11 de julio de 2021: La sinergia

Según la numerología tradicional, el 11 es un número maestro que significa “la supraconsciencia en todas sus manifestaciones”. Esto puede resultar contradictorio cuando se piensa, por ejemplo, en la tragedia de las Torres Gemelas de New York, ocurrida un fatídico 11 de septiembre. Pero, por alguna enigmática razón, esta cifra parece contener un sentido auspicioso para cambios sociales.

El 11 de agosto de 2018, vecinos del barrio San Isidro, en la Habana Vieja, apoyaron a un grupo de artistas que estaban siendo reprimidos por la Seguridad del Estado solo por intentar expresar su desacuerdo con el Decreto 349, que convertía en delito el arte independiente. Fueron esos vecinos de una barriada pobre, marginada, quienes grabaron con sus celulares el acto de rebeldía y lo subieron luego a las redes. Aquella solidaridad espontánea y muy arriesgada, marcó el nombre del grupo de artistas libres, que un tiempo después decidieron llamarse Movimiento San Isidro.

El 11 de julio de este año, habitantes del pueblo San Antonio de los Baños salieron masivamente a las calles para protestar por privaciones impuestas durante 62 años: apagones, desabastecimiento, desesperanza… Todo esto recrudecido en medio de la pandemia del Covid y una crisis sanitaria.

La marcha, totalmente pacífica, fue difundida en las redes a través de una directa en FB. Se propagó como pólvora, pero lo que en esencia cundió en un vértigo imparable, provocando protestas en casi todas las provincias de la Isla, fue el instinto de libertad, replegado y condenado a la seguridad de nuestras mentes, bajo la férrea mordaza de un gobierno que ha reinado a base de sugestión.

Que el socialismo (o comunismo, como quieran llamarle los defensores de lo indefendible) ya no convence a la inmensa mayoría de la población cubana como opción de vida, fue gritado por fin al aire, rasgando el velo del hipnotismo, del miedo insertado en la sangre con todas las formas visibles y tácitas que utiliza la represión, como ocurre en las dictaduras, disfrazándose de justicia y voluntad popular.

Testigos de las protestas del 11 de julio hablan de la alegría compartida entre los manifestantes, de un sentimiento de legítima solidaridad que nada tiene que ver con la que trataron de imponernos a través de la falsa (y antinatural), homogeneidad ideológica.

Un video filmado desde uno de los balcones del hotel Inglaterra, frente al Parque Central, muestra al gentío que crece y crece con grupos provenientes de las calles aledañas, uniéndose en una marea humana que se desplaza hacia la avenida Malecón, ese borde del país entre el mar y La Habana donde también se produjo el primer estallido espontáneo en medio de la crisis del 94 (o el paroxismo de una larga crisis imputada por una administración solo experta en sembrar pobreza y tristeza).

Hoy, a la luz, o más bien a la sombra del horror que sobrevino después ese día 11, podría catalogarse de ingenuo el gesto de gritar lo que queremos la inmensa mayoría (“Libertad”, “Abajo el comunismo”, “Cambio de gobierno y de sistema”), como resulta ingenuo también lanzarse al mar desafiando los elementos y la fatalidad, en un acto de desesperada autonomía.

Pero esta, la última inocencia del pueblo cubano, fue astutamente construida a base de camuflar y dosificar el horror, para poder prolongar la sugestión de que Fidel y su continuidad política son un gobierno magnánimo, estrategia obligada para ganar la simpatía de la izquierda internacional, que ha sido cómplice en perpetuar el espejismo de un sistema al que, cómodamente, apoya sin padecerlo.

Los hombres y mujeres “de cara al sol”, como diría Martí, las consignas sinceras y la alegría colectiva fueron registrados por los móviles, subidos a las redes y sirvieron para ejecutar una despiadada cacería. Por primera vez, en 62 años, cientos de cubanos experimentaron el calvario que padecen los disidentes y opositores al régimen, quienes son descalificados oficialmente y hasta difamados en la TV nacional, procesados con delitos falsos, recluidos en infiernos inhabitables denominados eufemísticamente “prisiones”. O presionados en un acoso paciente y encarnizado, que les crea rupturas familiares, enfermedades propias del estrés y, en muchos casos, los impulsa a la traición, o al destierro.

Si el 11 de julio, como expresó ese mismo día una de las manifestantes frente al Capitolio, “nos quitamos el ropaje del silencio”, simultáneamente el gobierno se quitó el falso ropaje de represor blando para mostrar su verdadera monstruosidad.

Tropas de “avispas negras” cayendo sobre la multitud, escogiendo un blanco para abatir a palo limpio, sembrando terror, lesiones y hasta muertes; y los mismos móviles que mostraban los alegres gritos de “Libertad”, exponían ahora la barbarie que siguió a las palabras del presidente Díaz Canel en una emisión especial en la TV: “La orden de combate está dada”. “Combate” de militares armados contra civiles desarmados, sorprendidos y aturdidos.

El rol fundamental del exilio

La radiografía de todas las dictaduras a lo largo de la historia es muy similar. Se construyen utilizando lo peor del ser humano: el oportunismo, el miedo, el egoísmo, el instinto básico de supervivencia, un ideal falso y un falso enemigo común. Con esos elementos se puede sustentar una estabilidad social por cierto tiempo, siempre drenando el descontento a intervalos, como ha sucedido en Cuba a través del éxodo.

