Si acaso puedes, sálvame de vivir

[…] Un vagabundo manipulando una pistola, en la cocina de una casa desierta donde flota una atmósfera de guerra, era en verdad un espectáculo novelesco e inhabitual. Pero el gato, con los ojos semicerrados y el lomo todavía arqueado, no se movía, tan imperturbable como si hubiese conocido el secreto encerrado en todo aquello […].

Ryunosuke Akutagawa ‒Castidad de Otomi


La novela Sálvame si puedes, de Rafael Vilches Proenza, que se alzó con el premio de narrativa Reinaldo Arenas 2020, tiene más que merecido este galardón. Aunque debe acotarse que las distinciones, en ningún caso, legitiman la altura de una obra porque el talento no se administra del mismo modo en que se administra, por ejemplo, la justicia. 

En todo caso, Sálvame si puedes no es una fábula. Es un fragmento de vidas laceradas ‒por la maldita circunstancia de nada por todas partes‒ que nos recuerda la convicción básica de la vida: nadie vive dos veces, y mucho menos para contarlo. Más que una novela Vilches Proenza nos otorga una encrucijada: el via crucis que significa la indagación de uno mismo, el redescubrimiento de nuestra identidad, y de nuestra percepción individual intentando sobrevivir a la asfixia de ser negado y negar.

No es gratuito que gran parte del relato se erige desde la pubertad que escudriña casualmente la vida de los otros. Pero no desde el aburrimiento que representa espiar, sino en busca de una respuesta suficientemente eficaz que otorgue sentido al confinamiento de su verdadera identidad:

“[…] ¿Por qué tuve que nacer varón? ¿Por qué uno no puede decidir lo que desea ser sin tener que ir por ahí guardando el secreto? […]”

Un adolescente de trece años no debiera pasar por el desgarro que implica el escarceo con su entorno mediato, en una circunstancia de país y una guerra inmerecida. Pero los adultos, parece ser, se aliaron a ese miedo que se agazapa tras los alcoholes, al juego de ser penetrados por las prohibiciones. Y es ahí que solo queda, como testimonio, la soledad de Angélico queriendo quebrar su crisálida y trascenderla. Un adolescente que no sabe de enemigos, como tampoco sabe a quién culpar:

“[…] Antes, cuando vivíamos con papá, mi madre era muy distinta. No bebía alcohol. Era muy linda, joven, andaba maquillada, con la ropa impecable, todos la respetaban. Ahora siempre tiene ojeras, hasta los dientes ha perdido, padece de insomnio. Papá debe tener una nueva familia. Jamás volvió.

Mis días se cubren de nubes grises, mi vida es una tormenta. No me gustan las muchachas de aquí, las del Catorce tampoco, no me gusta ninguna, pero eso no se lo cuento ni a Dani. Ni loco. No quiero que se moleste. Prefiero oír su risa, mirar su cara redonda, sus ojos negros que me deslumbran, esos cabellos que toman el color del día como si fueran ojos, brilla cuando está contento. Le regalara un girasol, uno bien grandote, pero los policías tienen prohibido sembrar girasoles […]”.

El misterio también acecha en qué tipo de lectura atrapa y distrae a Angélico. Qué lee este púber, además de la sobrevida en ese sitio que el lector olfatea como pueblo de campo, o campo de una ciudad, o ni lo uno ni lo otro, sino ese infierno que burbujea en cada rincón de una isla financiada por los temores de sus habitantes. Un misterio más indescifrable que aquel de Guillermo Vidal en su Matarile:

“[…] Estoy perdidamente enamorado de los libros. Sencillo. Era el más pequeño del barrio y hasta del aula. Estaba la furia de los padres por ponernos a jugar pelota o balompié, algo que nos hiciera gastar energía, que engordáramos un poco y nos desarrollara los músculos. Como no tenía padre, ni tamaño, ningún capitán de equipo perdía su tiempo en pedirme. Además, detesto el olor a sudor en mi cuerpo.

«—Tú eres el público —me decían—. Mira y aprende, si prestas atención, a lo mejor mañana te pidamos de primero, ¿entiendes? Ahora no sabemos en qué posición ubicarte.

