Tras la muerte de Antonio Maceo

La reacción habida en España al conocerse la muerte de Antonio Maceo fue, sin proponérselo nadie, un homenaje magno, en lo político y en lo militar, al héroe entre los héroes.

Ver prácticamente terminada una guerra tan larga y terrible por la desaparición de un hombre, quería decir que ese hombre era la encarnación misma de la guerra. Una publicación española de aquel momento dijo que el éxito representado por esa muerte no había podido «surgir para España con mayor ni más dichosa oportunidad». Y añadía el jubiloso comentario: «La impaciencia del espíritu público ante las operaciones de Pinar del Río había llegado a su último extremo; la perfidia yankee estaba dispuesta a aprovechar en su favor todos los incidentes desfavorables para nuestra causa. Por fortuna para el país, y para gloria de nuestro ejército, con el combate del potrero Matilde hemos dado a la  insurrección un golpe de muerte y un rotundo mentís a nuestros mal encubiertos enemigos del Norte de América».

La noticia se confirmó el día 9 en la prensa. Era oficial desde el 8, con el telegrama donde Ahumada decía que en el combate del que había dado cuenta esa misma mañana «resultó muerto  el cabecilla Antonio Maceo, cuyas prendas de ropa, armas y documentos tengo en mi poder, así como los del hijo de Máximo Gómez, Francisco Gómez Toro que, herido ya, y antes de caer en manos de la fuerza, se suicidó por no abandonar el cadáver del cabecilla, dejando documento  auténtico, que conservo, en que así lo declara, pidiendo sea dirigido a sus padres».

En el primer momento, nadie podía creerlo. Así era de fuerte la leyenda de invencible que aureolaba a Maceo, entre los españoles como entre los cubanos. En un viejo trabajo mío titulado «Maceo visto por sus enemigos», detallo esto del júbilo en España, recordando que en un horrible poema de Javier de Burgos, publicado el día 8, en el centro de una orla donde aparecía a un lado la Virgen (el 8 de diciembre es la gran fiesta  española por la Inmaculada), y al otro una robusta matrona representando a España, a la que la Virgen se dirigía diciéndole que por ser tan buena hija suya le entregaba, ese día, como premio, «la cabeza del mulato Maceo». Y comentaba servidor que eso de emparentar de alguna manera  a Maceo con el cielo, le parecía muy bien.

Los detalles dados por los periódicos confirmaban la promisoria noticia. Un diario decía: «Su identificación pudo hacerse por la ropa y objetos  que llevaban los cadáveres. En la finísima camiseta de punto que cubría el recio cuerpo del mulato había bordadas estas letras: A.M. El hijo de Máximo Gómez apoyaba su cabeza sobre el cadáver de Maceo. En su bolsillo llevaba el «Diario de operaciones de la campaña». Y otro periodista decía para describir los cadáveres: «Uno de ellos, mulato, de fuerte complexión, con el pelo rizado y canas abundantes en el pelo y en el bigote».

Fue tanto el júbilo, fueron tantas las fiestas públicas, tantas las muestras  de satisfacción por aquella muerte, que Don  Emilio Castelar se sintió avergonzado, como español y como cristiano, y puso  las cosas en su sitio. En enero del ’97, desde San José de Costa Rica, una señora que dolorosamente tenía  que firmar ya «viuda de Antonio Maceo», le escribió a Don Emilio la carta siguiente:

Exmo. Sr. Dn. Emilio Castelar
Madrid

Muy señor mío:
En medio del vocerío de innoble júbilo que se levanta en toda España con ocasión de la muerte de mi ilustre consorte el Mayor General Antonio Maceo, se singularizó usted por la corrección de su conducta, consagrándole palabras de respeto y consideración a aquel heroico jefe cubano. Y como aprendí de él a admirar y enaltecer las acciones generosas de los enemigos, me considero obligada a manifestarle a usted mi gratitud, por más que a pesar de su inmenso talento no haya podido usted desprenderse por completo de las preocupaciones que perturban el criterio de los españoles más ilustrados, cuando de Cuba y sus hombres se trata. Y como sería insensato después de todo pedirle a un español, siquiera sea de espíritu tan levantado como usted, que venere y admire la memoria del guerrero indomable que aterrorizó a esa nación por largos años, y que en Jobito, en Peralejos, en Calimete, en Coliseo, en Guamacaro, en San Luis, en Paso Real, en las Taironas, en Loma del Rubí, en Claudio, en Lomas de Estorino, en Ceja del Negro y en Artemisa, derrotó a los mejores generales españoles, venciendo en desproporcionados combates a las tropas más selectas, yo me conformo con la justicia incompleta que usted ha hecho, y aplaudo con calor su conducta, la cual, emocionando hondamente mi corazón de viuda atribulada ha mitigado el amargo sentimiento que me inspiró el populacho congregado en las plazas y paseos de toda España para festejar, en horrible saturnal de caníbales, el fin glorioso de un caudillo enemigo, ilustre por sus méritos y sus hechos, y que fue siempre tan bravo en la pelea como generoso en la victoria con el enemigo derrotado.

Soy de usted con la mayor consideración, agradecida servidora.

María Cabrales, viuda de Maceo

Esa carta perfecta, tanto en lo literario como en lo moral, merece estar en la primera línea de la historia de la cultura cubana. Es un compendio de ética, y la ética es el reverso de la barbarie. María Cabrales, como Antonio Maceo, es un modelo de civilización, de buena educación, de dominio de las pasiones por la reflexión y la obediencia a unas normas. Eso es ser culto. Eso es ser persona.


Una primera versión de este artículo apareció en 1994. Cortesía El Blog de Montaner