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Anne Carson

La canadiense Anne Carson es considerada por muchos la mejor poeta en lengua inglesa de estos días. Además de ser una creadora de exquisita espiritualidad, y muy aguda estudiosa del propio mundo interior, sobresale por su tendencia a romper los límites tradicionales de las formas y géneros poéticos. Le ha sido entregado el Premio Princesa de Asturias de las Letras. Pero no tuvo suerte con el Nobel. O más bien los del Nobel no tuvieron suerte con ella. A continuación, tres breves poemas suyos:


Yo

Oigo pequeños chasquidos dentro de mi sueño.
La noche gotea su taconeo de plata
espalda abajo.
A las cuatro. Me despierto. Pensando
en el hombre que
se marchó en septiembre.
Se llamaba Law.
Mi rostro en el espejo del baño
tiene manchas blancas en la parte baja.
Me enjuago la cara y vuelvo a la cama.
Mañana voy a ver a mi madre.

Pueblo de la suerte

Cavando un hoyo
para enterrar vivo al hijo
así podría comprar comida para su anciana madre
un día
un hombre descubrió oro.

El libro de Isaías, parte I

Isaías despertó enojado.
La canción del mirlo que endulzaba sus oídos no era enojo.
Dios había llenado los oídos de Isaías con aguijones.
Una vez, Isaías y Dios fueron amigos.
Solían conversar cada noche. Isaías corría al jardín.
Conversaban bajo una rama, la noche llegaba.
De los pies a la cabeza, Dios hacía que Isaías llamara.
Isaías amó a Dios y luego su amor se volvió dolor.
Isaías quiso un nombre para el dolor, lo llamó pecado.
Isaías fue un hombre que creyó ser una nación.
La llamó Judea y el pecado fue su condición.
En Isaías, Dios vio arder la mortaja del mundo.
Isaías y Dios vieron las cosas de forma distinta. Solo puedo contarles sus acciones.
Isaías se dirigió a la nación.
¡La fragilidad del ser humano!, gritó.
La nación se conmovió por fuera y se volvió a dormir.
Dos tablas de carne ensangrentada envolvieron sus ojos como alas.
La nación durmió como una pintura brillante y dura.
¿Quién puede inventar un nuevo temor?
Y aun así inventé un pecado, pensó Isaías, repasando los nudos de la rama.
Y entonces, debido a una gran atracción entre ellos
-que Isaías resistió (a favor y en contra) el resto de sus días-,
Dios aplastó su indiferencia,
lavó el pelo de Isaías con fuego
y decidió quedarse.
Bajo sus alas de carne la nación escuchaba.
Tú, dijo Isaías.
No hubo respuesta.
No te escucho, dijo Isaías, de nuevo bajo la rama.
La luz destiñó la cámara nocturna.
Dios llegó.
Destruyó a Isaías como vidrio a través de todas las cuencas de su nación.
¡Mentiroso!, le dijo.
Isaías puso sus manos en su túnica y su mano en su cara.
Isaías es un hombre pequeño, pero no mentiroso.
Dios se detuvo.
Y así fue su acuerdo.
Frágil de ambos lados, pero sin mentiras.
La esposa de Isaías se asomó a la puerta, el marco se movió.
¿Qué es ese sonido?, preguntó.
El temor del Señor, dijo Isaías,
y sonrió en la oscuridad. Ella entró de nuevo.


 

Cuba, la ilustración sigue ausente

Decía Kant: “La Ilustración significa el movimiento del hombre al salir de una puerilidad mental de la que él mismo es culpable”, siendo esta “la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona, y su causa no es la carencia de inteligencia, sino la falta de decisión para pensar sin ayuda ajena”. ¿Estará el pueblo cubano en una puerilidad mental definitiva?

Luego de casi seis décadas de igualitarismo, puede que lo más complejo a revertir sea la superficialidad mental que ostentan muchos hoy en la Isla, lo cual describe un fenómeno similar al que mencionaba Kant tres siglos atrás.

Según Pareto, solo el 20% de la población —en donde se ubican los emprendedores, y en muchos casos los más preparados— tira del resto de la sociedad. En Cuba un número importante de esos aventajados escapó y ha estado escapándose desde inicios de la desventura comunista; entonces no fue difícil para el nuevo régimen imponerse y robarle la capacidad de análisis a los convertidos, los engañados, a quienes no les quedó de otra y, por supuesto, a la gran multitud.

Siendo principalmente estos últimos quienes, por escoger el camino fácil, y usualmente a la espera del estado benéfico —“ahora sí nos van a ayudar”—, cayeron primero cautivados y luego cautivos de los peores demagogos de la historia, los defensores del igualitarismo.

¿Qué quedó para las nuevas generaciones que solo entienden el mundo desde la visión que establece la izquierda y sus fundadores, cuya engañosa solución promueve que un grupo selecto procure los recursos de todos?

A excepción de aquellos que se las han agenciado para desafiar lo orientado, o se han vuelto expertos en oportunismo de subsistencia, sobrevive allí un pueblo inmerso en la desinformación, la mediocridad e incapacitado para localizar la verdadera causa de su desgracia, de nuestra desgracia.

Entonces cabría preguntarse: ¿Por qué fue apoyado ese “linaje”, al cual no le ha importado destruir el mismo país que dirige? ¿De dónde provienen todas esas ideas y cómo ha sobrevivido semejante especie?

En contraposición a quienes, entre las luces del siglo XVIII —Descartes, Locke, Newton, Rousseau, Kant—, sí defendieron los derechos del individuo, arriban, al desfile de los críticos del poder, ya para el siglo XIX, los abogados de una nueva y “atractiva” teoría, el colectivismo. Marx, Engels, Bakunin, Kautsky, por mencionar algunos.

Se entablaba la controversia fundamental de la era moderna. Todos buscando explicar cómo vivir mejor acá en la tierra. Y el origen de esta divergencia está determinado por el hecho de: ¿Qué orden asigna cada línea de pensamiento a la hora de estructurar sus principios, sus valores?

En paralelo a la construcción de ese escalafón, fueron desarrollándose argumentos entorno a: ¿Qué realmente es más humano? Si, por un lado, adjudicar al Estado, para que entonces sea este quien auxilie a las mayorías, a merced de imponer una corriente de pensamiento común. O, en su defecto, promover una sociedad donde las personas sean libres de tomar sus propias decisiones, dentro de un marco legal que penalice las acciones incorrectas pero que a su vez proteja los derechos individuales, y de esa forma todos escojan sus creencias, se expresen y se asocien libremente.

