la escrita en inglés. Su erudición poética era asombrosa. Me publicó unos versos, acompañados de un comentario suyo, en una revista de poesía cuyo nombre ahora se me escapa, que hacía con el poeta chileno Alberto Baeza Flores, entonces afincado en Cuba.

Un domingo por la mañana, en aquellos días, mi madre entró en mi habitación y me dijo que en la sala estaba un señor llamado José Ángel Buesa, que quería verme. Pensé que iría a insultarme por una crítica tan destemplada como pedante que yo le había propinado a su poética, días atrás, en un periódico. Mi sorpresa fue grande cuando, lejos de reprocharme nada, me dio un ejemplar dedicado de su libro Hyacinthus al tiempo que me decía que me llevaba ese libro para que yo viese que él no sólo escribía “poemas de amor para modistillas” –poemas que escribía, me confesó, por pura necesidad pecuniaria.

La última vez que nos vimos fue poco tiempo antes de que se marchara de Cuba. Una mañana lluviosa caminaba yo por una acera del barrio habanero de Miramar cuando se me acercó un auto cuyo conductor, deteniendo la marcha, me preguntó adónde me podía llevar. Era Buesa. Lo acompañaba su hija, una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida. Sin duda, el mejor poema de Buesa. Totalmente libre de la insana influencia que fue para el poeta el neorromanticismo galante de Paul Géraldy.

Canción de viaje

Recuerdo un pueblo triste y una noche de frío
y las iluminadas ventanillas de un tren.
Y aquel tren que partía se llevaba algo mío,
ya no recuerdo cuándo, ya no recuerdo quién.

Pero sí que fue un viaje para toda la vida
y que el último gesto fue un gesto de desdén,
porque dejó olvidado su amor sin despedida
igual que una maleta tirada en el andén.

Y así, mi amor inútil, con su inútil reproche,
se acurrucó en su olvido, que fue inútil también.
Como esos pueblos tristes, donde llueve de noche,
como esos pueblos tristes, donde no para el tren.


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Nefasto en la Sociedad del Disparate

Decía sobre Revolución a la carta, primer libro de la serie de Nefasto dedicado en exclusiva al tema culinario, que las crónicas de Víctor Manuel Domínguez constituyen una vindicación del choteo y, transversalmente, refutan algunas de las aproximaciones del célebre Jorge Mañach. “Incluso por partida doble, porque ni el fenómeno que en 1928 inspirara su famosa conferencia ha desaparecido ―más bien se ha expandido― ni, de cara a la actual realidad insular, resulta superfluo o contraproducente”. Y esta afirmación vale también para La familia real cubana, segunda entrega de una saga donde el alter ego de Domínguez vuelve a demostrar que el choteo sirve de arma arrojadiza ante lo que carece de mérito y crédito, e incluso puede hacerlo inmejorablemente.

Más aún cuando estas crónicas se conciben y publican en medio de la eclosión de la Sociedad del Disparate a escala global. Pero mientras en el Occidente desarrollado el disparate se masifica y expande a golpe de ego tecnológico, gracias a las facilidades que iPhones y redes sociales brindan al exhibicionismo egotista, en Cuba lo hace desde un absurdo sistema socioeconómico, que premia la ineptitud y el ridículo, y una estructuración del totalitarismo que a diario mete a la población en situaciones límites. En cualquier caso, habría que comenzar a ver al totalitarismo cubano como un producto de lo que me gusta llamar “ficción de Estado”, literatura que casi desde el surgimiento de la “nación” narra la historia al margen de la realidad.

En ausencia de libertades tecnológicas y sin acceso directo a Internet, la promiscuidad —gran generadora de paranoia, envidia y distracción, pero también de situaciones ridículas e hilarantes— ha sido una de las dos grandes coartadas a partir de las cuales el actual régimen ha logrado estructurar la Sociedad del Disparate en Cuba, y mantenerla vigente. La otra, claro, es el rechazo a la responsabilidad (aquello que Erich Fromm llamara “el miedo a la libertad”). Así, en Cuba, hasta hace poco la promiscuidad social, “a pie de obra”, sustituía disparatadamente la interacción digital de portales como Twitter o Facebook, distribuyendo un surrealismo recreado magistralmente en La familia real cubana por Víctor Manuel Domínguez.

