Fragmento de Un mariachi viejo. Novela inédita de Félix Luis Viera
Érika me llamó al periódico para proponerme buscarme cuando terminara mi jornada.
Me dijo: “Hoy amanecí ardorosa contigo”.
Me pareció que su voz tenía algún acento lascivo.
Cuando nos encontramos frente al edificio me abrazó mientras me decía de nuevo: “Hoy amanecí ardorosa contigo”. Se quedó recostada en mi pecho y agregó: “Lo tengo humeando”.
Serían las 5 y un poquito y yo había estado en la redacción desde las 6 de la mañana.
Al mediodía Cinthya me había hablado por teléfono a ver si le daba el visto bueno para la disposición —la tenía en mente, me había dicho antes— en que ubicaría los muebles en el apartamento. Le contesté que estaría en el periódico hasta la noche, medianoche quizás, y que confiaba en su buen gusto, seguramente la disposición resultaría genial. Ahora, le dije, afable, no tenía tiempo para que me relatara la ubicación de los muebles.
El hotel de urgencia que nos quedaba más cerca se hallaba en Callejón del Hormiguero, inmediatamente después de pasar San Miguel si se viene de sur a norte. Le describí la ubicación, el exterior, algo del interior. Lo había leído en un reportaje que revisara en el periódico.
Me replicó —con tono profesoral— que en hoteles como ese abundaban las bacterias, porque no son muy salubres las medidas. ¿Y acaso yo no sabía que el Virus del Papiloma Humano podía permanecer vivo hasta siete días en una superficie sin asepsia? Y añadió que la zona no era un ejemplo de seguridad precisamente, a ver si no nos aventaban cuatro balazos.
Quedó mirando hacia el final de la calle, a lo alto, y se explayó en sus ojos la luz de la tarde. Como otras veces, sentí que la luz azuleaba al encontrarse con sus ojos.
Dijo, si mirarme, con la vista aún hacia lo lejos, como si hablara sola: “Y otra vez quieres verme la cara de pendeja, cachorrito: ¿Crees que me trago el cuento de que sabes de ese hotel por el periódico? Ah, qué casualidad, hombre… Sabrá Dios con cuántas malvivientes habrás magullado sus sábanas… Si es lo que digo: eres carne de burdel, carajos…”
Le repetí que no valdría la pena costear toda la noche en un hotel de los clásicos cuando en realidad estaríamos solo un rato.
Se detuvo y me instó a que lo hiciera. Miró hacia el piso. Tomó la expresión de quien reflexiona. Se frotó las manos y se quejó del frío. Dijo:
—Bueno…, en realidad yo con par de horas resuelvo ese problema —aspiró con fuerza, como si le faltara el aire, y añadió mirándome, sonriendo; eran la mirada y la sonrisa de aquella primera vez en el metro—: Te voy a convertir en escombros, cachorrito. Ya verás…
Cuando entrábamos, como si pensara en voz alta: “Cuántas parejas pasarán diariamente por la misma habitación, cachorrito…; ¿diez o más acaso?”. Se detuvo. El vestíbulo estaba penumbroso. Fui a dar el paso hacia donde el carpetero —tras un mostrador, breve de ancho, pero más alto que el promedio, en un área aún más sombría—, pero me detuvo agarrándome por el codo.
Me miró con una traza de angustia. Se apretujó contra mí. Le pregunté en susurro si mejor nos íbamos en busca de otro sitio. Respondió también susurrando “No, vamos a confiar en la bondad de Dios”.
La llave en una argolla prendida a una lista de madera sin pulir donde rezaba el número de la habitación. Era en el tercer piso.
Las escaleras manchadas como desde siempre; más pústulas que pátina; rayas de churre al parecer recientes de un paso en otro.
De pronto ella detuvo el andar para decirme con tono de mamá: “Y no se te vaya a ocurrir posarte en la taza del baño”.
El cuarto también sombrío. No tanto como el vestíbulo y las escaleras, pero sombrío.
Los muros de los pasillos, el edredón, las paredes, el piso de diversos tonos cafés, rojizos, amarillos oscuro.
Ella me dijo: “Imposible que si conocías este sitio nada más por un reportaje, supieras con tanta exactitud dónde se hallaba el recepcionista… pero esta te la voy a dejar pasar, ruquito… esta y nomás, no te ilusiones…”. Fui a alegarle pero me cortó el arranque: “Déjalo así, roble… eso pasó cuando no estábamos ni la aborigen ni yo… Que si lo haces ahora sí te madreo, me cae que te madreo…”. Y agregó aniñando la voz: “Necesito que me la conectes lo antes posible, mi rey”.
Me pidió que me desnudara urgentemente mientras ella hacía lo mismo y decía tres o cuatro veces: “Estoy necesitada de que nos empalmemos pero ya”. Su voz, por retazos, entrecortada, la respiración desordenada. Sentada en una silla de fierro color café, con asiento y respaldo mullidos y de tela rojiza. Tiró las prendas hacia cualquier rumbo —un zapato contra la pielera de la cama, el sostén adonde la parte superior de la cabecera, que asemejaba lo que parecía ser un corazón (café oscuro) expandido hacia sus lados.
Sin desacelerar, situó reloj, pulso, pendientes y abalorios en el mostrador del tocador —excepcionalmente azul oscuro, si bien neblinoso—. Yo ya estaba sin ropas. Fui a meterme en la cama. “No, quédate de pie”, dijo, y luego: “Órale, cabrón”, y se acuclilló y comenzó una felación que por momentos sospeché que sería interminable —como una mujer hembra con decenios de experiencia en este quehacer.
Acezando y con tono de orden:
—Ahora acuéstate bocarriba y deja montarme, por favor.
Y eso no tuvo límites.