Pero en noviembre de 2020 el exilio cubano demostró que no ha olvidado a su patria como quisiera el gobierno, y que esa comunidad dispersa por el mundo late al unísono con el corazón del pueblo pisoteado.

En noviembre de 2020 un grupo heterogéneo de personas se reunió a leer poesía en casa del artista contestatario Luis Manuel Otero Alcántara. El acto constituía realmente un performance de protesta por la condena a prisión del rapero Denis Solís, tras un juicio sumario.

La cuadra fue sitiada inmediatamente, y la presión y agresiones por parte de la policía política a las personas acuarteladas en esa casa, fueron denunciadas en directas de FB, provocando una inédita recepción popular. El intenso reality show de aquel confinamiento en plena pandemia, desde un barrio de excluidos, con calles rotas y gente con el alma rota reclamando derechos básicos por medio de dramáticas huelgas de hambre, generaron una atención y simpatía sin precedentes en la historia de la disidencia cubana. Cuando finalmente la vivienda fue asaltada por la Seguridad del Estado en un falso operativo sanitario, y arrestados los activistas en medio de un apagón digital para impedir cualquier intento de solidaridad, los cubanos de adentro y de afuera vibraron con la misma indignación.

Y surgió un movimiento de sinergia también sin precedentes, que desembocó en una protesta masiva al día siguiente, 27 de noviembre, frente al Ministerio de Cultura, e iba a continuar al otro día por parte de la comunidad animalista frente al Ministerio de la Agricultura, pero la acción fue filtrada y disuelta.

Sin embargo, la chispa de la esperanza ya había prendido y grupos de entusiastas exiliados cubanos se estructuraron desde diferentes países para apoyar a los Acuartelados de San Isidro y, por extensión, a quienes dentro de la Isla y enfrentando las crecientes restricciones y peligros, luchan por la libertad de un mismo país.

Esa sinergia entre la Cuba de adentro y la de afuera, que barrió con los límites geográficos de un archipiélago provocando acercamientos y súbitas conexiones entre desconocidos, conocidos, familiares o amigos separados por años y la absorbente convulsión de realidades distintas, llegó a su expresión máxima con las protestas del 11 de julio. Fue destruido el mito del silencio, la falacia de la aceptación a un gobierno que todos sabíamos era una tramoya cada vez más ineficiente y costosa. La mentira de una sociedad donde jamás nos sentimos representados, donde el sentido de pertenencia y de identidad nos fue arrebatado milímetro a milímetro, hasta dejarnos el exilio o el inxilio como únicas alternativas.

También, como ocurre en todos los sistemas totalitarios, a medida que la naturaleza del mal va quedando expuesta mediante actos de represión y medidas antipopulares, a medida que la insatisfacción y el hambre de libertad se hacen mayores que el miedo y el estupor, los dictadores se ven obligados a mutar de tácticas, pero igual saben que esas dilaciones no son eternas.

La visibilidad de la represión del 11 de julio y la prolongada jornada de arrestos, desapariciones forzadas (donde la mayoría de las víctimas han sido jóvenes, algunos incluso menores de edad), los juicios sumarios, han funcionado para paralizar las manifestaciones y restablecer una paz superficial. Sin embargo, la violencia desplegada contiene el alto costo de destruir la “poesía de la revolución”, o lo que quedaba de un ideal que devora hasta sus defensores si ve amenazada su propia existencia.

Los pasos que siguieron a esta violencia física van encaminados a una parálisis aún más férrea, tal es el caso del Decreto 35, que penaliza el uso de las redes digitales como plataforma de expresión libre, de convocatoria y de protesta.

Al mismo tiempo, los gritos de libertad del 11 de julio todavía resuenan en la memoria colectiva. La atmósfera de la Isla se siente enrarecida, cargada de tensión y de una inconfesada esperanza.

Ya nada es igual. El gobierno sabe que el pueblo no lo quiere. El pueblo sabe que el gobierno es malo, muy malo, y que no puede confiarle su vida, sus hijos, sus sueños.

Los militares o agentes vinculados a los órganos represivos saben que no hay nada sublime o siquiera defendible en golpear a gente humilde e indefensa que solo pide libertad y prosperidad (las cosas intangibles y tangibles que cualquier ser humano desea en lo más íntimo, y ellos mismos se ven obligados a tener la segunda a costa de renunciar a la primera).

El pueblo cubano, el mismo que gritó en las calles el 11 de julio lo que sentía, sabe ahora más que nunca el precio de la sinceridad. Ya no es ingenuo. Sale cada día a poner bajo sus pies un espacio sólido donde sostenerse, y a su familia, en esa lucha agónica de más de medio siglo que se niega a concederle nada más.

Sabe que la libertad probada es irremplazable. Lo que antes era un secreto a voces, ahora es compartido por miradas cómplices en una inmovilidad que puede volver a romperse.

Luis Manuel Otero Alcántara, el iniciador de las huelgas de hambre que en noviembre pasado despertaron al exilio, fue apresado al igual que otros líderes el mismo 11 de julio, y desde la prisión de máxima seguridad donde espera (involuntariamente) la resolución de un caso fabricado, acaba de anunciar que “se va loma abajo”, metáfora marginal para describir la autoinmolación, el recurso de castigar al cuerpo, el mismo cuerpo obligado a no ser libre. A castigarlo por medio del ayuno o a liberarlo por medio de la muerte.


Texto perteneciente al Dossier ‘El 11J en contexto’, del número 17 de Puente de Letras