«El juego no me parecía entretenido. A mamá todo esto del deporte le importaba un bledo. Y yo no estaba dispuesto a perder los dientes en una discusión insípida y sin sentido. Me dejaba caer a un costado del campo como si tuviera mal de ojos. Miraba a los estúpidos divertirse. Me sentía en el fondo de un pozo. Como tontos gritaban sus proezas. Un día se rompían los guantes, otro se desflecaba la pelota, otro se partía el bate, y no había dinero, ni existía un lugar para repararlos, mucho menos donde comprarlos. Querían fútbol, pero no había balones. La gente aspiraba que sus hijos se convirtieran en peloteros, pero sin bates y pelotas, imposible. Se disipó la furia de los padres por los deportes. Sus promesas miserables me perseguían, restallaban en mis oídos. Yo prefería leer. Lo descubrí un día que entré en la biblioteca por casualidad, era pequeño, estaba jugando a los escondidos y fui a esconderme en la sala de lectura, allí estaban Daysi, la directora, Eva, la mamá de Tony, y Pancho, el proyeccionista, entonces disimulé y me puse a leer. Ahí supe que sería un lector empedernido. Un libro en el bolso me alimenta el espíritu. Leer me hace volar. Es como irme a otra dimensión, muy lejos de aquí. Eso Tony Ovejo no lo entiende ni lo podrá entender. La mañana se ha llenado de sol. No logro concentrarme.

«Dani ni siquiera asoma la nariz. Pero me entretengo con el libro y con el viejo Ortíz. Me gustaría escuchar lo que susurra a sus palomas. Me mira. Yo lo miro con el rabo del ojo. Dani no acaba de aparecer. La patiflaca de Angelita se asoma al balcón. Esa muchacha es una piedra en mi fondillo. Debería hacer una lista de cosas que quisiera olvidar, eliminarlas para siempre, no sé qué sería lo segundo o tercero, pero ella estaría en primer lugar. La odio […]”.

Esperar a Danilo es también la justificación de Angélico para evadirse de una orfandad que, más que agobiarlo, lo azota. Describe a detalles lo que contemplan sus ojos, pero en verdad distorsiona lo que realmente acontece. Solo Danilo está a salvo de sus implacables veredictos; y presuntamente lo salva también a él como una especie de trueque donde la mercancía puede ser el alma, pero también el escarceo erótico, físico, que no se atreve a vender.

Danilo, en ocasiones, no es una persona a la cual espera, sino esa promesa que a todos, en esta isla, se les hace eterna y hasta enemiga.

En Sálvame si puedes su autor pincela a cada personaje con una perspicacia envidiable. Cada lector puede encajar en cualquiera de ellos, aunque no lo reconozca públicamente por las mismas razones que Angélico se resiste a develar qué lee, o por qué en realidad se expone a la espera.

Cualquier época cubana ‒posterior a enero de 1959‒ contiene ese rincón, cercado de militares y policías que se mueven casi en sigilo, obligando a todos al susurro. A esconderse de sí mismos. Un rincón donde solo existe una sola rebeldía posible: la procacidad de ser adolescente:

“[…] Los perros ladran en los corrales. Angélico mastica hojas de tamarindo y la boca se le llena de saliva. Los perros parecen retorcerse de dolor.

«—Esos se van a morir de asco —dice Tony.

«Un par de gallinas selecas se bañan con ceniza. Los tres o cuatro puercos que quedan en los corrales no dejan de gruñir. Sopla el viento y las nubes plomizas que parecían estáticas pasan y se alejan. Las palomas de Ortíz siguen picando las minucias de Socorro. El sol del verano se cuela por las ramas de los tamarindos, reverbera, ilumina los prados arenosos de un desierto cubierto de hierbajos secos que se bambolean a sus pies. El viento los despeina. Tony chasquea la lengua para llamar la atención, se esfuerza, quiere aparentar no temerle a Fidel, por eso aprovecha el ensimismamiento del otro para provocarlo:

«—¿Tú no te ibas?

«—Sí, pero ya te lo dije, tú vienes conmigo.

«Tony no dice nada, se queda absorto en los cañaverales que se bambolean después de las vías férreas y el terraplén. Fidel aun con tono autoritario baja un poco la guardia.

