
Texto leído en el ciclo de conferencias y muestra de cinema histórico y experimental “Resiliencia. La Otra Cuba”. Un evento organizado por MT Key Film y NomadART Production bajo el paraguas del Real Círculo de Bellas Artes de Barcelona
Una secuencia de Antes que anochezca, la película de Julian Schnabel basada en la autobiografía homónima del escritor cubano Reinaldo Arenas, resulta clave a la hora de interpretar la historia que se cuenta y al personaje que la conduce. Arenas-Bardem sale del hospital enfermo de sida, aborda un taxi y recorre Nueva York mientras visualiza la insufrible, indeclinable degeneración de La Habana. Las imágenes se suceden, Nueva York es La Habana y nuevamente La Habana es Nueva York, pero en la capital cubana todo está cerrado. Las tiendas cerradas, los cines cerrados, las farmacias cerradas; la propia vida, encerrándose a sí misma, languidece aguardando una apertura que nunca sobreviene. Nada es. Todo excluye. Todo menos el refugio del cuerpo, la promiscuidad sexual que, paradójicamente, terminaría acabando con la vida de Arenas.
Recién llegado a París desde Cuba, a finales del pasado siglo, cierto colega escritor me preguntaba, asombrado, cómo era posible que las francesas no lo desearan. Ni siquiera se lo comían (nada menos que a él) con los ojos. Pude entender su frustración antropofágica cuando llegué a Madrid hace ya 25 años, una ciudad —y por extensión una ciudadanía— supuestamente más contagiosa, más calurosa o “movida” que otros conglomerados europeos. En un vagón del metro viajan cinco, diez, quince espléndidas muchachas, en cuyo físico confluyen la exuberancia de lo latino y la delicadeza de lo nórdico. Nadie las mira. No miran a nadie. Desde uno y otro bando, se aparta rápidamente la vista. Según la perspectiva de un vecino del barrio de San Leopoldo, en La Habana, semejante escenario no debiera ser desperdiciado, tanta belleza reunida ameritaría una respuesta contundente, desalmidonada. Para el emigrante cubano, desde un punto de vista exclusivamente sexual, o sensual, el Occidente entrevisto en Europa reúne, curiosamente, las características de una sociedad cerrada.
Maneras simbióticas de encerrarse en sí mismo. Encierro de la carne diaspórica. Comida de la nostalgia desenfrenada que busca referencias visuales en el largo insilio de un pasado que se fuga al presente, o del cual se huye hacia el futuro.
Desde luego, para aprehender esta visión habría que explorar ciertas señas de identidad. En lo cubano confluyen combinaciones emancipadoras y hasta particularidades geográficas que hacen del sujeto nacional una suerte de irreverente, e incansable, “canita al aire” errabunda. La influencia africana, que toma asiento en sociedad a través del arte, la religión y la mezcla racial, se posesiona del cuerpo isleño regalándole un sentido del ritmo y una manera de entender la sexualidad absolutamente desinhibida. Incluso en la religión, la sensualidad de colores, texturas y formas desarrolla una simbiótica recreativa, como sugiere la instalación Santa Comida, del maestro Antoni Miralda. El sincretismo de concebir los Santos paganos con los Santos cristianos. Eleguá por un lado y San Antonio por el otro, Santa Bárbara y Shangó, Yemayá y la Virgen de Regla más un largo etcétera. Las aguas de la violación bautismal de la isla por sucesivas seudo-salvaciones.
En cualquier caso, en Cuba el cuerpo reina sobre la mente: despliega, enarbola, recrea sugerencias que casi siempre son órdenes para ésta. Y está “la maldita circunstancia del agua por todas partes” —violada y violando una y otra vez el archipiélago—, el desmedido evento de vivir 35 grados de humedad a la sombra, la sempiterna pelea del hombre y la mujer contra el clima, que ambos ganan a medida que se despojan de sus ropas. En un país donde el calor sofocante condiciona lo expresivo, la circunspección apenas tiene cabida.
Por añadidura, a partir de 1959 Cuba sufrió las consecuencias de un sistema político que, visto el asunto que nos ocupa, precipitó actitudes socialmente relativizadas, o parcialmente contenidas, en el espacio anterior al castrismo. La retórica fundamentalista del régimen totalitario, así como su control sobre el cuerpo social, hicieron que el cuerpo físico, el individuo de carne y hueso, se refugiara en sí mismo. A pesar de la represión metódica —que documentales clásicos como Conducta impropia, de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, reflejan minuciosamente—, pero también a consecuencia de ella, la libertad se ejerce hacia dentro, el ultrajado se rebela penetrando o dejándose penetrar por cuerpos amigos. Paradójicamente, la llamada “revolución” contribuye a ello desde diversos frentes: logra dinamitar la base moral de la familia, restándole autoridad a los padres; prohíbe, de facto, el ejercicio de la religión, cerrando los colegios católicos que existían en el país; con el pretexto de formar a la juventud en el amor al trabajo, la recluye en escuelas en el campo donde el sexo intergeneracional —de maestros con sus alumnos— alcanzan cotas difícilmente superables. Adicionalmente, desde 1959 tanto el divorcio como el aborto gozan en la Isla de facilidades institucionalmente infrecuentes en el resto del mundo. Signada por la carencia de casi todo, la nación redobla su promiscuidad a fuerza de interrupciones del sistema eléctrico, guardias militares, zonales, estudiantiles, programas masivos de trabajo supuestamente voluntario, discursos interminables… A fuerza, cómo no, de aburrimiento y gregarismo.
Con el advenimiento del totalitarismo en Cuba, el sexo acaba convirtiéndose en razón de ser, en fin en sí mismo: es fuga y conclusión, paliativo antropofágico. Tal vez por ello (crueldades aparte) el cubano es visto como alguien o algo informal, aparatoso pero leve, con esa irreverente levedad de quien una y otra vez posee y es poseído. También tal vez por ello, tras derivar en diáspora, el espíritu abierto de la sensualidad cubana, a falta de espacios cotidianamente entregados a la promiscuidad social, se refugia alternativamente en el arte y la literatura.
En la obra de los pintores Humberto Castro y Adrián Morales, por mencionar solo un par de casos emblemáticos, abundan ejemplos significativos de este espíritu sensual que halla realización en la diáspora. En los óleos Aguas claras e Invasión, de 2017 y 2001 respectivamente, Humberto propone inmersiones cuya belleza agónica evoca una erótica del desamparo. En La oreja de Courbet, técnica mixta sobre lienzo del año 2000, Adrián ironiza a partir del cuadro El nacimiento del mundo, del pintor francés, para profundizar en la libido como soporte auditivo, rebasando incluso, sorprendentemente, la inmediatez de lo visual.
¿Se sufre o se goza en Cuba? Se goza desesperadamente. Se sufre hasta lo caníbal. Pero en el espíritu de la diáspora cubana, en París, Barcelona, Miami, donde guerra avisada no mata soldados, lo promiscuo abandona parcialmente lo antropofágico para concentrarse en lo creativo. Ahí donde el nomadismo se refugia en el arte, en cuerpo y alma entregado a la imaginación.