Poemas de Gastón Baquero

El orgullo común por la poesía nuestra de antaño, escrita en o lejos de Cuba, se alimenta cada día, al menos en mí, por la poesía que hacen hoy -¡y seguirán haciendo mañana y siempre!- los que viven en Cuba como los que viven fuera de ella. Hay en ambas riberas jóvenes maravillosos ¡Benditos sean! Nada puede secar el árbol de la poesía.

Gastón Baquero, 1991


Gastón Baquero es una constante referencia recurrente –un puente de unión– entre todos los poetas cubanos, residan dentro o fuera de la Isla, y su obra poética, su ensayística y su no menos importante periodismo cultural se valoran en las letras hispanas como una de las grandes voces del pasado siglo XX. Este 15 de mayo se cumplen 24 años de su fallecimiento en Madrid.

Selección de poemas (fragmento):


Qué pasa, qué está pasando

Qué pasa, qué está pasando siempre debajo del jardín

que las rosas acuden sin descanso.

Qué está pasando siempre bajo ese oscuro espejo

donde nada se oculta ni disuelve.

Qué pasa, qué está pasando siempre debajo de la sombra

que las rosas perecen y renacen.

Que nunca se desmiente su figura,

que son eternas sombras, idénticos recuerdos.

Qué está pasando siempre bajo la tierra oscura

donde la luz levanta rubias alas

y se despliega límpida y sonora.

Qué está pasando siempre bajo el cuerpo secreto de la rosa

que no puede negarse el cielo temporal de los jardines,

que no puede evitar el ser la rosa, precisa voluntad, sueño visible.

Qué pasa, qué está pasando siempre sobre mi corazón

que me siento doliéndola a la sombra,

estorbándole al aire su perfil y su espacio.

Y nunca accedo a destruir su nombre,

y no aprendo a olvidarme, y a morir lentamente sin deseos,

como la rosa límpida y sonora que nace de lo oscuro.

Que se inclina hacia el seno impasible de la tierra

confiando en que la luz la está esperando, creándose la luz,

eternamente fija y  libertada bajo el cuerpo secreto de la rosa.

(Poemas, La Habana, 1942).

.

Memorial de un testigo

I

Cuando Juan Sebastián comenzó a escribir Cantata del café,

yo estaba allí:

llevaba sobre sus hombros, con la punta de los dedos,

el compás de la zarabanda.

Un poco antes,

cuando el siñorino Rafael subió a pintar las cameranas vaticanas

alguien que era yo le alcanzaba un poquito de blanco sonoro

bermejo,

y otras gotas de azul virginal, mezclando y atenuando,

hasta poner entre ambos en la pared el sol parido otra vez,

como el huevo de una gallina alimentada con azul de Metilene.

¿Y quién les sostenía el candelabro a Mozart,

cuando simboliteaba (con la lengua entre los dientecillos de ratón)

los misterios de la Flauta y el dale que dale al Pajarero

y a la Papagina?

¿Quién con la otra mano, le tendía un alón de pollo y un vasito

de vino?

Pero si también yo estaba allí, en el Allí de un Espacio escribible

con mayúsculas,

en el instante en que el Señor Consejero mojaba la pluma de ganso

egandino,

y tras, tras, ponía en la hojita blanca (que yo iba secando con

acedera meticulosamente)

Elegía de Marienbad, anén de sus lágrimas.

Y también allí, haciendo el palafrenero,

cuando tuvo que tomar de las bridas al caballo del Corso

y echar a correo Waterloo abajo. Y allí, de prisa, un tantito

más lejos, yo estaba

junto a un hombre pomuloso y triste, feo más bien y demasiado

claro,

quien se levantó como un espantapájaros en medio de un

cementerio, y se arrancó diciendo:

Four score and seven years ago.

Y era yo además quien, jadeante, venía (un tierno gramo de ébano

corre por las orillas de Manajata)

de haber dejado en la puerta de un hombre castamente erótico

como el agua,

llamado Walterio, Walterio Whitman, si no olvido,

una cesta de naranjas y unos repollos morados para su caldo,

envío secretísimo de una tía suya, cuyo rígido esposo no consentía

tratos

con el poco decente gigantón oloroso a colonia.

