Ignacio Giménez y la viralización del descaro

“Señora, si usted no usa su cerebro lo puede donar”. Fue el primer comentario que leí luego de entrar al canal del supuesto abogado y liberador de Cuba Ignacio Giménez y comprobar que, efectivamente, estaba de regreso en Internet tras casi una semana de ausencia. Comentario de un usuario antiGiménez a una usuaria proGiménez que aún invierte candidez en Giménez. Comentario revelador en todo caso, porque, aunque Ignacio fue recibido con abrumadora hostilidad en su página de Youtube este miércoles, que todavía conserve a algunos crédulos a su lado indica cuán profundamente cala el problema de la viralización del descaro, de una cultura de la estafa que ha encontrado en las redes sociales a su aliado más poderoso. O cuán profundamente puede marear cerebros que ni sirven para ser donados.

“Me pregunto a cuánta gente le habrá dado un síncope”, escribió otra usuaria refiriéndose a la frustrada directa prevista para Facebook y Youtube el viernes pasado, en la que el huidizo Giménez mostraría las pruebas de su magistral golpe al castrismo. “¿Cuántas denuncias por homicidio imprudente podría sufrir Ignacio tras el 4 de junio?”.

“No sé si te procesarán por calumnias o directamente te encerrarán en un manicomio, pero impune no te quedas”, advirtió a Ignacio otro internauta.

En cualquier caso, Internet trabaja exponencialmente. El descaro, la estafa, la picaresca, presentes en todas partes y en todas las épocas, y que en Hispanoamérica han desencadenado siempre excesos extraordinarios, tienen en este primer siglo de la viralización de la desinformación un escenario instrumental prácticamente inagotable. Gracias a las redes sociales sobre todo, la inmemorial cultura de la estafa ha escalado posiciones, mareando desde gobiernos hasta sectas, desde abejas hasta flores, desde influencers adolescentes hasta ancianos eruditos. El caso de Ignacio resalta, al menos en el ámbito cubano, tal vez por lo patéticamente simplista de su puesta en escena, o por su mecánica disparatada, caricaturesca, repleta de directas invisibles, abogados invisibles, procesos invisibles, pruebas invisibles, escenarios invisibles… y promesas y amenazas inaudibles… (por el aburrimiento que provocan). Puro “memesianismo”, como lo ha bautizado el escritor Manuel García Verdecia.

No vale la pena abundar en los pretextos invocados por Ignacio para justificar su directa invisible o su desaparición de seis días. Son, como su puesta en escena toda, de una fragilidad vegetal, y a los efectos de este artículo carecen de relevancia. Más bien intentamos explorar las interioridades de un fenómeno que, como el de la viralización del descaro, manipula a multitudes caracterizadas por la credulidad y el entusiasmo fanático. Ahora mismo, con estas multitudes, la cultura de la estafa cuestiona la democracia tal y como la conocemos, apuntando al corazón del Estado de Derecho. La mentira, radicalizada, enrarece el ambiente, atomizando y vaciando de significado la esfera pública, pervirtiendo la realidad.

Veremos cómo evoluciona, o involuciona, el asunto, pero ciertamente no todas las consecuencias de la expansión de las nuevas tecnologías podían ser agradables. Ahora que el volumen de «conocimiento» en circulación alcanza niveles nunca vistos, cada vez más gente se muestra incapaz de detectar la mentira o de ingresar a la realidad… o como se prefiera llamar al acontecimiento objetivo.