Cuba y la enajenación colectiva

Fragmento del libro, en preparación, El huevo de Hitchcock, de José Hugo Fernández


No nos queda sino reconocer que gran parte de la población cubana parece sufrir enajenación colectiva. Y ojalá que sea un padecimiento transitorio. En caso contrario, no resulta estimulante pensar en cómo nos iría cuando llegue el fin de la dictadura.

No debe ser sino bajo los efectos de un grave trastorno que las personas renuncien a los beneficios que proporciona el trabajo y se resignen a vivir del aire, apostando por la inseguridad y aun por la miseria, con tal de preservar ciertos ripios de libertad individual. Que no trabajen porque no encuentran estímulos en los salarios de hambre que se les paga, ayuda sin duda a entender este fenómeno, pero en rigor no creo que sea suficiente para justificarlo. La sociedad cubana está desintegrada. Y tal vez haga falta asumirla desde ese desmembramiento para entender a cabalidad el origen de su enajenación colectiva. El empeño totalitarista del régimen por reducir a los cubanos hasta una especie de tribu ancestral, al estilo de las primeras hordas de antropomorfos, ha terminado exacerbando el individualismo primitivo de nuestra gente y su falta de responsabilidad ya no sólo ante el propio destino, sino ante la historia.

Es un tema que preocupó a los sociólogos y a los psicólogos sociales a lo largo de cientos de años. Precisamente uno de ellos, el célebre Emile Durkheim, lo convertiría en el centro de trascendentales estudios. De acuerdo con Durkheim, la actual civilización existe –representada en sociedades de funcionamiento colectivo– gracias al hecho de que amplios grupos de personas consiguieron unir sus intereses mediante relaciones armónicas y reglas que se fundamentan en una serie de hábitos, tradiciones, conceptos y modos de conducta que les permiten reconocerse como grupos afines y actuar en consecuencia, sin que nadie necesite renunciar a sus aspiraciones como individuos sino al contrario, contando para ello con la comprensión y el apoyo de la comunidad.

Es a lo que algunos llaman conciencia colectiva, justamente a partir de la teoría desarrollada por Durkheim en su libro, de 1893, La división del trabajo en la sociedad. “La conciencia colectiva es resultado de fuerzas sociales que son externas al individuo, que recorren la sociedad, y que trabajan juntas para crear el fenómeno social del conjunto compartido de creencias, valores e ideas que la componen”. Así lo establecía el reconocido sociólogo y filósofo francés en las conclusiones de su estudio, del cual resulta imposible prescindir hoy para comprender las bases del sostenimiento de la civilización moderna, y para constatar como un hecho involutivo que haya personas viviendo enajenadas en sus márgenes, tal y como ocurre ahora mismo en nuestra isla.

El agravante, en el caso de Cuba, es que esa enajenación convierte a las personas en ingobernables, lo que puede ser ventajoso mientras permanezcan dominadas por una dictadura, pero más adelante sería un serio escollo para la aspiración de vivir en democracia.

Como ya quedó dicho, a fuerza de subsistir durante tanto tiempo bajo un poder que le domina en lugar de gobernarle, parece que la sociedad cubana deambula sin brújula ni timón. Un problema bien grave, al cual quizá no hemos prestado toda la atención que merece, ni de nuestra parte ni de parte del régimen. Aunque posiblemente no sea muy tarde para hacerlo. Para nosotros quiero decir, pues para el régimen sí que es tarde.

Justo en los días que corren más de un politólogo ha manifestado preocupación por el agotamiento que exhiben los países en cuanto al control de mecanismos representativos de la democracia. Advierten que esa situación constituye una amenaza para la gobernabilidad, lo que es decir para la vida en civilización. Tal vez exageran. Pero en cualquier caso, pasan por alto ejemplos como el de Cuba, donde la ingobernabilidad no es una amenaza sino un hecho concreto, y no obedece al agotamiento de los mecanismos de la democracia, sino a su aniquilación por vía violenta.