Los colectivistas abogan por la igualdad. Para ellos, los justo es que todos accedamos a un número similar de riquezas. Luego entonces “asistir” es la fórmula para lograr este equilibrio necesario. Modo en el cual el gobierno debe primero apoderarse del país y luego asumir la tarea de repartir.

En contraste, la denominada “derecha” coloca como prioridad la libertad. Es decir, el derecho de toda persona a decidir sobre sus actos y su pensamiento. Que a su vez implica compromiso individual pues es uno mismo, y nadie más, el único responsable del camino. Siendo entonces el gobierno un grupo elegido de forma temporal, pagado por el erario público —es decir por nosotros— y que se ocupa de los asuntos de interés general.

De manera que, según sea la naturaleza del grupo en el poder, se impulsa el progreso social y económico o, en su defecto, la involución de cualquier nación. ¿Por qué? Pues porque el Estado posee la potestad para establecer las normas que regulan toda sociedad.

Entonces nace la curiosidad: ¿A dónde ha llegado cada grupo?

Cuando uno examina a largo plazo una y otra perspectiva, puede arribar a lo siguiente: En las sociedades cuyo gobierno es capaz de implementar políticas que fomenten la iniciativa privada y su gestión propicie que incluso quien vive solo de un salario y sepa administrarse sea pieza activa de la economía y pueda progresar, en las cuales además se preserven las libertades individuales —condición básica para que ocurra lo anterior—, se producen, sin duda, los mejores resultados.

Pero, ¿por qué fomentar la iniciativa privada, a los emprendedores, y no dejar que la economía centralizada, asistida, lleve el peso de la nación?

Pues es el crecimiento de la empresa privada, y no otro, quien trae más empleo, quien nutre al mercado con probada eficiencia de bienes y servicios, quien provoca que, mediante la libre competencia, es decir, el concurso de muchos ofreciendo lo mismo, se regulen los precios y los oferentes tengan que vender no al precio deseado, sino al del mercado.

¿Quién decidió eso? Nadie. O mejor, todos los que acudimos día a día a un mercado libre como consumidores, como proveedores, como empleados, como empresarios, como fuerzas que actúan en sentidos opuestos y que terminan equilibrándose. Por supuesto, es un proceso cíclico que sufre contracciones frecuentes, pero lo importante es recordar su esencia, su mecanismo pivote.

¿Qué encontramos en el bando opuesto?

Sociedades como la cubana, donde un clan con desmedido egoísmo se hace de los medios de producción, centraliza la economía y pasa a ser el único proveedor y distribuidor de recursos. Sociedades que terminan quebradas. Tal y como predijo Mises y comenzaba a reconocer el propio Lenin en una alocución pública casi al final de su vida.

Y finalmente, ¿por qué los sistemas colectivistas pudieron apoderarse de ciertos países? Veamos un par de posibles causas.

El capital y su libre empresa entran en la historia occidental dentro de un panorama zanjado en dos. Desde hacía mucho, convivían unos pocos aventajados de un lado y muchos con ingresos de mera supervivencia por otro. Sobre esa horma se insertó la sociedad moderna. Desproporción que aún persiste en muchísimas regiones.

Ese paisaje quebrado es, desde que el hombre vive en comunidad, caldo de cultivo para los populismos. Ha habido toda clase de escenarios propicios para que ellos ocurran. Dentro del último siglo, destacan la Rusia de 1917 y el capitalismo latinoamericano de los cincuenta (1950’s). El denominador común es que las mayorías tienen muchas necesidades y no quieren tomar el camino largo, sino que precisan de sustento inmediato. Es ahí cuando aparecen los líderes con la intención de mostrar el mejor modo, y a quienes es más cómodo trasladar la responsabilidad.

Igualmente, la faena del defensor de izquierda es muy agradable ante todos. La prédica es siempre dadivosa, asistir al pobre, repartir los recursos y con frecuencia aparece un culpable de las desgracias, un enemigo común.

Sin embargo, para el pensamiento liberal, de derecha, siendo la libertad quien encabeza las prioridades y no el igualitarismo junto a la imagen de que el Estado te asista, la labor es mucho más difícil. Esa idea del esfuerzo individual, donde tienes que cargar contigo mismo y los resultados suelen llegar a largo plazo, o tal vez nunca, y en muchos casos hay que aprender a levantarse múltiples veces, es una visión que convence a muy pocos.

Mientras tanto, allá en la isla de las notas informativas y los balcones por lunetas seguirán creyendo que Marx descubrió la economía política, que Lenin resolvió la hambruna con discursos y no descentralizando la producción, que Stalin ganó la guerra, que el populismo, al rescate de la dignidad del pueblo alemán, no parió el nazismo, que aquel se tiró del tanque durante y no después del ataque, que la Casa Blanca nunca acordó no invadir Cuba, que en el pueblo había cien Camilos, que la política es una palabra improductiva que nada tiene que ver con la economía, que la Ley de Ajuste fue más fuerte que el desajuste total del país y que el bloqueo tiene los salarios bajos, los hospitales sucios y los anaqueles vacíos.


 

Joe Biden y Cuba

La llegada a la presidencia de Estados Unidos de Joe Biden, exvicepresidente de Barack Obama, probablemente determinará un escenario diametralmente opuesto al de estos últimos cuatro años para Cuba. En este contexto, la oposición cubana, junto a la sociedad civil, debate ya en las redes posiciones y situaciones relacionadas. Una de las primeras reacciones correspondió al opositor José Daniel Ferrer, líder de UNPACU, quien hizo pública una carta a propósito de declaraciones del demócrata en el sentido de que revertiría las sanciones de la administración Trump.

“Sus medidas no empoderarían al pueblo cubano, solo alargarían nuestro sufrimiento”, advirtió Ferrer a Biden. “Los militares seguirían enriqueciéndose mientras el pueblo subsiste a duras penas. Los emprendedores seguirían asfixiados y a merced de las arbitrariedades del sistema. Solos los incondicionales a la dictadura tendrían reales ventajas. La represión contra los opositores pacíficos, periodistas independientes y pueblo en general, sería más fuerte de lo que ya resulta, como ocurrió cuando Barack Obama, de buena fe, puso en práctica la política que Ud. desea retomar. Nosotros aplaudimos tales medidas y pronto vimos que eran un grave error. De inmediato sufrimos un notable incremento de la represión hacia nuestros activistas”.

