Amoldando relámpagos

Debe ser verdad aquello de que los libros que nos gustan empiezan para nosotros cuando terminamos de leerlos. Pues, luego de haber leído de un tirón el poemario Mapa de las certezas, de Juan Carlos Mirabal, no pude resistirme a las ganas de recomenzar por la primera página, leyendo incluso varias veces cada una de sus piezas. ¿Será que el autor aplica a la obra algún mañoso cebo para atraparnos bajo su fuerza gravitatoria? O tal vez sea que no premeditó efecto alguno y todo ha corrido a cargo del estado de gracia bajo el cual se rompió el lomo tallando cada verso.

Algo sí me parece seguro y es que una de las razones por las que este poemario absorbe (o al menos me absorbió a mí) es porque a su autor le chiflan las palabras. Diría que se divierte entresacándolas antes de emplearlas con suma meticulosidad. Las sopesa, las remueve, las lustra, las enrosca y estira, devenido una especie de Zeus criollo amoldando relámpagos como si fueran de alambre dulce:

Rapsoda de un motín silente/ el misterioso animal nos presta su oído/ viste sin sombra y descoloca a las piedras/ ilustra un catálogo de insectos que brillan/ como el ojo en que la muerte se baña fortalecida… La palabra poética (que es morada del ser, según Heidegger) resulta percibida en “Mapa de las certezas” no como simple vestigio de lo que nombra, sino más bien como fuente para nuevas asociaciones. Pongamos que añade atributos al objeto nombrado, redimensionándolo. “… en un solo/ huesito de colibrí/ la luz exhibe toda su castidad. Es poesía en estado cuasi virginal, quiero decir predispuesta para enriquecer las funciones y las capacidades estructurales del lenguaje.

De modo que cuando volvemos una y otra y otra vez a las piezas del libro, no lo hacemos como requerimiento para entenderlas mejor, por más que el riesgo de no ser entendido alinea siempre entre las virtudes de todo buen poema. Pero en este caso no nos guía exactamente el apremio por entender, sino el afán por empaparnos de algo sustancial -y un tanto mágico quizá- que sus poemas destilan.

La fecundidad tropológica de Juan Carlos imprime a las palabras ciertos fines que sobrepasan su papel como representaciones gráficas. Ello debió ser determinante para que en el libro no se aprecien altibajos. Todos los poemas discurren dentro de un armonioso nivel cualitativo. Son cápsulas cuya fulminante brillantez revela la dedicación (o aun la obsesión) por un tipo de poesía que mucho más que para razonar, parece estar fraguada para la nemotecnia, para la provocación de emociones, y también, ¿por qué no?, para mantener en vilo al lector, siempre a la espera del próximo flechazo metafórico. Versos que evocan la amargura en los viveros del silencio, o que encaran la muerte y el olvido como pájaros posados en la voz de un ángel. Versos donde las madres ordeñan crucifijos de supersticiones y donde los políticos liban fortunas en el muladar de las tinieblas…

El poeta vive la metáfora, ha proclamado en una de sus piezas el autor de este libro. Habría que añadir que en su caso la metáfora parece vivir asimismo en el poeta. Pero como esencia, nunca como finalidad ni en tanto simple aderezo. Porque además vive autónoma, hasta un punto en que tiende a expandirse, contracorriente, desbordando el sintagma. Es cuando el poeta ensarta descripciones que en realidad son abstracciones en las que cada verso configura un poema por sí solo: Nevada de candelabros asoma en la noche,/ cae el silencio como un pájaro en la profundidad del ojo./ Ya no cojea sobre el péndulo el círculo de la escritura,/ ya todo se ha dicho menos lo que los muertos saben:/ la llave con que la sombra entra al monte/ trasciende el arpa de cortadas ruinas

Esto no significa que en Mapa de las certezas toda la potencia se concentre en la forma, en las glaciales armazones sonoras. Poeta por donde quiera que se le mire, Juan Carlos Mirabal es por igual un indeliberado valedor de la ternura. Algo que diáfanamente queda puesto en perspectiva en este poemario: Si la abuela se despide,/ el oro en sombras hechiza/ al espejo en desuso./ Pero si la abuela no regresa,/ la muerte se cambia el nombre/ y un barco silencioso baja/ diamantes del cielo


 

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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.