Porque es obvio que la mayoría de la gente en la Isla demuestra estar gobernada únicamente por la inercia. Se ha perdido, o está a punto de perderse esa chispa de inconformidad que rige cada acción entre los seres vivos. A fuerza de fingir, los ciudadanos han ido derivando hacia una suerte de incapacidad ya no sólo para decir las verdades, sino para enfrentarlas o, aun menos, para identificarlas. De tanto ocultar o disfrazar lo que en verdad piensan y sienten, pareciera que cada día disponen de menos aptitud para manifestar auténticos sentimientos. Frente al abandono a que les condena la dictadura castrista, responden abandonándose ellos mismos. Ante la enfermiza manía concentracionaria del poder, oponen la silenciosa picaresca del disimulo y del individualismo. La tan cuestionada pasividad del cubano frente a los abusos del régimen (la que afortunadamente comienza a dar síntomas de reversión), ha estado respondiendo a esa dejadez, a esa inconsciencia que ya es defecto de fábrica. Ante la tesis totalitaria de que el Estado es superior a los individuos, y, por tanto, éstos tienen que ser sus servidores, las probetas para sus caprichosos inventos, quedaron asfixiados en el inconsciente colectivo la espontaneidad y el impulso de originalidad, rasgos eminentemente humanos, cuya ausencia les aplasta hoy, a la vez que demuestra la ineptitud del régimen para gobernar.

Esos grandes y pequeños funcionarios corruptos que saturan todas las estructuras y que, lejos de extinguirse al ser aplastados, se multiplican como las lombrices. Y esa abulia generalizada entre la gente de a pie ante los llamados al orden, ante el cumplimiento de la ley, o ante la perspectiva de cualquier compromiso, sea para apoyar con hechos los planes oficiales o para rechazarlos, no es sino consecuencia directa de la ingobernabilidad de los cubanos, posiblemente el más nefasto de los males que heredaremos del fidelismo. En apariencia, la gente está dispuesta a obedecer todo lo que se les ordene y a sufrir resignada lo que le impongan, pero si bien se mira, no deben abundar en el mundo pueblos tan desobedientes y descreídos como el cubano. Tampoco abundarán los que estén resueltos a pagar por ello un precio tan alto.

No es que fuéramos perfectos antes de 1959. Ciertamente, hay deformaciones del carácter y de la conducta que vienen acompañándonos desde el inicio mismo de nuestra nacionalidad. Algunos incluso han sido suficientemente descritos y estudiados en épocas anteriores. Bastará con recordar el muy conocido ensayo Memoria de la vagancia en la Isla de Cuba, donde José Antonio Saco analiza el modo en que vicios deformadores como el juego estaban incidiendo significativamente sobre el desapego al trabajo entre los cubanos del siglo XIX. También se refiere Saco a otras lacras como la corrupción administrativa y la falta de orden público. Sin embargo, tales anomalías eran en gran medida insuficiencias propias de una nación que había nacido y apenas comenzaba a madurar socialmente bajo el dominio colonial y esclavista, los que lejos de propiciar su desarrollo, lo impedían. No obstante, y aun cuando no sea equilibrado establecer comparaciones entre dos momentos y circunstancias históricamente lejanos y distintos entre sí, resulta imposible pasar por alto que las dimensiones de la holgazanería o de las otras torceduras descritas en Memoria de la vagancia en la Isla de Cuba no eran ni tan extendidas ni tan graves como las que se evidencian hoy en Cuba a simple tiro de ojo, ya que no se dispone todavía de un estudio serio y confiable para argumentarlo.

No es que no hayamos avanzado mucho desde los días de Saco, lo cual ya sería escandaloso de por sí. Es que luego de haber conseguido enderezar el rumbo civilizador en la etapa republicana, todos los índices de progreso histórico se detuvieron con el advenimiento de la revolución de 1959. Y después han estado reculando estrepitosamente por más de medio siglo bajo la bota del totalitarismo fidelista.