“En estos momentos críticos solo se ayuda al pueblo cubano condenando abiertamente la represión e imponiendo fuertes medidas al régimen castrocomunista mientras se implementan mejores y más efectivos programas para asistir a los demócratas cubanos y a los sectores más vulnerables de la población de manera directa”, añadió el conocido opositor.

“No creo que la de Biden se trate de una generosa política de concesiones unilaterales”, expresó, por su parte, el escritor y expreso político Jorge Olivera. “Él tendrá la presión de los congresistas y senadores cubanoamericanos, que demandarían una política de exigencias elementales al régimen de La Habana y ello paralizaría cualquier intento de legitimación a priori”.

Olivera considera que la mayoría de las medidas puestas en vigor por Trump serán revocadas, “tales como los títulos III y IV de la ley Helms-Burton, entre otras disposiciones que limitan los ingresos económicos a la casta militar. Así que habrá menos presión económica y posiblemente la continuidad de los esfuerzos diplomáticos, similares a los que mantiene la Unión Europea”.

«Con una nueva administración demócrata en Estados Unidos creo que no hay que ser muy adivino -si uno ha nacido y crecido en Cuba- para esperar que todas ‘las tendencias’ políticas se mantengan igual en cuanto a las libertades individuales», expresó el escritor Francis Sánchez. «Algo que considero lo fundamental y el verdadero origen de bienestar y progreso social: seguirán secuestrados los derechos civiles de los cubanos por el régimen autócrata que administra ese estado totalitario y, en consecuencia, seguirá el juego nauseabundo entre la represión especializada a todo tipo de iniciativa individual, el miedo generalizado con su espectáculo de simulaciones y la miseria endémica, y por ese camino ya se seguirán hallando pretextos en La Habana para seguir culpando a alguien allá en la Casa Blanca de cada «acaparamiento» y consecuente «decomiso» de un aguacate o un boniato que se haga en la isla».

«Quizás puedan darse cuenta algunos cubanos que Trump iba a pasar (daba lo mismo en 8 que en 4 años), como pasa todo en democracia, y, desaparecido ese espejismo, quizás se den cuenta de que se vuelven a quedar solos con la responsabilidad por el destino propio, bajo el régimen del partido único que sí les ‘robó las elecciones’ hace ya más de medio siglo», añadió el director de la revista Árbol Invertido. «Y, por cierto, está claro que con un Senado Republicano aún Biden lo tendría muy difícil para retomar la política de acercamiento de Obama, quien le echó no una sino dos manos en la campaña electoral».

Mientras el enojo por la derrota de Trump se esparce en amplios sectores de la comunidad de Miami, la capital del exilio cubano, muchos en Cuba festejan, incluidos no pocos anticastristas. El joven periodista Mauricio Mendoza, sin embargo, defiende una visión autónoma del asunto.

“Biden sería el presidente estadounidense, su problema fundamental es Estados Unidos, no Cuba”, subrayó. “Quien crea que la situación de Cuba se va a resolver con Biden, me da pena. Incluso me parece una idea autoinjerencista pretender que otro sistema venga a resolver nuestros problemas. No estoy a favor de un levantamiento tipo guerra civil en Cuba pero sí creo que como cubanos debemos organizarnos para inducir un cambio y hay miles de métodos de lucha no violenta que han dado resultado en otras partes del hemisferio”.

“Aunque afuera salga Gandhi de presidente, nuestra democracia nos la tenemos que gestionar nosotros y eso es lo que va a impactar en nuestra realidad”, concluyó.


 

La Maga de ‘Rayuela’

Julio Cortázar (La Tercera)
La novela Rayuela, de Julio Cortázar, pertenece a esa clase de libros famosos que todos dicen haber leído, o creen haber leído, tal vez porque realmente lo leyeron, o porque se avergüenzan de no haberlo leído. En cualquier caso, el hecho enaltece al libro. Es uno de los más trascendentes efectos de este clásico moderno. Y una de sus curiosidades tal vez sea que se trata de una novela que resulta muy grato leer una vez, pero no dos, o al menos no dos veces de principio a fin. Es libro para una sola lectura total. Y luego se le retoma, sobre todo, para releer algún que otro fragmento. Es lo que me parece a mí. Y también me parece que entre sus fragmentos más releídos sobresalen los dedicados a la Maga, inolvidable entre los más inolvidables personajes femeninos de la literatura. He aquí uno de esos fragmentos:

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.

Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pinto o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allá lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkiria. Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto pisoteado. Y no se movió, ninguno de sus resortes se estiraba como antes. Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos.

¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la villa derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lombards donde madame Leonie me mira la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Leonie te mirara la palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te llevé a que madame Leonie, Maga; y sí, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado haca miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas allá a jugar con un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacía preguntas, contento de que a veces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Y te calentabas en su estufa de gran caño negro y no te gustaba que yo supiera que ibas a ponerte al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su momento, solo que era difícil precisar el momento de una cosa, y aun ahora, acodado en el puente, viendo pasar una pinaza color borra vino, hermosísima como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aun ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que para llegar a la rue des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenía un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. Era cuestión, después de subirme el cuello de la canadiense, de seguir por los muelles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que se acaba en el Chatelet, pasar bajo la sombra violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en que no te había encontrado y en madame Leonie.

Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café de la rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal, porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y nos metíamos en un café del Boul Mich y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida.

Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te creí, más tarde hubo razones, hubo madame Leonie que mirándome la mano que había dormido con tus senos me repitió casi tus mismas palabras. “Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts”.

Los cubanos

Los cubanos saben, o al menos creen que saben (muchos lo han escuchado decir y displicentemente lo corean, como en Corea del Norte) que vivimos en la era de la información. Sin embargo –son así de terribles las ironías del castrismo– la mayoría de los cubanos que viven en la isla carece de información. Y para colmo de males, la poca que reciben está tristemente manipulada. Esa es la misión fundamental, la razón de ser de los medios de información –o desinformación– y de las instituciones (antidemocráticas, policiales, contrarias a la sociedad civil) que han formado y deformado la naturaleza de los hijos y nietos de la revolución cubana. El hombre nuevo, arrugado de dolorosas apariencias, herido de múltiples miserias. Hace más de medio siglo esta realidad es una de nuestras marcas de agua. Piedras mudas de un río cada vez más seco.

