Abel Prieto y la sutilidad represiva de la Generación del 80

La mayoría de los creadores de la llamada «Generación del 80» en Cuba  ─se trata de un grupo de autores, artistas e intelectuales nacidos durante la década del 50, que llegaron a su madurez artística y literaria en los momentos más duros de la represión de los 70─ ha emigrado o se han convertido en funcionarios activos de la Política Cultural de la Revolución, siguiendo con una fidelidad ciega los dictados y las jugadas de posicionamiento del capo di tutti capi, Abel Prieto, él mismo un ejemplo del ascenso político de muchos de los integrantes de este consorcio: luego de estudiar Letras en la Universidad de La Habana, Prieto ejerció como profesor de Literatura y, más que por méritos propios, aprovechándose de la historia y las relaciones políticas de su padre[1], consiguió llegar a diversas responsabilidades, entre ellas a ser nombrado director de la editorial Letras Cubanas (la casa editora insignia del país), luego Presidente de la UNEAC (de 1988 a 1997), Ministro de Cultura (de 1997 a 2012) y Asesor del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros (es decir, de Raúl Castro, de 2012 a 2016). Desde julio de 2016, ante la necesidad de «conducir con mano experta el combate contra las campañas culturales dirigidas a destruir la invicta Revolución», es nombrado nuevamente Ministro de Cultura.

La utilización en el párrafo anterior de los términos «facción», «capo di tutti capi» y «consorcio» para hacer referencia a este grupo de la «Generación del 80»  tiene su basamento en el nombre de este capítulo (Las mafias culturales): anécdotas conocidas en Cuba, contadas por los escritores Francisco López Sacha, Carlos Martí, Norberto Codina, Arturo Arango, Reinaldo Montero, dan fe de una propuesta generacional establecida como estrategia de posicionamiento para ocupar todos los espacios culturales importantes en la isla con escritores de dicha generación, cercanos todos al capo mayor, Abel Prieto.

Recién llegado desde Santiago de Cuba a La Habana, apenas comenzando entonces mis andanzas en la literatura nacional gracias a que había ganado un importante premio literario, fui testigo de una de aquellas reuniones en las que Abel, a quien recientemente habían nombrado Presidente de la UNEAC, comentó con pasión que ellos tenían la responsabilidad de ponerle punto final a la desastrosa era de Armando Hart Dávalos al frente de la cultura y que cada uno de los pasos de esa generación debían encaminarse a ese propósito. Años después, en una fiesta en casa del escritor Eduardo Heras León, celebrando la designación de Abel Prieto como Ministro de Cultura, le oí decir a varios colegas de su generación que había llegado su hora. Y lo cierto es que, aunque ya algunos de ellos se habían posesionado en cargos de decisión cultural en ministerios, revistas, editoriales y otras instituciones, a partir de ese momento, salvo el monopolio de la Casa de las Américas (que dirigía desde años atrás el poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar) y la Fundación Alejo Carpentier (que muy celosamente capitaneaba la viuda Lilia Carpentier), apenas quedó en la estructura cultural cubana un puesto oficial que no estuviera ocupado por algún miembro de esta generación, por útiles funcionarios que por edad pertenecían a esta generación o por miembros de otras generaciones muy cercanos a nuestro capo di tutti capi.

A este grupo, al tiempo que desarrollaba nuevas estrategias que incluían un mayor ámbito de representatividad cultural para los creadores, ciertos espacios de diálogo y crítica que no sobrepasaran límites negociados previamente con el poder político, y aperturas en otros aspectos del desarrollo cultural ─que convertían el nuevo escenario en un paraíso en comparación con la estática atmósfera de limitaciones y politizaciones abiertas que caracterizaron al período de Hart como Ministro de Cultura─, corresponde la responsabilidad de la «sutilidad represiva» como nuevo método de control de la cultura.

En los corrillos culturales de la isla existen numerosas evidencias de los estragos de este entramado de poder, escandalosas anécdotas e incluso reacciones airadas de algunos artistas, escritores o intelectuales serios que muestran que son estos capos generacionales los responsables directos de la readecuación de las burdas tácticas represivas de los años 70 y 80 en estrategias solapadas que invisibilizaban (hoy sigue siendo así) tanto a los actos censores y represivos como a los cerebros o gestores reales de esa «diplomacia» de control. A sus gestiones al frente de la política cultural se debe también la notoria división generacional que ha debilitado la escena cultural desde finales de los 90 hasta la actualidad. (En lo literario, por ejemplo, fueron los críticos miembros de esta generación los que parcelaron las tendencias, etiquetaron autores y se convirtieron en gurús del canon y de las obras que debían ser promovidas nacional e internacionalmente). Han sido ellos los aplicados obreros que intentan solidificar el muro que divide a la cultura hecha en la isla de la creación cultural en la diáspora, atacando con especial saña a aquellos colegas generacionales que partieron al exilio y tuvieron la suerte de encontrar trabajo en instituciones, revistas o proyectos culturales críticos con la Revolución (como coordinador en Cuba del proyecto Colección Cultura Cubana, doy fe y tenemos las pruebas de que las orientaciones contra escritores exiliados como Luis Manuel García, Félix Luis Viera, Carlos Alé Mauri y Antonio Álvarez Gil, por sólo poner algunos ejemplos de escritores que han continuado creando una excelente obra fuera de la isla, partieron de las oficinas de Abel Prieto, Carlos Martí y Francisco López Sacha, en momentos en que estos eran Ministro de Cultura, Presidente de la UNEAC y Presidente de la Asociación de Escritores de la UNEAC, respectivamente).