Además, tales índices no se refieren sólo a las deformaciones descritas en el ensayo de Saco. Hoy son muchas más. Abarcan en suma todas las actividades y las manifestaciones socioeconómicas del país. Empezando, desde luego, por la holgazanería, que es producto estrella del socialismo y su más eficaz instrumento de dominio.

Ya se sabe que Lenin no trabajó nunca, y que mientras se preparaba para su único empleo, el de alucinado profesional, comió y vistió durante 30 años con las remesas que le enviaba su madre a distintas ciudades de Europa. Marx también estuvo muy lejos de ser un modelo como trabajador. Se cuenta incluso que jamás vio una fábrica por dentro, ni de visita. Stalin no hizo más que dedicarse a imponer su estalinismo a sangre y fuego. Mao Zedong otro tanto. El primero y último trabajo estable que realizó Fidel Castro en toda su vida fue el de líder de una revuelta de holgazanes, entre cuyos legados sobresale hoy el total aniquilamiento del respeto y la dedicación al trabajo que durante mucho tiempo había estado caracterizando a nuestra gente en Cuba.

No acabo de entender a esta crema encaprichada en gastársela como la vanguardia de los trabajadores del mundo sin que se le haya ocurrido trabajar alguna que otra vez, aunque no fuese más que por aquello de que solamente se aprende a capar cortando huevos.

No todos los llamados Comandantes de la Revolución eran señoritos sin oficio antes de irse a la Sierra Maestra. Algunos trabajaron. Pero en 1959 llegó el líder y mandó a parar. Hace más de sesenta años que no disparan un chícharo. Eso no es serio. ¿Cómo es posible que una persona que conoció por sí mismo el valor material y los beneficios morales del trabajo, acepte sin el más mínimo sonrojo un estatus de millonario condicionado por el robo y por la explotación abusiva del esfuerzo de otros que han trabajado como bueyes sin tener acceso siquiera a dos comidas calientes por día, digamos a base del elemental tasajo con boniato que era el plato común de los esclavos en tiempos coloniales?

Cuando en un futuro (ojalá no lejano) se intente estudiar el cuadro de invalidez general que ha sumido a Cuba en la ruina económica, pulverizadas todas las estructuras, las tradiciones y los valores identificativos, y con la mayor parte de la población sin ánimos y sin interés por emprender la recuperación, estoy seguro de que todos los caminos conducirán al día en que el trabajo extravió su verdadera función y empezó a convertirse, como todo lo demás, en consigna hueca, perdiendo su significado como propiciador básico de la existencia y como generador de progreso. Y todo por obra de un sistema de dominio que luego de sacarle el sumo a los trabajadores, eligió hacerse fuerte a costa de su apatía ante la lucha por la vida, estimulando la falta de esfuerzos y de iniciativas, premiando la grisura de intelecto y amoldándoles a la idiosincrasia del rehén, a quien se le “asegura” la vida, precariamente, sin que tenga que mover un dedo, a cambio de que no se rebele. Cuando se arribe a tales conclusiones, y se vea que los culpables de la debacle se auto-titulaban líderes del pueblo trabajador, habrá llegado el momento de prescindir de los historiadores y llamar a los psiquiatras para que rescriban nuestra historia.

Es realmente difícil (yo diría que imposible) hallar en nuestro hemisferio otro país donde se trabaje menos que en Cuba, y donde, a la vez, los trabajadores acumulen tantas quejas y frustraciones, lo que es decir, tan pocos motivos para celebrar. Sin embargo, el primero de mayo, llamado Día Internacional de los Trabajadores, alinea allí entre las grandes celebraciones del año, motivo de masivas marchas y concentraciones populares, que deben ser celebrativas por ley, sin la menor protesta ni demanda.