Los cubanos, esos seres conocidos en el mundo por ser capaces de bailar cualquier ritmo, de sonreír –aunque sea a medias– en medio del infortunio, de convertir el desastre en calurosa brisa cotidiana, de confundir vulgaridad con cultura popular, castrismo con nacionalismo, vida con sobrevida, silencio con temor, obstinación con sometimiento, el desinterés con la práctica neosalvadora de la doble moral.

Los cubanos, o esa ambigua entelequia que cree saberlo todo, en realidad conocen muy pocas cosas. Y para colmo de males, las que conocen no le han servido de mucho. A no ser –en no pocos casos– para escapar de esa sociedad penitenciaria que no suele quitarles los grilletes a los fugados. Fuera de la isla seguimos viviendo encadenados. Y en cadenas, vivir es vivir en afrenta y oprobio sumido. Esa es la estrofa del Himno Nacional que hoy mejor nos describe. Sin embargo, con el tiempo y con el horror, olvidamos que para ser ciudadanos libres no podemos temerle a una muerte gloriosa, y que morir por la patria es vivir. Hay una larga carrera de obstáculos para no creer en: Del clarín escuchad el sonido. ¡A las armas valientes corred! Himno pasado de moda. Pasado de país. No olvidemos que una nación –además de su historia, cultura, instituciones, mitos, circunstancias– es sobre todo su gente.

Los cubanos (desde Fidel Castro, líder de la mayor desgracia vivida por el país, y con su hermano Raúl, que sí es lo mismo, que sí es igual) siguen vagando sin un proyecto de país, siquiera con un proyecto elemental de vida. Somos una nación al pairo. Una de nuestras cargas pesadas es haber transformado el naufragio nacional, nuestras ruinas arquitectónicas, sociales y psicológicas, en un parque temático que burlonamente nos mal dibuja, nos desdibuja y nos ahoga. Somos una mueca. Un rompecabezas que no logramos armar no porque nos falten piezas o porque no sepamos dónde colocarlas. Armar nuestra imagen (más que parecerlo, lo podemos sentir) nos provoca fobia. No en balde ha resultado tan largo el castrismo. Y por ser largo, esta fobia, mezcla de miedo y repulsión, persiste cotidiana, extraña, pantanosa en medio de las sudoraciones del Caribe.

Los cubanos continúan, desde 1959, contra viento y marea, arrollando la conga de la resistencia cotidiana, sobreviviendo a las penurias del régimen sin entenderlo como un régimen dictatorial y sin intentar cambiarlo. ¿No lo sabemos o no lo queremos saber? De cualquier modo, ahí late uno de los grandes problemas: las dictaduras jamás abandonan su poder, ninguna hasta hoy lo ha hecho por su propia voluntad. Todas han tenido que ser eliminadas y pareciera que los cubanos aún no pueden comprender esta verdad. O no se atreven a mirar de frente a ese espejo. Esta marcha nacional, combatiente, rumbera, hambrienta, afligida y psiquiátrica hacia la asfixia, es otra carga pesada, tanto como la bota del régimen sobre nuestras cabezas descabezadas.

Los cubanos, muchos de los nuestros –siguiendo el mal ejemplo de Fidel Castro– han terminado siendo, más que valientes –como lo fueran en el pasado los mambises– personas tristemente autoritarias. Y justamente el creador del castrismo nos demostró que una persona autoritaria no es necesariamente valiente. Los dictadores, contrario a lo que muchos creen por la fuerte imagen que suelen proyectar, son seres cobardes. Y de esa cobardía, disfrazada de belicismo y guapería demagógica que identifica al castrismo, no ha dejado de salpicar, a veces de empapar, nuestro equipaje cultural. Nuestros actos, sueños, pesadillas.

Los cubanos, después de tanto tiempo, deberían saber que no hay nada que atemorice más a un dictador que comprobar que sus súbditos se despojan del miedo. De ahí que en estos casos lo primero que hagan sea mandar sus tanques a atemorizar las calles, pero si la gente trasciende el grito y la protesta es de verdad una pelea por la libertad, entonces la cadena comienza a quebrarse, y a varios de los que apuntan a su pueblo desde los cañones les va a temblar mano y la mirada, y ante el poderoso efecto de ese temblor, al dictador y sus gendarmes no les quedará más remedio que escapar por miedo a que el pueblo o sus propios tanques terminen disparándole. Los dictadores no son mártires. Muy al contrario.

Los cubanos tienen ante sí dos imágenes congeladas dividiendo la gran pantalla de sus vidas: a la izquierda la manutención del asentimiento, las cabezas bajas ante el latigazo revolucionario que impide abrir completamente los ojos, hablar, pensar, soñar. Y a la derecha, la esperanza, inevitablemente difusa, de los millones de vecinos que solo desean salir de la miseria, agobiados de tantos discursos y puestas en escena que jamás le han servido para otra cosa que no sea para reafirmar, incluso desde la comparsa, su triste realidad. Una esperanza –y quizás esto sea lo más importante– que pide a gritos, desde el silencio, ser convertida en el móvil del cambio. No en la sublimación de esa vieja espera sino en verdadero cambio. Un cambio desde las calles. Y no únicamente los disidentes. Con ellos no basta. Bien lo sabe el régimen y todos los cubanos deberían entenderlo.

Los cubanos (los altavoces comunistas llevan décadas repitiéndoselo) han llegado a aceptar que el bloqueo –el embargo– de Estados Unidos es culpable de una buena parte de sus tantas desdichas (cuando el bloqueo que hay que eliminar es el del castrismo hacia los cubanos). Hay quienes creen que de verdad el imperialismo yanqui quiere despojarles de la libertad que no poseen. Y que el despiadado capitalista Donald Trump, a diferencia del amistoso Barack Hussein Obama, no quiere que los cubanos tengan relaciones con los norteamericanos y por eso procura abolir las relaciones diplomáticas (cuando las primeras relaciones que hay que cambiar son las del gobierno cubano con sus ciudadanos. Algo que solo se conseguirá desmantelando la dictadura).

