Matarlos a todos: el último acto de amor homicida

Imagen cortesía Pixabay

[…] Conozco la colina,

he estado a punto de subir y descubrirla

camino de un repetido viaje.

Antonio José Ponte


Salir ilesos luego de leer un poemario como Para matarlos a todos, de Juan Carlos Recio, es una utopía. Dígase desde ya: no es un libro que se ande por las ramas, y muchísimo menos se trata de un discurso poético para pasar el rato y después charlar que se ha leído otro libro más. En Para matarlos a todos, publicado por Neo Club Ediciones con un exquisito prólogo de Edelmis Anoceto, la propia existencia [lo que suponemos que es o que vivimos] pierde ese sentido paternalista donde las promesas suelen usarse como decorados o, en el mejor de los casos, como una colina que evadimos en repetidos viajes.

Inicia este volumen el texto Si me vas a leer ‒áspero y hermoso al unísono‒ donde el autor nos avisa que la singladura a través de este conjunto de poemas será descarnada, no apta para quienes se contraindican el vértigo, que acudiremos al incendio de todos los cimientos y de todas aquellas construcciones mentales que erigimos y que nombramos sociedad.

Tomo ron con los perdidos,

no hablo mal de ellos,

solo dejo que me enamoren

por las veces que sin saberlo

han sido los cobardes

en asumir con valentía

la inutilidad de sus derrotas.

 

Igual pasa con los amigos

que nunca fueron para siempre,

no es como sacar un muerto a tomar sol

ni danzar en los entierros

de aquellos vivos que enarbolan

su soga al cuello

ni los otros que han dicho

que sus muertes hablan

y se fueron a los ríos revueltos

intentando pescar una imagen ridícula

de lo que ya fueron.

Todos nos hemos preguntado, al menos en una ocasión, qué es en realidad un poeta, cómo se llega a serlo, cuáles páramos, cuáles pecados o cuáles tangencias son necesarias para alcanzar tales méritos. Leer a Juan Carlos Recio propicia todas y cada una de esas interrogantes. Con solo leer este poemario, bastaría para llegar a tales certezas sin novedades en el frente. Pese a cualquier esfuerzo, ninguna perspectiva antropológica ‒ni de otra índole‒ podría abarcar los misterios de un poeta y su trance, su prende, su licencia de matar. La poesía solo es posible cuando se derrotan a las derrotas, cuando se supera la educación formal y el abalorio de mordazas llamado “civilización”. En Soplos de los misterios que a tus espaldas se empinan su autor no deja margen a la salvación. Todo es incinerado y, en todo caso, acudimos a la verdadera razón de ser y estar:

A ver si te hundes por desgracia

cuando el sonido de tu alma

a nadie que no sea tú, les ilumine.

 

A ver si fraguas algo palpable

y no te aprietas tanto a la zozobra.

 

A ver si te rajas de cabo de puñal dibujado en un lienzo

con hilos de sangre de aquello que imaginaste

ante el dolor de los que dijeron te enseñarían a cruzar

caminos ásperos sobre un alma muy lírica.

 

A ver si la mala palabra desembarca

por fin en tu semblante

de fineza casi a punto de resquebrajar.

A uno le queda en ello el aliento muy seco

sin ponerse a dar gritos porque al final te ves

tan desnuda y frágil como una cáscara de fruta

bajo un vendaval de lluvia

en una ruta que todos desconocen.

 

A ver si separas el miedo al entrecejo

la ruindad del cobarde que te frota

la espalda con el polvo

de algunos de los huesos robados

de algunos entierros muy turbios

que han servido de abono

para ingenuas margaritas.

 

A ver si por tus pechos resbala

esa idea de quienes clavan en tus espaldas siempre,

son vientos misteriosos que te roban

los sueños de que el lobo deja de ser feroz

si en su intimidad de mujer también ha nacido

la voluntad divina de barnizar una costilla.

Mírate, cómo vas a ser

verdugo y estéril ante su propia limosna.

 

A ver si alguna vez

descansas de tus ríos subterráneos,

esos desmanes de quien ciego y audaz

se arrastra muy profundo por inexplicables territorios.

 

A ver si el año próximo asumes un olvido

y en vez de memorizar en la tristeza

te vas a hundir en la dulzura

de uno de esos besos que cuando no se mendigan

se parecen a la gloria.

Mientras, te puedo padecer sentado

en el silencioso banco de la nada

sobre sus cuatro patas bien sembradas

en esos soplos de misterio que a tus espaldas se empinan.

