Tren bordeando el abismo

La pérdida de la inocencia es un tema recurrente también para los poetas de estos tiempos. Podría decirse que los pocos inocentes que aún quedan regados por ahí no encajan entre las motivaciones de la poesía. Aunque falta por ver de qué tipo de inocencia hablamos. ¿La que demarcan los antropólogos o la que no puede ser circunscrita fácilmente, puesto que pertenece al ecosistema del espíritu? Si de este último caso se trata, no creo que haya mucho que lamentar. En primera, porque nunca llegaremos a perder del todo esa condición. Y además porque a los efectos de la poesía, conserva intacta su vigencia, sólo que se manifiesta mezclada con ciertos estados que para su bien dependen de una dosis de inocencia, igual que la lluvia depende del aire.

Pongamos la angustia, un sentimiento que tantos versos de excelencia inspiró desde los trágicos griegos hasta hoy, pasando por Rilke y Vallejo, por sólo mencionar a dos que hacen legión, ambos recreadores de esa clase de angustia que provoca la sensación de vacío, de abandono y desvalimiento ante los que únicamente nuestra innata inocencia consigue librarnos del caos mental.

Resulta comprensible entonces que, al margen de usanzas y tópicos, la inocencia continúe siendo aquel metal de base con el que la alquimia poética convierte en oro hasta las pulsiones más lóbregas.

Es una cavilación a la que me convoca la lectura del más reciente poemario de Franky De Varona: Kabuki, libro entretejido de principio a fin con los hilos de la angustia. Aunque, según creo entender, se trata de esa suerte de angustia que actúa como coraza para proteger la inocencia, a la vez que el valimiento existencial de un hombre que en tanto poeta se sabe vulnerable. Digamos que es, como en el célebre teatro Kabuki de Japón, una manera de no mostrar el rostro físico, su porte exterior, sino mediante otros rostros entrañables de los cuales deriva:

Soy una sombra fragmentada,/habito en el desarraigo… En mí veo a los muchos que he sido/los pocos que aún soy,/los tantos que ya han muerto./Soy un rezago de mí mismo… Por estos versos, como por tantos otros de Kabuki (Editorial Médanos), parece deslizarse una dicotomía salvadora, la de quien se siente acorralado pero no opone resistencia, como si no quisiera escapar del cerco, quizá porque de alguna manera lo disfruta, o se le revela familiar, atávico: Un mal actor que se repite/ y no sabe morir/ y no sabe vivir/en el errático carrusel de las esperas… No sé, pero solo existo cuando/ se desdibuja el tiempo en el trigo de mi frente… En el jadeo de la sangre/recojo mis desastres./Uno a uno los tiro al río/para que alcancen la desembocadura/y nadie los vea hundirse…

Poesía rumiadora, con introversiones frecuentemente dolorosas, agrias y hasta un tanto fatalistas: Ser un tren/ sobre las líneas inventadas/ que bordean el abismo/ sería lo procedente… Poesía de los intersticios más oscuros pero no desiertos del ser. Poesía que busca respuestas tanto en el interior del poeta como en las paradojas de su entorno social. Poesía de la nostalgia anticipada por aquello que tememos perder. Poesía conmovedora mucho más por lo que encubre que por lo que expresa: Incertidumbre de que todo acabe/sin haber siquiera comenzado,/donde el que pierde es quien desgarra/el gris de las borrascas/en las que nos detuvimos un instante…Aun en los casos en que parecen haber sido concebidos para exaltar el amor, los versos de “Kabuki” tienden a ser ariscos, recelosos: Somos olvido/en el sendero ineludible/que palpita entre las sombras…

Si, como afirman algunos filósofos, la angustia, en tanto categoría del espíritu, es un buen conducto para catalizar nuestra postura ante el mundo, tal vez bastaría con este libro para adentrarse en el modo en que su autor reguarda con angustiosas reprobaciones la integridad de su inocencia.

Debió ser Kierkegaard el primero en advertir que la angustia que discurre amparada por nuestros residuos de la niñez no es producto de la culpa ni de ningún sufrimiento que no resulte propicio para la propia conciliación. Visto así, se entiende por qué el tren que echó a rodar Franky de Varona en Kabuki, lejos de ir directo al abismo, lo bordea como alternativa para no perder el rumbo.


 

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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.