«—Por fin, ¿te embullas o no? Le caemos a Pancho pa que nos ponga un partido de fútbol, anda, uno, aunque sea grabado… —suaviza más, trata de convencer a su víctima.

«Tony ni se molesta en contestar. Lo mira con cara desencajada y larga una bocanada de humo que le da en pleno rostro. Fidel respira gordo y no reacciona, la voz de Madeleine, desde el edificio, escapa por las ventanas de su apartamento y embelesa a Fidel, que permanece ido con la botella en la mano. De pronto despierta.

«Está bien, Ovejo, dice, si quieres no vayas —esta vez mira hacia su casa. Ángela está en el balcón—. A Danilo lo tengo entre ojo y ojo —disimula con la negativa de Tony y se vuelve para Angélico—. Si lo agarro con Pimpi se va a arrepentir. Te juro por la pura que le arranco el rabo con bolsa y to, lo voy a capar como a un marrano, ¿me oíste?, tú que eres su mano derecha, si no lo quieres perder, aconséjale que me deje a Pimpi tranquilita donde está, dile que digo yo que el jamón no es pa perros, que lo voy a despingar, ¿okey?

«La luz del sol saca destellos de los charcos. Empieza a llover.

«—Caballeros, va a apretar.

«—Estate tranquilo, Angélico, esa lluvia no alcanza ni pa llenar una palangana.

«Ángela riega los helechos.

«Un viento leve viene del norte. Acaricia las sombras de los tamarindos. Fidel pasa la botella. Se dan el trago. Angélico no bebe, se entretiene sobando el lomo al libro dentro del bolso.

«—Están locos —murmura Angélico para desviar el odio de Fidel contra Dani—. ¿Ustedes se quieren matar con el cigarro ese?

«No responden. Tony echa otra bocanada de humo azul, ríe con una risita tonta, ofrece su cigarro. Fidel se molesta, no ha logrado convencerlo de ir a la casa de Pancho a ver el balompié, pero acepta el cigarro y fuma callado.

«La lluvia aprieta, los tamarindos están copiosos, bañados en rocío. Angélico mira de soslayo hacia el jardín de Socorro. Victorio mueve las tijeras con destreza, la lluvia traspasa su cuerpo transparente […]”.

Leer esta novela de Vilches Proenza es como releer ‒o regresarnos a‒ ese instante donde también fuimos abandonados por la esperanza. Donde pecar era un desafío, pero jamás una representación del miedo. El misterio, por encima de pagar el precio por descifrarlo, derrotó al propio miedo de vivir. Allí, los personajes de Vilches Proenza intentan estafar la inercia de un país que los olvidó, que los obligó a ser enemigos de sí mismos. Incluso enemigos de sus propios deseos, porque en definitiva Angélico ‒Eros en su resurrección‒ no logró trascender más allá de desear a Danilo.

No habrá perdón para mortales en la caída, parece ser el acertijo ‒o la moraleja‒ que nos embosca en Sálvame si puedes. Pero eso no significa derrota alguna, ni siquiera para un adolescente que amó a todos ‒con aspereza a veces‒ porque no los necesitó para llegar a esa iluminación:

“[…] Una vez quise ser escritor. Ahora sé que mi destino, más que escribir es ser un gran bibliotecario. Aunque no salga de este país. Los libros me llevarán a donde sea. Imaginación se me sobra. Y visiones también, si no, no podría ver lo que otros no ven. Mamá también ve, ve a los muertos, como yo, y no es de la borrachera, al menos está tomando menos, está colaborando con dejar el alcohol. Tengo que lograr que se ponga bien. El día que me emborraché en el parque le dolió. Dijo que no quería eso para mí. Que prefería que fuera marica, que eso sí le parecía bien, que, total, ya la hija de Raúl Castro les había dado la libertad a los maricones. Yo no hallaba dónde meterme cuando me dijo todo eso como una retahíla. Pensé que estaba muy molesta, pero no, estaba normal, me dijo: hijo, pronto voy a comenzar en las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y te acepto como eres, y sé perfectamente cómo eres. Me sentí tan feliz. Lo dijo sin estar en tragos. Es verdad que me acepta. Eso me deja más tranquilo […]”.