Verdades de un hombre aferrado a la soledad

Rolando Ferrer Espinosa (izq.) junto al pastor Mario Félix Lleonart en el Festival Vista

 

El sentido de pertenencia a una isla/país fragmentada, lleva al narrador/personaje a reflexionar sobre la competitividad de ciertas actitudes. Y es que detrás del dolor, de la ansiedad que hostiga a un escritor, en ocasiones meditabundo, late una espiral de esperanza en el poder de la acción y del verbo, inocencia que oxigena la creación de toda certeza negativa o acto anulador.

Y en efecto, es el libro Tinieblas de soledad, del escritor cubano, por excelencia santaclareño, Rolando Ferrer Espinosa, Premio Internacional Reinaldo Arenas 2017, publicado por la editorial Neo Club Ediciones en 2018, la continuidad de un dolor y de una soledad que se vienen expresando —y se acrecientan— desde el interior del Yo singular para convertirse en un Yo plural que nos abarca a todos los que, de una forma u otra, y con unidad o no de criterios, pernoctamos en esta gran ciudad atiborrada de sombras que llamamos Cuba.

Aquí el dolor que aterra al narrador/personaje frente a su isla/país se hace más evidente desde las palabras introductorias escritas por el poeta y narrador Rafael Vilches. Cito: «Se narra en estas páginas una historia de amor por la vida, pero triste y despiadada. Donde los hombres que se encuentran en el poder son el lobo de los que como corderos se hallan en prisión».

Es Rolando Ferrer un escritor que escribe desde la profundidad del dolor, desde la intraducible soledad del hombre que ve partir sus sueños bajo una bruma que no emite otra señal que la desesperanza, dándonos la sensación que va muriendo lentamente en el vacío, en ese recuerdo inconmensurable sobre un futuro al que todos apuestan y cada vez está más lejos.

En cada una de sus páginas otea la resistencia del corredor de fondo y, al mejor estilo de la tradición hispanoamericana, llega a la conclusión, o más bien a la aceptación, de que el dolor y la soledad son definitivos y debe aceptarlos como ecos del silencio de su Yo interior. Ese que abriga los espacios que comparte en tono apesadumbrado.

El libro está dividido en doce partes, las que agrupan comunicaciones que reflexionan sobre asuntos conexos, todos, como dijera en los inicios, bajo la misma unidad temática referente al dolor y a la soledad, al ser humano como un ente insólito sobre la tierra, equilibrista frente al vacío al cual se enfrenta desde su nacimiento. Un ente absurdo en cierta forma porque, como dijera Quevedo, «Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino…!». Parece que el personaje/narrador concluye con la noción de que buscamos a Cristo en cristo ya que todos somos cristo. Es decir, que lo somos en potencia si somos capaces de arriesgarnos a caminar por la cuerda floja, «línea mortal del equilibrio», como dijera Vallejo, y así convertirnos, junto a él, en los desheredados de la tierra que son, en el fondo, una numérica mayoría, y así encontrarnos a nosotros mismos sin máscaras y frente al mar, espejo silencioso de nuestros infortunios.

Constantemente regresa a la memoria de Rolando Ferrer su isla/país fragmentada, sus habitantes con sus sueños e improperios a cuestas, con sus diálogos que tal parecen monólogos alucinados, esa cantera de imágenes y planteamientos que apuntan a una visión más íntegra del ser humano y su esperanza, siempre al borde del abismo. También se vuelve sobre su propio presente para subrayar su desencanto por una actualidad sumergida en una crisis de valores que lo asfixia, lo hace sentir insomne entre los callejones de una isla/país ya no solo fragmentada, también camino al caos.

El poder de la imaginación para profetizar y reconstruir en él, a pesar del dolor y la soledad que constantemente lo aquejan, es infinito. En repetidas ocasiones a lo largo del texto, ha ejemplificado sus realidades, haciéndonos ver que todo fin puede ser un comienzo, que toda esperanza no tiene por qué ser utopía y que el hombre, en toda su dimensión de animal herido, puede ser salvado de las filosas garras de la desesperanza.

Tinieblas de soledad no es más que la lucha constante de su autor contra las prohibiciones y la censura, contra el enrejado moral de la cultura muy de moda por estos tiempos. Revela en el plano de la escritura la presencia de un hombre deseoso de dejar sus huellas de manera consciente, plural y a la vez contradictoria, de su paso por el mundo. Reflexión y crítica, desgarramiento espiritual y nostálgico, historia dentro de la historia, Dios misericordioso, el pasado revertido en un presente a la deriva y sin otro mensaje que el desconcierto, y el dolor y la soledad, es la tonalidad mágica que encierra este libro. La aflicción de un hombre que nos llama a no perder nuestra identidad, a no claudicar ante tanto desarraigo, ante tanta duda imponiéndose a los días vividos y a los por vivir, como nos dice, con calculada sutileza, en los inicios del libro, precisamente en el capítulo Cómo sobreviví: «Así ajusté mi coraza protectora contra todo lo malo que pudiera venir. Creé un nuevo concepto, allá afuera, y lo ubiqué lejos de mí. Sería una meta de futuro, sin contacto con el presente». 

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(Pinar del Río, 1966). Es historiador, abogado, narrador, poeta, crítico literario. Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos 'Nostalgia del cíclope' (Ed. Libre Idea 2004), 'Mientras arde en silencio mi voz' (Ed. Capiro, 2006) y 'Epístolas de un loco' (Ed. Mecenas, 2007), y los poemarios 'Confesiones del Abad' (Ed. Matanzas, 2005) y 'Testimonio del pagano' (Ed. Unicornio, 2007). Ha obtenido, entre otros, los premios Mercedes Matamoros, 2003; Félix Pita Rodríguez, 2006; Farraluque, 2007, y el Primer Accésit certamen de relato breve LGTBI, Premios Lorca (España, 2013). Reside en Cuba.