Es muy posible que la nuestra sea la única nación del planeta donde el trabajo ha perdido su incentivo como propiciador básico de la existencia y como generador del progreso, descontando, claro, sus pérdidas como formador moral y espiritual. Lo que ha tenido lugar en la Isla, a lo largo de más de seis décadas, es la institucionalización paulatina pero implacable de la vagancia como parte de un sistema de poder que, más que explotar nuestro trabajo, eligió hacerse fuerte induciéndonos la abulia y el parasitismo. Ni a Hitler, ni a Stalin, ni a Lenin, ni a ninguno de los ambiciosos y envilecidos reyes o emperadores que en este mundo han sido, se les ocurrió lanzarse con una coartada tan chapucera pero a la vez tan efectiva para atornillarse en el poder.

Quizá tampoco ninguno entre ellos habría conseguido hacer funcionar tan bien y durante tanto tiempo un sistema que se sostiene, sin avanzar pero sin que acabe de hundirse, no con el trabajo de la gente que esclaviza, ni con la eficacia de su propia gestión económica, sino a través de la doble subvención parasitaria: desde el exterior hacia el régimen y desde el régimen hacia sus dominados, pero en brutal desproporción.

Mucho se habla y escribe al respecto, pero me temo que este fenómeno no haya sido estudiado suficientemente, en todos sus resquicios, como lo que verdaderamente es: la causa primera y fundamental de las desgracias actuales del país y su mayor hipoteca de cara a un futuro que cada vez se avizora más cercano y también más dramático.

El desapego, la falta de hábito y el abierto menosprecio que manifiestan ante el trabajo la mayoría de los cubanos –y no sólo los más jóvenes, como suele decirse– puede contar con fuertes atenuantes justificadores, pero ello no nos impide estar situados en la cola de la civilización, ni evita que veamos el futuro democrático mucho más engorroso y traumatizante de lo que tal vez hoy estamos dispuestos a reconocer.

Podemos seguir buscándole la quinta pata al gato a la hora de explicar por qué la mayor parte de las tierras fértiles del país han permanecido yermas durante decenios, o por qué nuestras producciones de bienes materiales no se acercaron jamás a la suficiencia, como no fuera en los informes de la prensa oficial. Pero el motivo es uno, único por la contundencia sobre los demás: la función del trabajo, según su real significado, o sea, en tanto conducto para el desarrollo y herramienta para la conquista de la independencia individual –por limitada que ésta fuere, y ya sea independencia ante el entorno natural o ante las trabas impuestas por los hombres–, ha sido sistemáticamente enrarecida entre nosotros. No, como suele afirmarse, gracias a una larga cadena de torpezas administrativas, ni a fallos graves en el sistema de educación, sino a lo trazado por un meticuloso programa de dominio dictatorial.

Todavía hoy, uno no sabe si llorar o hacer gárgaras ante el espectáculo de un grupo de ancianos caciques cayéndose en pedazos, sin disposición para dar un solo paso al frente, pero listos para continuar parapetados hasta el fin tras sus insultantes equivocaciones. Y ellos son quienes nos hablan sobre la necesidad de revitalizar el espíritu del trabajo y la lucha contra la corrupción. Desde luego que el trabajo deberá ser medicina de urgencia para los males generados por muchas décadas de abulia y de múltiples involuciones con respecto al mundo real. Pero no hay forma de que lo asumamos con seriedad si antes no mandamos definitivamente para el basurero de la historia a quienes, con plena conciencia, impunemente, nos privaron de la primordial y más enriquecedora entre todas las virtudes de los seres humanos: las ganas de trabajar.

¿Serán capaces los historiadores del futuro de establecer con precisión el  daño ocasionado a nuestra economía por el colosal e improductivo aparato de administración y represión de la dictadura castrista? Yo creo que no. Pero tal vez sí podamos concluir desde ahora mismo que Cuba no saldrá de la crisis en que agoniza desde hace decenios si antes no logra deshacerse de ese barril sin fondo que es el parasitismo institucionalizado.

