
Esa noche fuimos a pasarla en casa del Poeta, en la colonia Alfonso XIII —tan oscura a toda hora que resulta uno de esos sitios que, en demasía, oscurecen a las noches.
Desde donde yo vivía, la colonia Molino de Rosas, con solo atravesar Rosa de Castilla ya me hallaba en la Alfonso XIII.
Pero esa noche fui, antes, a esperar a Gabriela en la estación Mixcoac del metro. Ella no sabría llegar por su cuenta a la casa del Poeta. Vivía en el sur del país, muy hacia el sur. Venía a la Ciudad de México cada cierto tiempo —o sería más exacto decir: cada vez que podía— y se albergaba en casa de una tía, quien vivía cerca del metro Etiopía y me odiaba sin límites. Me odiaba, le había confiado a Gabriela, por mi nacionalidad y por mi oficio de escribir versos y novelas.
Ella llegó puntual a la cita en el metro Mixcoac y traía el pollo rostizado que habíamos acordado. El pollo rostizado era nuestro aporte para la cena con el Poeta. Habíamos decidido que ella lo comprara allí, cerca del metro Etiopía, donde, según nuestras experiencias, resultaba un poquito más barato.
Era 31 de diciembre. Gabriela y yo habíamos concebido varias cuentas y ninguna nos daba como para, sumado el dinero de ambos, ir a algún sitio, al menos regular, a despedir el año —o esperarlo, depende de cómo se quiera ver.
El Poeta sí tendría dinero, pero no estaría bien que lo tirara para celebrar, en el lugar que fuese, aun de muy bajo costo, invitando a una pareja de amantes tan frágil —quede claro: la “pareja frágil”, no los amantes.
Ya desde el otoño habíamos acordado pasar el fin de año juntos, los tres, viniera como viniera el destino —que incluye dinero.
Y bueno, eso de “pareja frágil” era muy relativo, acostumbraba decir Gabriela. Ella pensaba que, en fecha no exageradamente lejana, podríamos vivir juntos, si bien fuese en un apartamento de tercera de la Ciudad de México.
Allí, en la Alfonso XIII, el Poeta vivía en un condominio pequeño, en un apartamento, también pequeño, en los altos.
Él no tenía teléfono fijo, sino uno celular que exigía que las llamadas resultaran muy costosas. Esto lo digo porque, próximo al 31 de diciembre, para puntualizar la “fiesta”, Gabriela, él y yo debimos “movernos” bastante vía telefónica —un gasto extra.
La vivienda del Poeta tenía un dormitorio chico y era chica la sala donde había un sofá también breve, dos butacas y un escritorio igual con una computadora.
Antes de la medianoche, celebramos con cervezas y rones invitados por el Poeta. Yo hacía tiempo que no bailaba, pero entonces Gabriela me invitó: ella había traído unos discos de música cubana que puso a correr en la radiograbadora del Poeta.
Casi a medianoche le dije a Gabriela que debía llamar por teléfono desde el público de allá abajo. Ella sabía que yo vivía con la señora Rosario —de mucha más edad que yo— y que me debía a ella en alta medida, materialmente hablando. Y me decía, Gabriela, a cada rato, que esperaba ese día feliz en que yo no tuviese que depender de Rosario.
La casi medianoche estaba muy fría y tan oscura que parecía mentira. Rosario no creería para nada mi cuento de que continuaba en el hospital, a la espera del dictamen clínico sobre mi amigo Andrés, quien, según un aviso que me habían enviado, de repente se había enfermado en la tarde, como le dije a ella al salir de casa. Ella no me creía nada, yo sabía que ella no me creía y que ella sabía que yo sabía que ella no me creía. Pero seguíamos mintiéndonos. Nos necesitábamos mutuamente. Sin embargo, esa noche del 31 de diciembre, cuando, por teléfono, me despedía y le deseaba buenaventura para el próximo año que estaba a punto de comenzar, pronunció entre dientes: “Qué gacho eres, hijo de tu puta madre”.
El Poeta, de acuerdo con noticias llegadas de boca a boca, murió en un campo distante de la Ciudad de México y lo enterraron en un cementerio cercano de ese lugar; sus amigos en común nunca supimos por qué fue a dar a aquel sitio. Lo último que supe de Rosario, hace ya mucho tiempo, fue que echaba el final en un asilo de ancianos. Han pasado más de veinticinco años de que Gabriela me avisara que iba de vuelta a su ciudad, allá, muy hacia el sur, para regresar a la Ciudad de México a fin de mes, y nunca más he sabido de ella.
Hoy es domingo 19 de enero de 2025 y, desde hace tiempo, yo no sé bien dónde estoy. Tengo la impresión de que habito en un limbo irreversible.