Poesía contra la presión de los límites

Entre los vahídos de un oscuro rincón de provincia, al oriente de Cuba, hay un poeta que se aburre “colgado en la flema del domingo.” Así que de vez en vez saca la cabeza para desahogarse haciéndole muecas a todos los demás poetas, y a la poesía incluso: “Hartan Lorca Machado el buen Lezama./ Y cada una de sus débiles conjugaciones”… Ciertos escritores de la capital/aletean fervorosos porque acaban de encontrar a C. Bukowski. Dios nos/ayude… “Fitzgerald, asere: cruda es la noche/a este lado del paraíso”.

El poemario Pop rural, de José Alberto Velázquez, puede ser recibido por algunos con prevención o desconcierto o renuencia. Para algunos otros, entre los que me cuento, viene a constituir un afortunado hallazgo. En todo caso, lo difícil es que pase inadvertido.

Sus versos son como anotaciones para uno de esos dietarios donde se deja constancia de lo que necesitamos recordar, aunque en este caso parece que el poeta más bien anota lo que desea olvidar: pasajes de una épica íntima que es vestigio y refutación de las miserias que lo acorralan. La desacralización del yo poético, la simple contundencia de lo real, en caso de que lo real sea algo (pues ya sabemos que la realidad nunca es real por sí misma), adquieren aquí una fuerza inusitada no sólo a través de las palabras, sino también de ciertas estructuras sintácticas que viran al revés el verso, como para mostrarnos de trasluz algo de lo mucho y bueno que todavía nos falta por explorar en un género en el que presumiblemente ya todo ha sido dicho y en todas las variantes posibles.

Es poesía contra la presión de los límites. Y Velázquez se luce alebrestándola a su modo en un entorno -expresivo, que es mucho más que geográfico- donde campea el hartazgo y también un cierto agotamiento o impotencia para dar cauce a las conminatorias del espíritu.

Poesía que araña la comodidad de los lectores etéreos (“Esta es la secuencia de la película/donde Jack Nicholson comienza a parecer Perugorría”); o que sonroja a los poetas melindrosos (“La eternidad es martillarse un dedo”); o que no será aplaudida por nuestra fauna de nuevos mambises de foro y pancarta (“—Necesito más héroes./—Aprieta aquel botón./—Ya veo”… “Soy el que no se acuesta sobre la granada/ para que sus compas huyan./ Soy el primero en correr,/ eso sí, mencionando las madres de los enemigos”.

¿Cínica?, sí. ¿Procaz?, desde luego. ¿Sarcástica, lúdica, paródica, perifrástica…? No podría ser menos. Es la voz de un poeta solitario y amargo como casi todos, pero que, a diferencia de muchos, se ha empeñado en comunicarnos lo saludable que resulta conectar con su mundo renunciando al recato y a las inmarcesibles refulgencias del genio.

Asimismo es voz que sirve de conducto a una muy particular inteligencia. No de otra manera se explica que siendo tan ríspida, la poesía de Pop rural resulte placentera. Y hasta muy divertida, sin que al parecer ello estuviese en los planes del poeta. Pues tengo para mí que el complemento jocoso, presente en casi todos los poemas del libro (y a veces en casi todos los versos), es como sedimento de la acritud y de la roña, es sustancia esencial que se libera mediante el estallido de un buen cabreo. Velázquez no debió proponerse escribir un poemario divertido (¿quién se lo propone?), pero ese es el resultado, y me parece tanto más redondo cuanto más espontánea o inconscientemente le saliera.

No voy a decir que estamos ante uno de los mejores poetas de su generación porque no creo en la aldeana simpleza de las generaciones, y tampoco creo que eso signifique algo para Velázquez ni para nadie. Lo que digo es que en los versos de Pop rural aprecio el valor de lo genuino y que me ha dado muchísimo gusto leer este libro, premiado en el concurso de poesía Dulce María Loynaz 2019, que convoca el proyecto Puente a la Vista.

Puede ocurrir que alguien ponga en duda su originalidad trayendo por los pelos la antipoesía de Nicanor Parra, en cuyos orígenes, por demás, estuvieron los antipoemas de Henri Pichette y cuyo estilo no es ajeno a la influencia del dadaísmo o de Apollinaire o aun de Wordsworth, entre algunos otros. Es lo que sucede siempre que intentamos determinar cuál nació de cuál entre el huevo y la gallina. Así que no vale la pena que alarguemos esto con el recuento de las visibles desemejanzas entre los antipoemas de Parra y las anotaciones de Velázquez para su dietario poético. O tal vez baste con la mención de una diferencia radical: para Parra, el súper objetivo no era valorar sino describir; los versos de Pop rural ponen énfasis en lo valorativo. Velázquez lo valora todo, aunque a su modo y a disgusto: “Ya estoy pontificando. Puah.”

Igual se distancia de los antipoetas (o de los exterioristas que en el mundo han sido y son dados a lo trivial y predecible), por la carga de melancolía que implosiona en su versificación provocadora, desafiante. Por más que no me queda claro si el factor melancólico es para él otra adjunción no razonada. Tampoco necesitaría razonarla. José Alberto Velázquez demuestra ser un poeta de raza. Y en poesía, lo consciente suele ser superfluo.


 

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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.