II

Ya antes de todo tiempo yo había participado mucho. Estuve

presente

(sirviendo copas de licor, moviendo cortinajes, entregando

almohadones, cierto, pero estuve presente),

en la conversación primera de Cayo Julio con la Reina del Nilo:

una obra de arte, os lo digo, una deliciosa anticipación del

psicoanálisis y de la radioactividad.

La reina llevaba cubierta de velos rojos su túnica amarilla,

y el romano exhibía en cada uno de sus dedos un topacio

descomunal, homenaje frustrado

a los ojos de la Asombrosa Señora. ¿Quién, quién pudo engañarle

a él, azor tan sagaz, mintiéndole el color de aquellos ojos?

Nosotros en la intimidad le decíamos Ojito de Perdiz y Carita

de Tucán,

pero en público la mencionábamos reverentemente como Hija

del Sol y Señora del Nilo,

y conocíamos el secreto de aquellos ojos, que se abrían grises con

el albor de la mañana,

y verdecían lentamente con el atardecer.

III

Luego bajé a saltos las escaleras del tiempo, o las subí, ¡quién

sabe!

para ayudar un día a ponerse los rojos calzones al Rey Sol

en persona

(la música de Lalande nos permitía bailar mientras trabajábamos):

y fui yo quien en Yuste sirvió su primera sopita de ajos al Rey,

ya tenía la boca sumida, y le daba cierto trabajo masticar el pan,

y entré luego al cementerio para acompañar los restos de Monsieur

Blas Pascal,

que se iba solo, efectivamente solo, pues nadie murió con él

ni muere con nadie.

¡Ay, las cosas que he visto sirviendo de distracción al hombre

y engañándole sobre su destino!

Un día, dejadme recordad, vi a Fra Angélico descubrir la luz

de cien mil watios,

y escuché a Schubert, en persona, canturreando en su cuarto

la Bella Molinera.

No sé si antes o después o siempre o nunca, pero yo estaba allí,

asomado a todo

y todo se me confunde en la memoria, todo ha sido lo mismo:

un muerto al final, un adiós, unas ceniza revoladas, ¡pero no

un olvido!

porque hubo testigos, y habrá testigos, y si no es hombre será

el cielo quien recuerde siempre

que ha pasado un rumoroso cortejo, lleno de vestimentas

y sonatas, lleno de esperanzas

y rehuyendo el temor: siempre habrá un testigo que verá

convertirse en columnilla de humo

lo que fue una meditación o una sinfonía, y siempre renaciendo.

IV

Yo estuve allí,

alcanzándole su roja peluca a Antonio Vivaldi cuando se disponía

a cantar el Dixit,

yo estuve allí, afilando los lápices de Mister Isaac Newton, el de

los números como patitas de mosca,

y unos días después fui el atribulado espectador de aquel médico

candoroso

que intentaba levantar una muralla entre el ceñudo

portaestandarte Cristóbal Rilke

y la muerte que él, dignamente, se había celosamente preparado.

Sobre los hombros de Juan Sebastián,

con la punta de los dedos, yo llevaba el compás de la zarabanda.

Y no olvido nunca,

guardo memoria de cada uno de los trajes de fiesta del Duque

de Gandía, pero de éstos,

de estos rojos tulipanes punteaditos de oro, de estos tulipanes

que adornan mi ventana,

ya no sé si me fueron regalados por Cristina de Suecia o por

Eleonora Duse.


El gato personal del conde Cagliostro

Tuve un gato llamado Tamerlán.

Se alimentaba solamente con poemas de Emily Dickinson,

y melodías de Schubert.

Viajaba conmigo: en París

le servían inútilmente en mantelitos de encaje Richelieu,

chocolatinas elaboradas para él por Madame Sevigné en persona,

pero él todo lo rechazaba,

con el gesto de un emperador romano

tras una noche de orgía.

Porque él sólo quería masticar,

hoja por hoja, verso por verso,

viejas ediciones de los poemas de Emily Dickinson,

y escuchar incesantemente,

melodías de Schubert.

(Conocimos en Munich, en una pensión alemana,

a Katherine Mansfield, y ella,

que era todo lo delicado del mundo,

tocaba suavemente en su violoncelo, para Tamerlán,

melodías de Schubert.)