Los cubanos, dentro y fuera de la isla, no pueden dejar de denunciar un solo día la penosa realidad de su gente. Mostrarle al mundo que el castrismo es lo contrario a la democracia. Que no permite la realización de actos públicos donde ejercer las libertades de expresión y asociación, optar por otra ideología, otro pensamiento. Que la miseria es un mecanismo de control. Que pedir elecciones libres es un delito. Que los medios de comunicación son propiedad del Estado y que el Partido Comunista –el único legal– los mantiene bajo estricto control como un ejército para salvaguardar la violencia ideológica. Que la separación de poderes que distingue a las naciones democráticas es una idea satánica para quienes tienen el poder absoluto y vertical en la isla. Que los pocos que se atreven a disentir son reprimidos, avasallados, golpeados, encarcelados y presentados ante el pueblo –tan desinformado como tan indolente– como mercenarios del capitalismo cruel de la acera del frente, donde viven tantos compatriotas. Y que no pocos de esos disidentes han muerto por el mero hecho de exigir sus derechos y soñar un país diferente. Una nación.

Los cubanos, no pocos de los que viven fuera de la isla, continúan desconociendo su país. Más allá de la ristra de carencias que los empujó a la fuga, poseen muy poca información. Y para colmo de males, una buena parte está tristemente manipulada, incluso aquí, lejos –o al menos no dentro– del castrismo. La verdad en el espejo, aunque esencial, en este caso resulta profundamente dolorosa. Hace más de medio siglo es una de nuestras marcas de agua. Y para colmo de males, seguimos sin vernos reflejados en ella. El agua parece cada vez más turbia.


@LuisLeonelLeon

La cabrona palabra

Cortesía Pixabay

Cuba es un país en caos delictuoso donde se cultiva la transgresión de la ley como práctica corriente, orgánica, desde altos y bajos fondos, articulados en dos estratos que hoy se entremezclan, complementándose, debido a la crisis sistémica.

Y entre los más eficientes conductos de esta desgracia alinea la cabrona palabra sacrificio.

Su significado latín de hacer sagradas las cosas le cayó del cielo a la dictadura fidelista para imponernos el hambre, la miseria y la ruina como vías sacrosantas para la conquista de un futuro que es como la cerca: mientras más cerca, más lejos.

Al final, por su sacrosanta mediación nos vino igualmente el origen de esta muy grave falla antropológica que ahora marca nuestra identidad, la cosa nostra cubana.

En la historia de las últimas décadas, el trapicheo y la acción ilegal no dejaron de ser nunca palancas para el socorro de la gente de a pie. Lo que menos ha importado es que desde lejos nos den cero en urbanidad y aun en comportamiento civilizado. Quizás en Berna o en Tokyo resulte moralmente inadmisible (además de muy raro) que un empleado se robe dos pollos en el mercado donde trabaja, uno para la comida de su familia y el otro para venderlo con el fin de cubrir otras urgencias. Pero en Cuba, antes de evaluar la implicación moral del acto, se impuso comprender que era imperativo de supervivencia. Así empezamos. Y es lo dicho, no era malo completamente, aun cuando tampoco fuera bueno. Lo malo consistía en que, casi sin querer, estábamos trenzando desde abajo los primeros hilos de este entramado facinoroso que llegaría a enredarnos a todos, sea como actores activos o copartícipes pasivos.

Desde abajo, he dicho, porque desde arriba el entretejido de la plataforma mafiosa se trenzó mucho más atrás en el tiempo, a partir de las propias bases del surgimiento de nuestra isla como nación. Sólo que con el gobierno revolucionario alcanzaría estatus de mal endémico, omnipresente e irremediable, donde la corrupción económica, el nepotismo, el fraude y el violento abuso de la fuerza bruta dejaron de manifestarse a través de casos puntuales, más o menos frecuentes, para ser la esencia misma del poder, su quid delictivo.

Por arriba, el entretejido de esta cosa nostra a escala nacional obtuvo sus primeras puntadas en los propios inicios de los años sesenta. Mientras que por abajo nos vimos obligados a degenerar, atrapados en la red de un totalitarismo arrasador de bienes y valores, que nos impuso el delito como derivación del sacrificio.

La cabrona palabra, dispuesta, implantada y férreamente controlada desde arriba por quienes jamás la asumieron para sí, nos inoculó el acto delictivo como parte de nuestra idiosincrasia, de nuestras nuevas tradiciones. Mientras, en los bajos fondos del poder la corrupción ya estaba a cargo, con mando absoluto y sin contrapartidas institucionales. No es que en otros países y sistemas no exista, pero generalmente suele darse como excrecencia, en tanto en Cuba se ha hecho orgánica como representación del poder, al tiempo que entre la población común sustituyó al trabajo y a sus agentes naturales, la eficacia económica, la producción de bienes y la formación de valores morales y espirituales.

Así, pues, hoy, Cuba es un país de manos arriba y todos al suelo, y, según parece, su inserción (¿inminente?) en el mundo democrático, lejos de subvertir tan vergonzoso cuadro, en los primeros años al menos será campo fértil para su afianzamiento. Si el fidelismo incubó el patógeno, un sistema democrático lastrado con todas las taras del subdesarrollo andará lejos de ser el ideal para extirparlo.

No obstante, algo tal vez ganaríamos si, aunque fuese para empezar, los gobernantes del futuro desterrarán de sus discursos esa cabrona palabra: sacrificio.


 

En un montón de perros apagados

Federico García Lorca

 

Porque te has muerto para siempre,

como todos los muertos de la Tierra,

como todos los muertos que se olvidan

en un montón de perros apagados.

Federico García Lorca


Buscar al que alucina y se agota en tanta infinitud y desborde, el que unge el nuevo canto para que despertemos en la primera mañana del mundo. El que nos acompañará en la marcha hacia el progreso y hacia la reconciliación con las palabras. Y lo seguimos en esa multitud, entre la muerte y la ausencia, entre el recuerdo y el deseo. Porque la muerte llega y el deseo también llega, insondable como la luz, a saturar nuestra amargura, a completar lo terrible del vértigo y la espera.

Porque todo es ausencia, un develamiento de la soledad en su ruido. Entonces nos salvará la búsqueda, encontrar al otro, ese que persigue entre las sombras las delicadas criaturas del aire, los pájaros que pueden ser rocas blancas con ayuda de la luna, pero que son siempre muchachos heridosY no es el pájaro el que expresa la turbia fiebre de la laguna, ni el ansia de asesinato que nos oprime cada momento, ni el metálico rumor del suicidio que nos acompaña cada mañana. Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo; porque si de un lado está la eternidad, lo abierto, el verde renovado y místico de la luz, la nitidez gloriosa de los ángeles ascendiendo, lo crepuscular llenándose de pájaros en sus vuelos alegres, del otro lado está la nostalgia más cercana al abismo. El rojo y negro infinito de las fábulas que trizan el corazón, ese otro horizonte donde tiene lugar el recogimiento de lo infernal y el desarreglo del hombre en su espeluznante herida.