En palabras del propio autor, “como un juego de yaquis en un temblor de tierra” las crónicas de este libro “suben por donde pueden y se aglomeran, codean y cantan” en su desparpajo, divertidas hasta el delirio, desafiantes por definición. Como ya dije, esta entrega continúa la saga del temible Nefasto, esa especie de vengador errante en clave humorística siempre presto a extraer agua potable del pozo sin fondo del absurdo nacional. Con este volumen, Domínguez se reafirma como uno de los escritores más agudos y heterodoxos con que cuenta Cuba en la actualidad.

Goza con Nefasto.


 

Nefasto y la cocina guanajatabey al minuto

La chef Nitza Diaz-Canel Villapoll camino al restaurant 'El taparrabo azul'

Los fuertes vientos que soplan sobre la cocina cubana no podrán apagar los fogones revolucionarios del país, según aseguró la chef Nitza Diaz-Canel Villapoll durante el corte de cinta que dejó inaugurado el restaurant aborigen “El taparrabo azul”, enclavado en el cacicazgo de Bollo Manso, en el macizo montañoso Sierra Cristal, de la provincia Holguín.

Asesorada por Manuel Santiago Sobrino, ministro de Alimentación en Cuba, licenciado en “Tripología vacuno-porcina” y master en la ciencia del caminao de gallinas decrépitas con alto nivel proteico en el país, la destacada chef asegura estarán garantizadas en cada cacicazgo de la isla diversas ofertas nutritivas que, acompañadas por croquetas lácteas, hamburguesas de chícharo y casabe y pinol, harán las delicias de los aborígenes cubanos.

De acuerdo con la Díaz-Canel, la inauguración en Baracoa, Guantánamo, de polígonos comunitarios de alimentos como la Chocobananina, harina de yuca, gofios, mermeladas endulzadas con miel de abeja y guarapo, y otros 25 subproductos, dará la soberanía “alimentaria” a los pobladores de Duaba, Badajó, Mandinga y Guariba, como muestra del triunfal regreso revolucionario a la coa, el burén y el casabe de su etapa precolombina.

Asimismo, la experta reveló que se montan otros polígonos alimentarios en las riberas de los ríos Bayamo, Buey, Yara y Salado, Granma, para abastecer los almacenes de una red de restaurantes y cafeterías que bajo el nombre de La calabaza del héroe y La Tripa de Manuel  mantendrán bien nutridos a los comensales, reunidos a la sombra de un marabuzal en flor.

También existen alentadores rumores de que en el cacicazgo Indio al suelo, en la Sierra del Rosario pinareña, el descubrimiento de la “croqueta láctea” es un paso adelante para su inserción como sede de estos polígonos alimentarios con tantas perspectivas que harán quebrar por la calidad y presentación de sus ofertas a los restaurantes de París y Nueva York.

Como una muestra exclusiva del apoyo y la complicidad estatal con tales ofertas alimenticias, se aprobó un Programa Especial sobre recetas culinarias autóctonas del país que, aparte de nutrirnos, reafirmarán nuestra identidad con el tocororo, la bandera, el cocodrilo y el mandril, en una especie de ajiaco patriótico que nos permitirá dormir bien.

Este programa, que al igual que los demás saldrá con una frecuencia semanal por las pantallas del Telecentro provincial de Granma, CNC (Crisol de la Nacionalidad Cubana), será conducido por la chef Nitza Díaz-Canel Villapoll, esta vez bajo  la asesoría de Abel Mondongo Prieto, el único, el irrepetible, el todoterreno, el eterno melenas: El Tentempié.

El programa de cocina para aborígenes orientales, y los del resto del país que no puedan adquirir alimentos o asistir a restaurantes que hacen sus ofertas sólo en Moneda Libremente Convertible (MLC), dará la oportunidad de acceder a lo que más vale y brilla en la gastronomía internacional, aunque confeccionada con productos autóctonos de la isla.

“Ideas del surco y la olla”, nombre del programa televisivo y de una sección del Semanario

La Damajagua, en Granma, abren sus puertas a los seguidores que desde ya se chuparán los dedos de placer, se soplarán la nariz por el escozor del humo del fogón, se lanzarán al río comidos por la picazón en la piel y se adentrarán felices en el interior del marabuzal, para dejar constancia de que, como la revolución en la cocina cubana, no habrá otra igual.