Tamerlán se alejó del modo más apropiado:

paseábamos por Ámsterdam, por el barrio judío de Amsterdam

concretamente,

y al pasar ante la más arcaica sinagoga de la ciudad,

Tamerlán se detuvo, me miró con visible resplandor de ternura

en sus ojos,

y saltó al interior de aquel oscuro templo.

Desde entonces, todos los años,

envío como presente a la vieja sinagoga de Ámsterdam,

un manojo de poemas.

De poemas que fueron llorados, en Amherst, un día,

por la melancólica señorita llamada Emily,

Emily, Tamerlán, Dickinson.


Joseíto Juai toca su violín en el Versalles de Matanzas

Cuando el niño Joseíto Juai tocaba el violín en el patio de la casa,

el gallito malatobo,  el filipino, y el valenciano,

enarcaban sus cuellos y cantaban el quiquiriquí

de las grandes fiestas,

creyendo que había llegado el mediodía.

Dale que dale el niño, en su éxtasis,

entraba y salía sin cansancio de las melodías,

con el paso ligero de un enanito vestido de rojo

que corretea por el bosque y tararea

cancioncillas de los tiempos de Shakespeare,

y hace jubilosa cabriolas en festejo del sol,

porque él vive tan sólo de lo luminoso y lo diáfano,

y ama más que nada la luz convocada por el violín de este niño.

Cuando Joseíto Juai tocaba su violín, allá en el Versalles de

Matanzas,

las mariposas se detenían a escucharle,

y también las abejas, los solibios, los sinsontes clarineros,

el tomeguín comedido, y las palomas, ¡siempre las palomas!,

las altísimas y las grises, con ese cuello que tienen

tan cuidadosamente irisado por los pinceles de Giotto.

Cuando ese niño tocaba su violín,

la puesta de sol se hacía lenta, llena de parsimonia,

porque el Señor del Mediodía no aceptaba perderse ningún sonido,

y sólo se decidía a hundirse en la extensión del horizonte

cuando la madre tomaba de la mano al niño y le decía:

-“Ya está bien de estudiar, que va a enfriarte el relente de la

tarde;

deja por hoy tu violín: mañana volveremos a vivir en el reino de

la luz,

y volverá el gallito malatobo a cantar su quiquiriquí de gloria”.

(Magias e invenciones, Madrid, 1984).


Con Vallejo en París –mientras llueve

Metido bajo un poema de Vallejo oigo pasar el trueno y la centella.

“Hay bochinche en el cielo” dice impasible el indio acorralado

en callejón de Paris. Furiosa el agua retumba sobre el techo

blindado del poema. Emprésteme Abraham, le digo, un

paraguas, un cacho

de nube seca como el chuño enterrado en la nieve. Estoy harto

de no entender el mundo, de ser el pararrayos del sufrir, de la

frente al talón,

Alguien tiene que tenderme una mano que sea como un túnel

por donde al final no haya un cementerio. Dígame, Abraham,

cómo se las arregla para parir el poema que es ruana recia del

indio,

y es al mismo tiempo hombreante poema panadero, padrote,

semental poema.

Me cobijo, me enclaustro, me escabullo amigo Abraham en ese

parapeto

de un poema suyo donde se puede agüaitar, arriba, el paso del

hambre

que sale por el mundo a comerse gente carniprieta, a devorar

pobres y más pobres, requetecienmil pobres tiritando de hambre.

Oiga, Abraham, llamado César como un emperador de toga negra

y corona

de espinas, ¿cómo se las arregla para tristear sus poemas, si

nunca cesa

de llover miseria humana, y se nos tuercen todos los tacones

de los viejos zapatos, y el agua cala impiadosa los remiendos del

poncho?

Y qué risa me da que use usted nombre de imperial romano.

Usted

tendría que llamarse eternamente Abel o Adán, pero Abraham

está bien:

la mamacita de usted le llamaba Abrancito y le decía niño no

pienses tanto,

que en el pobre pensar no sirve para nada, pensar es sufrir más.