¡Qué serafín de llamas busco!… ¡qué flecha aguda exprime de la rosa su palabra! Habrá que seguirlo ceremonial en el vivaz reflejo de la luna, la luna sin establo donde crepitan los insectos solos, la luna que es un guante de humo, que incendia los cañaverales y deja un rastro vivo. Buscarlo en el bullicio de las ciudades que no duermen, bajo los puentes donde se sientan los mendigos, en los velorios, en el llanto que sube de la herida y de la ausencia más atroz. Buscarlo en los gemidos de todas las parturientas, en lo que no nace y se desangra como un sol en su propio celaje, los que mueren de parto y saben que, en la última hora, todo rumor será piedra y toda huella latido.

Habrá que buscarlo en el aire, en su cacería, bajo el inocente color de la pólvora y los crepúsculos, en la rima dolorosa de la nieve que viaja dentro de la brasa, en los sitios de todos los gitanos, en el cante jondo y la danza. Buscarlo en las bodas con prisa porque no hay quien reparta el pan y el vino. Seguirlo por los andamios de los arrabales y por las graderías. Tras las largas caravanas que se pierden en el punzón oscuro de las aguas.  Tras las neblinas sonoras de los cementerios, en la estremecida violeta sangrante de la noche final. Por las plazas por donde se pierde, el espacio vivo de ese loco unisón de la luz, que bulle en el desembarcadero de la sangre. Plaza de cielo extraño, donde los peces agonizan dentro de los troncos, y se hunde esa frente donde los sueños gimen, sin tener agua curva ni cipreses helados, y los musgos y la hierba abren con dedos seguros la flor de su calavera.

Buscar hasta encontrar al niño, al niño y su agonía, con la ciudad dormida en la garganta y dos verdes lluvias enlazadas.  Al niño que se pierde en la noche sin canto de los peces y en la maleza blanca del humo congelado. Habrá que perseguirlo hasta la sangre. La sangre que pasa por paisajes hidráulicos, que va desde las máquinas hasta las cataratas, y del espíritu hasta la lengua de la cobra. Buscarlo en sus lunas gloriosas, entre hierros y duendes, tras el agua abismada de todos los silencios. Allí donde se pierde el amor, el amor que está en las carnes desgarradas por la sed, en la choza diminuta que lucha contra la inundación. En los fosos donde las sierpes del hambre dejan su oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Habrá que perseguirlo dentro de todas las blancuras y los silencios, en los herbazales nocturnos, entre los minerales lluviosos de todas las soledades. Vigilar con él, los interminables trenes que pasan bajo los escombros de todas las estaciones. El triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas, y esos barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilamente. Sitios abandonados donde solo encuentro: marineros echados sobre las barandillas y las pequeñas criaturas del cielo enterradas bajo la nieve, paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas, para que venga la luz desmedida y venga también, un silencio que no tenga, trajes rotos y cáscaras y llanto.

Habrá que juntar los puñales, el temblor de los verdes girasoles, las noches en su verbena sagrada, para encontrarlo infeliz y diminuto, incólume, ensimismado en la rima gloriosa, en el desorden del verso que crece sonoro, rítmico. Vedlo inalcanzable y nuestro en cada línea, puro y nuestro, salvado en esa libertad que es el recuerdo. Habrá que buscar para encontrarlo en ese único espacio, donde late la vida, seguirle hasta perdernos con él, en la quemadura que mantiene viva todas las cosas. Seguirlo hasta derribar el muro que nos separa de los muertos.


 

Cees Nooteboom

Autor de una muy prolija obra, el poeta, novelista, ensayista, traductor e hispanista neerlandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933) alinea entre los mayores escritores contemporáneos. Le llaman “poeta nómada” debido a su impenitente afición por los viajes, y porque, además, ha tenido a bien desmarcarse de la generación en que nació y desarrollar toda su labor creadora al margen de los grupos y tendencias literarias de su país. Sobre su quehacer poético se afirma con acierto que concede a las palabras un dominio más vasto que aquel que les atribuye el diccionario. Para comprobarlo, bastaría con este poema de sencillo y delicioso lirismo:


Sueños

Los sueños son verdaderos porque suceden,
falsos porque nadie los ve
salvo el soñador solitario,
en sus ojos que sólo son de él.
Nadie nos sueña mientras lo sabemos.
El corazón del soñador sigue latiendo,
sus ojos componen el sueño, no está
en el mundo. Duerme dentro y fuera
del tiempo.
El alma tiene dos ojos, eso sueña él.
Uno mira las horas, el otro
ve a través de ellas,
hasta donde nunca cesa la duración,
mirar se consume en ver.


 

Retrato del escritor invendible

Al interior del mercado libre, en un marco en el que la demanda –salvo excepciones– desdeña lo literario cualitativo, el intelectual típico suele sentirse descolocado, cuando no ninguneado. Su producto no se vende: la gran masa no lo compra. El capitalismo es «injusto», concluye entonces, porque no valora en su justa medida su talento, su obra, su currículo, su capacidad.

Así, el intelectual descolocado reacciona atacando el sistema y, en consecuencia, defendiendo regímenes dictatoriales por el estilo del cubano, que suelen subvencionar lo “insubvencionable” (¿sería justo, por ejemplo, que en una Cuba libre subvencionáramos a Abel Prieto o a Alpidio Alonso?). Así, la crítica antisistema de mucha intelectualidad prototalitaria tiene su génesis en el puro interés personal.

Afortunadamente, no siempre la sangre llega al río. Muchos escritores cubanos, luego de haber pasado por el muy pedagógico Gulag tropical, están vacunados contra el antiamericanismo feroz con que tanta intelectualidad latinoamericana y europea se lava las manos. No obstante, persiste en ciertos estamentos ese victimismo cuasi suicida consistente en echarle la culpa al mercado, o simplemente a la incapacidad del consumidor promedio, de la flaca repercusión alcanzada por sus libros. Ello suele generar en el escritor una actitud autocomplaciente, o abúlica, que en nada contribuye a la difusión de su obra.