Se trata de un mal endémico del régimen. Nació apenas iniciado su dominio, en los años 60 del siglo XX, y fue creciendo incesantemente a través de las décadas, como la socorrida bola de nieve (o de mierda): mientras más vueltas daba, mayor era su volumen, hasta llegar a convertirse en un monstruo de insaciable apetito. Luego, para colmo, desde las entrañas de ese Polifemo tragón que es el sistema de dictadura totalitarista, creció otro parásito monstruoso, que es su contingente de burócratas y represores. ¿Quién podría calcular la cifra exorbitante de miembros activos del Ministerio del Interior, de sus copartícipes con sueldo o prebendas dentro de las instituciones estatales, y de sus agentes de plantilla, aunque encubiertos, en el exterior o interior del país? ¿Mediante qué estadística oficial sería posible consultar los enormes gastos que generan, tanto en dinero contante y sonante como en especias, los colaboradores de nuestra dictadura en Europa o en América?

Eso por no hablar de los cientos de miles de paramilitares que cada día despliegan en las calles con el único e inútil objetivo de vigilar a la población y de asfixiar a la brava la menor manifestación de protesta o descontento.

¿Podremos conocer algún día el monto real de las dilapidaciones, tanto en salarios como en otros gastos, de organismos parásitos como los gigantes FAR, PCC, CTC, UJC, CDR, FMC…? El edificio del Ministerio de la Agricultura, en La Habana, tiene 16 plantas de oficinas repletas de burócratas, más innúmeras delegaciones en cada provincia, pero en los mercados cada vez hay menos viandas y frijoles. El del Ministerio de Transporte tiene 10 plantas, además de cuantiosas sucursales en toda la Isla, pero jamás ha funcionado debidamente el transporte público, ni en La Habana ni en ningún rincón del territorio nacional, ni aun en tiempos de la total subvención soviética.

La necesidad de importarlo todo, no obstante las muy reducidas demandas de consumo de una población acostumbrada a la pobreza extrema, ha constituido en los últimos decenios otra de las grandes tragedias de nuestro país. La dictadura depende de las importaciones para abastecer el mercado con migajas de la peor categoría. Y como no es capaz de producir ni siquiera lo mínimo indispensable, se ha visto impelida a vaciar los hospitales y los policlínicos para exportar sus recursos médicos, en una maniobra parasitaria y neo-esclavista sin precedentes en la historia del mundo moderno.

El monopolio estatal de las inútiles capacidades de producción, mediante el racionamiento del producto, en combinación onerosa con la poca demanda, ha permitido al aparato dictatorial reducir al máximo las exigencias poblacionales, de manera que el Estado pueda seguir ejerciendo su vocación de parásito que emplea a otros innumerables parásitos para mantenerse. Es la fórmula mágica del barril sin fondo.

Cuando llegó el momento de reducir empleos, metió la manga al codo con la gente del montón, puesto que le sobraba, luego de pasarse la vida inflando plantillas improductivas para fingir que en Cuba no había desempleo. Sin embargo, por cada trabajador que fue a la calle, eran empleados dos nuevos inspectores y por lo menos tres policías. La cartera de ofertas para empleo en los organismos de represión es como los cementerios: su convocatoria no cierra nunca, siempre cabe otro, por más que sumen. Y los salarios fijados para ellos sobrepasan los de cualquier categoría profesional.

¿Llegaremos a tener algún día pleno conocimiento de causa sobre la retranca impuesta al desarrollo de nuestro país por la epidemia de enajenación colectiva a la cual nos precipitaron semejantes engendros del fidelismo? Lo dudo. Pero ya que no podríamos esperar más, ¿nos queda por lo menos la esperanza de que los responsables de tanto desmadre sean obligados a comparecer alguna vez ante los tribunales?

Uno de los peores precedentes que generan las dictaduras totalitaristas radica en el hecho de que nada parece anormal donde todo lo es. Y ello representa un gran obstáculo para el ejercicio de la ley, a la vez que también enrarece y desvirtúa el procedimiento de la historia. El ejemplo más notable, y muy posiblemente el mayor entre todos los generadores fidelistas de enajenación colectiva, es la corrupción, la cual, a fuerza de anegar absolutamente todos los conductos y todas las fuentes de actividad económica en el país, llegaría a convertirse en tara idiosincrática del pueblo.