Oiga lo que le digo, Abraham:

tanta hambre paso en París que voy al Louvre a comerme el pan

y los faisanes

de un bodegón holandés. Le arrebato a un hombre de Franz Hals

un jarro

de cerveza y me harto de espuma. Salgo del museo limpiándome

el hocico

con el puño cerrado y digo ¿cuándo parará de llover en este

mundo, cuándo

en el techo de los pobres no rebotarán más piedras y lloverá maíz

en vez de luto?

Y agarro el bastón de Chaplin, me subo el cuello de la chaqueta y

salgo

en busca de un refugio, de un cobijo donde pasar lo que reste de

llanto.

Me siento a caminar por la tristura y vengo aquí al providente

amigo

a pedirle emprestado un jergón para echarme a dormir, déjeme

por un siglo no más un poema suyo, testicular semilla, antihambre

poema,

antiodio poema vallejiano, deme un alarido sofocado por miedo al

carcelero,

un alarido en quéchua o en mandinga, pero con techo y suelo

donde echarse a morir,

digo, a dormir, me contradigo, me enrosco, me encuclillo, vuelvo a

ser feto

en el vientre de mi madre; me arrebujo y oigo su rezongar andino

sollozante:

a París le hace falta un Aconcagua, y voy a lloverle a Dios sobre

su misma cara

el sufrimiento de todos los humanos.

Alguien dice carcasse

y yo digo esqueleto. Hasta de espaldas se ve que está llorando,

pero empresta

el refugio piadoso que le pido, y me echo a morir, digo, a dormir,

acorazado

por el poema de Abraham; de César, digo; quiero decir, Vallejo.


Nota:

Estos poemas de Gastón Baquero aparecen en el apéndice de la 5ª edición del libro Conversaciones con Gastón Baquero (Betania, 2019), que puede adquirirse en Amazon.

Para esta  breve selección de poemas de Gastón Baquero, he usado principalmente dos antologías. Me refiero a Poesía completa de Gastón Baquero (Madrid: Verbum,  1998 y 2013) y a Gastón Baquero, la patria sonora de los frutos (La Habana: Editorial Letras Cubanas,  2001), selección, prólogo, notas y compilación del apéndice de Efraín Rodríguez Santana.  También he revisado otras dos antologías que merecen ser mencionadas: Gastón Baquero. Poesía completa, 1935-1994 (Salamanca, Fundación Central Hispano, 1995)- Edición a cargo de Alfonso Ortega Carmona y Alfredo Pérez Alencart, y Gastón Baquero. Palabra inocente. Antología poética, 1935-1997 (Madrid: Visor, 2017). Edición a cargo de Carlos Javier Morales.  F. L.

Gastón Baquero (Banes, 1914 – Madrid, 1997). Poeta, ensayista y periodista cubano. Doctor en Ciencias Naturales e ingeniero agrónomo por la Universidad de La Habana. En la capital cubana colaboró en las revistas literarias Verbum, Espuela de Plata y Poeta, y fundó los cuadernos poéticos Clavileños. Vinculado a la generación de la revista Orígenes, en cabezada por José Lezama Lima, fue Jefe de Redacción del Diario de la Marina, uno de los más prestigiosos periódicos cubanos y académico correspondiente de la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba.

Se exilió en 1959 y, desde entonces, residió en Madrid, donde trabajó en el Instituto de Cooperación Iberoamericana y en Radio Exterior de España; además de ejercer como profesor en la Escuela Oficial de Periodismo. Como periodista fue asiduo colaborador de periódicos y revistas, tanto cubanas y españolas, como del mundo hispano.

La Universidad Pontificia de Salamanca publicó Celebración de la existencia. Homenaje internacional al poeta cubano Gasón Baquero (Salamanca, 1994) y la Fundación Central Hispano editó dos tomos con su obra poética y ensayística: Gastón Baquero: Poesía y prosa (Madrid, 1995).

Su poesía ha sido analizada en Lo cubano en la poesía (La Habana, 1958 y 1970) de Cintio Vitier, en Estudios de la poesía cubana contemporánea (Nueva York, 1967) y en Diez años de poesía cubana (Madrid, 1972), ambas de José Olivio Jiménez.

Blog eBetania: http://ebetania.wordpress.com