Un prístino ejemplo de los límites a los que pueden llegar estos ataques podría ser el triste suceso ocurrido durante la Feria Internacional del Libro Guadalajara en 2002. Quienes tuvimos la suerte de asistir a esa feria, podemos testificar sobre la bochornosa manipulación que hicieron Abel Prieto y sus satélites generacionales de una situación familiar muy específica: los más importantes eventos contestatarios de la diáspora cultural cubana durante dicha Feria dedicada a Cuba estaban encabezados por el ensayista e historiador Rafael Rojas, hermano de Fernando Rojas, filósofo e historiador entonces Director del Centro Nacional de Cultura Comunitaria (dependencia del Ministerio de Cultura), a quien «casualmente» designaron para enfrentar los ataques del enemigo. En simples palabras: en vez de proteger a un útil funcionario (un hombre inteligente y de una altísima cultura como es Fernando Rojas), Abel Prieto y sus asesores de la policía política decidieron ponerlo a prueba, obligándolo a preparar todas las acciones contra aquellas actividades en las que participaría su hermano Rafael. Creo que sobran las palabras.

Inconcebiblemente, además, a las tácticas de control generadas por ellos se deben las limitaciones que durante años han tenido en la isla las luchas de ciertos sectores intelectuales minoritarios pero de mucho prestigio para dar solución a temas álgidos dentro de la población (temas que, justo por ese impacto popular, preocupan a los dirigentes políticos) como el racismo y la integración real del negro en espacios que no sean sólo la música y las danzas afrocubanas; la violencia doméstica y familiar (y por extensión, todo acto violento, que incluye la violencia oficial política, en una sociedad cada vez más violenta); las aspiraciones de igualdad para el grupo social que hoy se conoce como LGBT (fueron ampliamente conocidos en la década del 90 los silencios de estos comisarios ante actos represivos o sus negativas burocráticas para la aceptación de los shows y espacios de expresión de la cultura travesti) o las exigencias de aquellos jóvenes creadores, descontentos con las instituciones culturales oficiales (léase Asociación Hermanos Saíz, UNEAC, revistas culturales oficiales, editoriales estatales), que pedían (o intentaban con sus propios recursos) crear espacios, eventos, revistas o editoriales independientes, proyectos que eran rápidamente atacados y censurados con la aprobación de estos comisarios.

Además, otras dos reacciones resultan visibles: por un lado, el estallido de una creatividad alterna a las instituciones donde el protagonista es el creador que hace su obra divorciado de toda institucionalidad o la unión de creadores (la blogósfera independiente, por ejemplo), y, por otro lado, la focalización del discurso de los comisarios y de las instituciones culturales en la defensa de «las esencias nacionales» contra los ataques «neocolonizadores» de una supuesta quinta columna financiada por los enemigos de la Revolución. La evidencia más clara ha sido la politización creciente de las Ferias Internacionales del Libro de La Habana en todos estos años, convirtiéndose ese evento en uno de los mayores promotores del proyecto ideológico de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), ideada por el expresidente venezolano Hugo Chávez y Fidel Castro en el 2004. Pero también debe agregarse que el Proyecto Cultural ALBA, con sede en La Habana y sucursales en los países miembros de este grupo, ha servido para atraer a los creadores ofreciéndoles espacios de publicación o promoción (sutilmente condicionados a su respaldo político al proyecto) en el caso de los latinoamericanos; para callar el descontento de los creadores cubanos de la isla (con viajes y períodos de «colaboración cultural» en los países del ALBA) y también para reclutar a importantes sectores de la intelectualidad internacional.


Fragmento del capítulo ‘Las mafias culturales’, del libro La estrategia del verdugo (Premio de Ensayo ‘Carlos Alberto Montaner’ 2019).


[1] Abel Prieto Morales, padre de Abel Prieto Jiménez, es apenas mencionado en la historiografía oficial cubana (y su hijo tampoco suele mencionarlo). Sus méritos más reconocidos son haber tenido una relación de amistad con Fidel Castro y haber sido un conocido ideólogo extremista de la política homofóbica del gobierno castrista en los años 60 y 70, siendo un defensor de la llamada «Teoría del Contagio Homosexual».

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Amir Valle (Guantánamo, 1967) ha obtenido premios literarios en países como Cuba, Colombia, República Dominicana, Alemania y España. Ha publicado más de una veintena de títulos, entre ellos los libros de testimonio Jineteras y Habana Babilonia o prostitutas en Cuba y las novelas Las puertas de la noche, Si Cristo te desnuda y Las palabras y los muertos (Premio Internacional de Novela ‘Mario Vargas Llosa’ en 2007). Es Premio de Ensayo ‘Carlos Alberto Montaner’ 2019. Reside en Alemania.