Hace poco fui incapaz de explicarme adecuadamente a propósito del tema, cuando unos amigos me echaban justamente en cara cómo podía pedirle yo a los escritores que “bajaran el nivel” o adecuaran el nivel –para llegar al gran público– luego de haber escrito cosa tan «intrincada» como la novela Erótica. Pero no se trata de bajar el nivel –nunca quise decir eso–, sino de ser más listos a la hora de vender, o presentar, el producto, el libro en sí mismo. No se trata de adulterar el contenido sino de ajustar la forma, tan determinante en este tercer milenio de redes sociales y teléfonos inteligentes.

No tiene que renunciar el escritor a un estilo o a unas convicciones para promocionar inteligentemente su obra, para “empaquetarla” con propiedad, para situarse en la época y la realidad circundantes. La clave puede estar en la confección de una portada atrayente, o en un título seductor, o en un oportuno punto y aparte final (en evitar la metatranca y resumir todo lo que se pueda), etc.: en la perspicaz mezcla de todo ello y mucho más. Y por supuesto, en la forma e intensidad con que se publicita el producto. En este sentido, se abre un mundo de posibilidades en los tiempos que corren y hay que estar dispuestos a servirse de él.

Lamentablemente, los escritores no suelen ser buenos vendedores, o publicistas. Esto es comprensible. ¡Pero no le echemos la culpa a los lectores!


 

Un pez fantasma en una alberca sin agua

Imagen cortesía Pixabay

“La puerta de la poesía no tiene llave ni cerrojo: se defiende por su calidad de incandescencia”, diría Aldo Pellegrini.  Algo así ocurre cuando nos acercamos a la poesía de Andrés E. Díaz Castro: sus poemas iluminan intensamente la imaginación con fulgor propio. Para descubrir al excelente poeta que es Andrés basta con seguirlo en sus publicaciones diarias de Facebook. Pero al leer su libro En el segundo cero, coincidimos con las palabras que escribió Abel German en el prólogo: “estos poemas vistos en el conjunto —y en su obligada interrelación— terminan completando una sensibilidad, una visión y una filosofía, sin dudas únicas y enriquecedoras”. 

Adentrarnos en ese universo íntimo donde gravita su poesía es como asistir a una extraña fiesta. Palpamos ese aire amarillo que recorre las cortinas de los retornos, la mirada abismal sin párpado que va tras el humo drástico de los incendios apagados. Todo adquiere plasticidad y trascendencia, la sutileza con que discurren sus versos, la manera de llevar la palabra hacia la poesía y encumbrarla, el tono epigramático y la magistral sencillez con que edifica sus versos, donde lo insondable se vuelve inteligible, comunicable.  Porque si la expresión corre hacia lo ilimitado, su lenguaje henchido de rigor irá a lo primordial, a lo inapelable, a lo irremediablemente necesario, como anotara José Hugo Fernández: “podría decirse que su poesía se muestra destinada a cumplir cierta máxima aspiración de Leopardi, quien pretendió limpiar el lenguaje de todo artificio, hasta un punto en que fuera posible conseguir que cada poema pesara menos que el resplandor de la luna”. Una máxima que podemos encontrar en casi todos sus textos:

yo

y los demás

somos peces

buscando migajas de aire

peces

que simulamos en el agua

nuestros sueños de pájaros

y

un anzuelo solidario

nos invita

a una fiesta de alas.

Las palabras de Andrés tienen un tenue barniz de castidad, una perversión en potencia que seduce y uno se acerca y las contempla. La línea de su lírica, tensada, sin temblor, avanza dueña de sí. Porque más que nutrirse con los diálogos literarios de toda una tradición, la gran vena que alimenta su escritura es la búsqueda de un Absoluto que se encuentra en su propia realidad. Poseedor de una cultura sólida, que se sustenta en sus propias experiencias, en la historia familiar o personal, o en la memoria de una cotidianidad que revelará su ser en el mundo.

Y lo encontramos cercano a todas las realidades. Su realidad de pájaros, de árboles, de tierra, de relojes y sombras, de suburbios que corren por la noche, de espacios llenos de silencio, de mucho silencio y nombres. Y lo acompañamos en el placer de deshojar sonidos en esa flor del silencio; para escuchar más allá del sonido, más allá de la oscura intención de la música: el lenguaje íntimo del poema, la huella inaudible de sus aullidos, y es un aullido múltiple, similar al grito interminable hiperbolizado por Munch, un grito que se alza desde el corazón del vacío… un aullido sordo de animal extinto /un silencio acusador /como un dedo /que debiera ser de Dios. Si bien su poesía expresa la visión escéptica del mundo contemporáneo, encontramos en sus versos un sentimiento de culpa que no logra solaparse del todo.  

Hay momentos en que el poeta quisiera ver solo con los ojos. Ver la realidad desnuda con toda su carga provocativa, sus incorrecciones, hasta su nada profunda, hasta su útero cósmico, donde se generan todas las pasiones y sus muertes… —nos dice—, seguramente estaré allí en posición fetal esperando ser expulsado al Reino del misterio que curiosamente lleva mi nombre. Pero, la realidad a veces es un poema insondable, donde no van a faltar esos colores que brotan del pasado, rostros, perfumes, el sonido de ciertos pasos…

Poesía de la rememoración, testimonio del yo que busca conciliarse con versos y otras brevedades, que ve pasar su sombra por las aceras de una ciudad que ni siquiera lo acoge, y mira este otro lugar de sí mismo que le va devorando… La imagen simplemente ilegible que ha convertido en indescifrable el diálogo del niño con esa realidad tocada por la ausencia. Los poetas —nos dice Andrés— tienen revelaciones que no caben en los poemas. Sirve la poesía entonces para indagar en las inquietudes y las certezas del que escribe, para alcanzar ese universo de vivencias, realidades que son escombros de otras realidades, reminiscencias donde se oculta la memoria de la infancia, un adentro inhabitable, el paisaje familiar sombrío por el paso del tiempo, por esos instantes que no fueron dulces… por esos recuerdos con un fuerte olor a antiguos rechazos.