Sin más, los dejo con el inaugural atracón de los aborígenes más “comunistas” del país:

Cocina aborigen al minuto
(Por Nitza Díaz-Canel Villapol)
 Letripandé cochinóu pinolú (Tripas de cerdo rellenas con pinol)
Se toman dos metros de tripas –o caviar cubano– de los 2000 km tendidos a lo largo de la isla desde el Cabo de San Antonio a la Punta de Maisí. Se lavan con limón, como base de todo, y se ponen a secar al sol. Cuando la tripa esté seca, se le añade el pinol por una punta y se pone a coser a baño de María por dos horas. Eliminada la peste y hervida la tripa, se lanza por el gajo de un árbol o, en su defecto, se tira de ambos lados hasta quedar estirada como cuerda de violín. Se le añade sal y se pone a freír, en pequeños fragmentos, con aceite de palmiche. Bien tostaditos los  pedazos de tripa, se le da a probar a la suegra o a cualquier miembro del Comité Central del Partido. De quedar vivos, se puede ofertar a la población este plato de la cocina francocubana para el primer mundo que bajo el nombre de Letripandé cochinou pinolú (Tripas de cerdo rellenas con pinol) dará de qué hablar entre los comensales cubanos y dejará de qué oler detrás de los monumentos a los héroes, bajo las escaleras, en los parques y en cualquier marabuzal. Bon Apetite, aborígenes, Bon Apetite.

Eso se los deseo yo, Nefasto “El gourmet”.

[email protected]


 

Cubalex lanza el concurso de fotografía ‘Revelando represión’

Cubalex convoca a fotógrafos/as de todo el mundo a participar en el concurso ‘Revelando represión’ con obras que muestren las formas represivas que se generan “de la actuación y posturas del gobierno cubano contra la sociedad en su conjunto”.

La inscripción al concurso será gratis y el envío de las obras otorga automáticamente el consentimiento del autor con las siguientes bases y condiciones:

El concurso consta de dos categorías

  1. Fotos de actos represivos o fotografía conceptual sobre la represión.

– Fotos realizadas con cámaras fotográficas de semiprofesional en adelante.

– Serán otorgados tres premios y tantas menciones como consideren los miembros del jurado.

1er premio: 400 CUC.

2do premio: 200 CUC.

3er premio: 100 CUC.

2. Fotos de represores.

– Fotos realizadas con dispositivos móviles (celulares, tablets, cámaras de foto compactas)

– Serán otorgados tres premios y tantas menciones consideren los miembros del jurado.

1er premio: 200 CUC.

2do premio: 120 CUC.

3er premio: 60 CUC.

Se podrá enviar hasta cinco obras en cada una de las categorías.

Participantes:

Podrán participar ciudadanos de todo el planeta que hayan hecho fotografías, en cualquiera de los formatos, sobre la represión y las violaciones de los derechos humanos en Cuba.

Los participantes deberán tener más de 18 años.

Una selección de las obras será expuesta en formato de galería online, dentro de una página que inaugurará Cubalex el día 10 de diciembre de 2020 con motivo de su décimo aniversario.

Requisitos

Las obras deberán ser enviadas con seudónimo y en otro mail se agregarán sus datos: nombre completo/ edad/ lugar de nacimiento/ lugar de residencia/ profesión/ seudónimo o nombre artístico. La identidad real de los concursantes no será develada bajo ningún concepto por Cubalex a no ser que estos pidan específicamente a Cubalex la divulgación de la misma.

El único requisito previo es que las obras no hayan resultado ganadoras en ningún concurso anterior, en ningún lugar del planeta.

Cada participante podrá enviar hasta cinco fotos en cada una de las categorías antes descritas.

*El envío de los trabajos deberá hacerse a través del correo electrónico: [email protected]

Las fotos se entregarán en cualquier formato digital (preferiblemente a 300 DPI. En caso de ser tomadas con un celular o Tablet, 16.9 o 4.3), con la mayor resolución posible que permita su impresión.

Fecha de admisión de las obras:

Las obras podrán ser enviadas hasta el día 15 de noviembre del 2020 a las 11:59 de la noche, hora de Cuba.

Legales:

Las fotos que entren en la muestra, así como las ganadoras, pasarán a los archivos de Cubalex, que las podrá usar en el momento que lo considere oportuno. Esto no implica la pérdida de derecho de autor de los creadores.

Algunas fotos, en función de consideraciones de Cubalex, podrán ser seleccionadas y no ser expuestas en la galería virtual.

Importante:

Cubalex se reserva siempre el derecho a admitir concursantes.

En caso de que alguien falsee sus datos, nos  reservamos el derecho a eliminarlo del evento. En caso de que algunas de las obras no sean propiedad de quien concursa, esta persona se verá automáticamente eliminada del certamen. Los fallos del jurado serán inapelables.

#RepresiónCuba

#DDHHCub


 

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