Ni siquiera la isla ‒en definitiva la luz que ilumina y mata‒ escapa al emplazamiento implacable que Juan Carlos Recio ejerce, no a la simplista manera de juicio final, sino de quien se deshace del aire viciado que ejecutan seis décadas sobre nuestros razonamientos o maneras de abordarnos con respecto a ese lugar. Se necesita más que un espíritu temerario para escribir un poema como Cuba, en un siglo donde impera la moda de confundir patria con una ruleta rusa. Encontrar autores con esta valía sí es un oficio de titanes. Encontrar un poeta que solo transita la caída libre desde el acto poético sin intermediarios es un oficio al que muchos renegaron en nombre de la reconciliación:

No existen dos noches

ni dos patrias

ni dos entierros

ni dos vidas al menos en esta.

 

No se puede volver,

no está escrito el regreso,

nadie regresa hacia un lugar de origen

porque aquello

—que estuvo en el mismo sitio—

aunque lo parezca,

ya no será posible verlo

con las mismas clarividencias,

es decir, no ves lo que ya viste

porque nunca es inmóvil

el tiempo del mortal.

 

Todo se basa en ese ir y venir

de un escape a otro,

y la realidad es que, aun así, en círculos,

nos vamos acercando a lo desconocido.

 

No vives un pasado,

vas en el destino hacia el encuentro

y es lo que vendrá.

 

Digo que ni aún en sombras

puedes ver tu espalda

ni la inmensidad que dejas,

nada de lo que fue puede recogerse,

ni siquiera lo que pudo ser del paraíso.

 

No es como la vanidad o lo fatal

que siempre asume las cosas

por las que quieres convencerte

que posees tu destino.

 

Es una ley que impone su naturaleza

y es por muchas vueltas,

atajos y caminos,

la única dirección que nunca necesitaría

algún viento, ni otra legitimidad.

 

Solo se va hacia lo que es inevitable,

como pasa cuando se encuentran

las almas gemelas que siempre

fueron guiadas por su presentimiento.

Para matarlos a todos no es un poemario para recomendar; es un poemario que no debe dejar de leerse si en verdad, mañana, queremos hablar sobre poesía y de poetas que marcaron impronta. Nunca será menester de una reseña ubicar a un poeta y su obra en equis generación, o equis academia o equis tramo de tiempo. Incluso no debería ser menester ni de críticas o presentaciones. La poesía existió mucho antes que toda esa urdimbre; mucho antes que esas quejas o reclamos. Y precisamente Juan Carlos Recio lo deja más que claro en un poema sobrecogedor como La tarea difícil:

Todos los cazadores han dicho

cómo coser tu lengua,

han puesto al vapor tus mejores deseos

y aún no quieres olvidarte y regresar

a esos lugares maldecidos que te cuelgan,

despintados.

 

Líneas tuyas que han quemado con saña.

 

Eres la conquista de tu conquista que se afloja,

líquido y sombra de ti mismo:

pero no puedes evitar rasgarle los signos

miras de cabeza como si te apuntaran

al espacio que te aplasta y es solo el cielo.

 

Te has ido, te irás siempre hasta la consigna,

hundido en esos pesares de quien tuvo

el farol delante de los pasos,

que luego de soplo se apagó

y que nadie sabe encenderte.

 

Enciéndete tú, pare luz,

y nunca digas no, ni por cansancio.

El heroísmo también existe entre los poetas, por qué no. Lo que ratifica que tales heroicidades no se asemejan en nada a nuestras confusas concepciones sobre lo heroico, es una poesía escrita desde la poesía. Es decir, Para matarlos a todos y Juan Carlos Recio. La poesía es verdad, y la verdad ‒amén de nuestros rubores e hipocresías‒ es en sí misma un acto dable en exclusivo para poetas. Recuérdese que la poesía fue primero y después todo lo demás. Habrá quienes se espanten porque siempre habrá miedos y cobardías [se parecen, pero no tanto]; siempre habrán trasnochados y delirantes; suicidas épicos y escoliastas de las tonterías sociales. Ninguno de estos asuntos comulga con el estrepitoso oficio de hacer poesía para derribar dioses.

Cuando no queden lugares donde esconderse y la lluvia sea, en ese preciso momento, la bendición más déspota, quedará este poemario como recordatorio de que hubo un poeta que no vendió su alma ni cedió al dolor de la deslealtad. Un poema como Botella fuera del agua es la premonición del día que vendrá después de mañana:

Esas personas que siempre te ofrecen

un fragmento de la felicidad que ni siquiera es tuya

abandónalas.

 

Los tiranos ofrecen un poco más

incluso te lo racionan

a ellos no les basta que los dejes,

merecen que ayudes para asesinarlos.

 

Ahora, si vuelves a pisar fragmentos

que nunca serán tuyos

haz como el avestruz

lo único que de ti perdemos

es el dolor del vientre

cuando tu madre trajo

ese fragmento de lo que eres

y la partera no supo curar

la tripa que en vez de a su ombligo

parecía prendida

a algunos de los corazones

que ciertos canallas también ofrecen

como le pasa a la presidiaria

cuando camina ajena por el desfiladero.