Y hay cuervos ciegos sobrevolando la carroña de la infancia. Un fulgor entre tinieblas /temblor de párpado que se despereza para ver la eternidad y se diluye en un verso revelación…  ¿A quién perdonas cuando olvidas? Una pregunta que responde casi toda la poesía de Andrés. La pregunta como respuesta imponderable de la angustia. Por eso prefiere el olvido, que es una forma del perdón, aunque otras veces le gustaría saber lo que gorjea /en la íntima soledad /del poema /Saber —nos dice— qué avecita de lumbre anida /en las ramas de mi amnesia. Si como dice Gelman, “uno escribe para curarse de una obsesión que interroga”, en Andrés ese estado parece ser permanente: uno dice soy /sin saber por /y para qué.  Poesía que se debate entre el ríspido silencio de las derrotas cotidianas y los gritos contenidos /en la dolorosa censura de la garganta. Él es el que habita: una zona honda /pulcra /una zona de silencios /y soledades sin formas:

está dentro de mí

y al otro lado

una zona donde nadie me conoce

porque no hay nadie

y los espejos están rotos.

Hermeticidad, simulación, ocultamiento, espejos rotos que no mostrarán nada, ni siquiera la imagen que es reflejo del que escribe. El poeta es la silueta que está al fondo de un paseo desolado inalcanzable… donde estoy también es un horizonte para otros que buscan… Él es el hombre que expone su herida como un trofeo de vulnerabilidad; pero sabe que la herida es una puerta, que la poesía es una puerta por la que se va el hombre que se nos parece. Y la puerta es un motivo reiterado en su poesía, símbolo de los límites, con su carga de significado y misterio. Puertas clausuradas, puertas cerradas, una puerta que se abre en un muro sin puerta, una puerta infranqueable siempre abierta hacia esa eternidad que es la poesía.

La escritura como estrategia de resistencia, de ahí que el poeta le confiera una misión ineludible, sacra al acto de dar testimonio a través de una escritura incesante. La conjunción entre el ser y la naturaleza está en el centro de su poética, donde, además de exponer su irrealidad verdadera, no puede ocultar el lamento por su triste condición perecedera, y donde la ironía es un recurso asumido contra la indefensión y la incertidumbre que lo agobia.  En cierto sentido sus poemas son como una extensión de su persona, encarnan en su manera de percibir —y recrear— la realidad.  Podemos escuchar su imaginación, las imágenes se vuelven ideas y crean un universo lingüístico, suficiente en ocasiones por su capacidad de conmover. Andrés escribe:

Me asusta el confort cuando sé sopla el caos, no puedo ignorar los temblores que anuncian reajustes de todas las cortezas y ese olor a azufre que brota de la tierra donde las hojas se pudren. Me asusta esta resignación satisfecha, esta entrega. Me he convertido en un grotesco niño cansado que garabatea en la arena el rostro del ángel que falta, siempre el ángel, el ángel sin alas que me saluda desde el columpio oxidado de su ausencia.

El poeta es siempre un lector del mundo y de la vida, en medio de tanta desesperanza acepta a la poesía como un ejercicio de fe, y es sagrado el hálito vital que imprime al acto de contemplación, la motivación que lo lleva a continuar la búsqueda, a descubrir la esencia de la verdadera libertad que está en el conocimiento. Si hay algo en lo que concuerdo con Nietzsche es en esa estremecedora certeza de que el poeta sabe más de lo que pueden saber los otros.

A menudo el autor crea verdaderos ambientes para ofrecer una fijeza, una resistencia contra el caos y la disolución; pero hay momentos en que lo vence la añoranza y una amarga tristeza: no me engaño la luz es un recurso /un modo de orientación en el caos. Asumo la belleza como una costumbre. Algo que asocio a tus ojos y a la vibración de tu nombre…  Caen y caen sus versos venturosos y húmedos… alfombrando el sendero de la melancolía… He mirado con la feroz tristeza de los desgarros… Ahora que vuelan en círculos las palabras que no dije /palabras carroñeras sobre el incorrupto cadáver de mis ilusiones… Ahora me volveré cazador en el coto de una renovada posibilidad.  El poeta se siente un pez fantasma en una alberca sin agua…    Un día abres los ojos y tienes constancia de la metamorfosis /Te has convertido en crisálida /Inmóvil /Muriendo.  El mundo exterior es ahora una ficción; el interior es un intento de normalidad en el aislamiento, donde se queda la luz abierta de un relámpago, los ruidos despiertos del poema. El poema que se escribe con un hondo silencio.

La poesía verdadera estará fundando siempre una esperanza, no importa que declare el sinsentido de la existencia, que hable desde el inconformismo, que se exprese con sarcasmos, no importa que recoja la memoria del dolor y el sentimiento de pérdida, que refleje la trágica y dolorosa consumación de los destinos humanos.  Ella irá en incesante apertura, alimentándose de futuro, gracias a su capacidad visionaria, y a esa fuerza transformadora.  Andrés sabe que la poesía es mucho más que declarar certezas, porque el compromiso del poema es el milagro, y nos lo ha dicho creyéndolo, y le creemos, por esas imágenes llenas de encendidas palpitaciones que suenan como verdaderos prodigios, como esas gaviotas que han renunciado al mar para picar migajas de infierno… o como ese mar de tiempo sobrevolado por horas y sombras. Es un deleite la manera como logra despojar las palabras de su vacuidad para forjarlas perdurablemente:   Así por nombrarte acudo a mí resurrección con las manos lavadas… hay mucha ciudad en las saetas florecidas…   El dinamismo y la belleza que imprime a ciertas frases, esas afirmaciones rotundas que consiguen un efecto puntual y sosegado: morir es una pausani ella ni yo le gustamos a la muerte… mejor volar, aunque el precio sea creer en los ángeles. Hay que acercarse a lo que implica la visión vibrante, nutricia, y vamos oyendo, como diría Martí, con las palmas abiertas al aire, el canto de las cosas, un canto nocturno que tenga la medida de mi dolor como pedía Saint-John Perse, y que en Andrés sería su canción pétrea /fórmula para el milagro.

La poesía es canción entonces, canto en la armonización del lenguaje que busca abrazarnos con su candor y verdad, con su pluralidad de voces. El poeta es el hombre total que canta desde sí y hacia el universo, que lleva los círculos musicales de su lírica hacia la creación.  Como el cuervo mensajero de los sueños que vuela en pos de la piedra filosofal, él es el que va, con los ojos cerrados siguiéndole el vuelo /hacia esa eclosión de luz y libertad. Su poesía sirve para alumbrarnos en la peor oscuridad —nos dice— no importa si mi lámpara /apenas ahuyenta las sombras a mi paso… sus versos sobrios y bien hilados mientras alumbran, van repitiendo… ¡Sea la luz!… ¡Sea la luz!


 

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