Este cuento no es de los más conocidos de Cortázar. Quizá porque no está en la cuerda de lo fantástico, que suele ser la tendencia suya que más aclama el público. Además, es sumamente gracioso, una línea que no estaba entre las más fuertes del argentino. Pero es magnífico. Después de haber vuelto a él muchísimas veces, siempre termino de releerlo con una carcajada, como si fuera la primera vez. Pertenece a su libro La vuelta al día en ochenta mundos, de 1968.
Identidad y presencia
A Solano le tocó acarrear el pésame en nombre de los compañeros de oficina del difunto, changa que lo abrumó al punto de buscar apoyo moral en el mostrador de un bar de la calle Talcahuano donde ya estaba Copitas en abierta demostración de lo aceptado del sobrenombre. A la sexta grapa Copitas condescendió a acompañar a Solano para levantarle el ánimo, y cayeron al velorio en alto grado de emoción etílica.
Le tocó a Copitas entrar primero en la capilla ardiente, y aunque en su vida había visto al muerto, se acercó al ataúd, lo contempló recogido, y volviéndose a Solano le dijo con ese tono que sólo suscitan y quizá oyen los finados:
–Está idéntico.
A Solano esto le produjo un ataque de hilaridad que sólo pudo disimular abrazando estrechamente a Copitas, que a su vez lloraba de risa, y así se quedaron tres minutos, sacudidos los hombros por terribles estremecimientos, hasta que uno de los hermanos del difunto que conocía vagamente a Solano se les acercó para consolarlos.
–Créanme, señores, jamás me hubiera imaginado que en la oficina lo querían tanto a Pedro –dijo.