Parece que ante la imposibilidad de cambiar tal situación, a la dictadura no le quedó sino cambiar el alegato para su defensa. Así que ha procurado apelar a la historia, utilizándola como idóneo chivo expiatorio para falsearse a sí misma. Pues, según varios analistas adeptos al aparato dictatorial, la corrupción administrativa que sufre hoy Cuba no nació con el fidelismo, ni es compatible con su ideario, sino que forma parte de nuestra génesis como nación. Ellos sostienen que en 1510, cuando los españoles comenzaron la colonización de la Isla, traían ya en sus carabelas el fantasma de la corrupción. Se trata de ese tipo de medias verdades utilizadas por los pícaros para construir mentiras completas.

Lo malo para los mentirosos es que aun cuando el relato histórico resulte sensible a la manipulación, no sucede lo mismo con ciertas realidades que discurren en tiempo real delante de nuestros ojos. De modo que habría que estar ciego para no reconocer que: a) nunca antes en la historia de nuestro país, desde los tiempos coloniales, la corrupción permeó y pudrió como hoy todas las estructuras económico-sociales, estando a cargo, con mando absoluto y sin contrapartidas institucionales; b) que mientras en otros tiempos (o en otros escenarios nacionales de ahora mismo) la corrupción actúa como excrecencia, entre los cubanos se presenta orgánica y sistémica, sustituye al trabajo y a su agente natural, la eficacia económica. Es un fenómeno tal vez sin precedentes en todo el planeta, o al menos no los tiene en nuestra historia, aun cuando retrocedamos a buscarlos entre las carabelas españolas.

Como las hordas invasoras de Atila o las de Pánfilo de Narváez, los rebeldes de la Sierra Maestra llegaron a La Habana y se adueñaron, para su uso privado, de las residencias, los automóviles y otras muchas posesiones de los ricos cuya ciudad habían conquistado a la brava. Esa y no otra es la raíz del muy particular caos corrupto que hoy pudre todo el tejido socio-económico en nuestro país. Cada proceder, cada discurso, cada ley del régimen fidelista, durante más de seis décadas, no han sido sino derivaciones de aquella apropiación invasora. Atila o Pánfilo de Narváez no dispusieron jamás de tanto tiempo ni de tan ilimitadas oportunidades para exprimir hasta el hueso los territorios conquistados. El poder absoluto corrompe absolutamente. Y son pocas las aventuras de conquistas en las que el vencedor fue favorecido con tan omnímodo poder.

Inevitablemente provoca una sonrisa que entre las políticas adoptadas por el régimen para combatir la corrupción administrativa y fortalecer la institucionalidad, los especialistas de marras mencionen la creación de la Contraloría General de la República, una entidad que viene siendo más fantasma que aquel que vino en la calaveras de los españoles. Guiarse por el número de funcionarios, administradores y aun de ministros que fueron sustituidos, para concluir que el régimen cubano se ha empeñado en librar una exitosa pelea contra la corrupción, no sólo es erróneo, también es un error muy poco creíble como tal. La única manera de avanzar más o menos convincentemente en el control de las prácticas corruptas –que ya forman parte de nuestra nueva moral, de nuestros hábitos y tradiciones– es partiendo de un cambio radical en las estructuras políticas y económicas. Pero eso no lo contemplan los estudiosos adscritos al oficialismo. Dios los libre.

Prefieren continuar utilizando como pantalla las falsas estadísticas y los amañados informes que algunas instituciones internacionales (sean cómplices propiciatorias o manipuladas por el régimen) se han dedicado a publicar durante años sobre los índices de desarrollo humano en Cuba. La cínica componenda, bien estructurada y oportunamente puesta en órbita, puede convertirse en hecho histórico. Maquiavelo lo tenía claro, así que cuánto mejor aprendido no lo tendrán los caciques del fidelismo, que son alumnos suyos aventajados. De modo que luego de hacer trizas casi todos los fundamentos para el desarrollo humano en nuestra islita, se han dedicado, con esmero paciente y frío, a dorarle la píldora a reconocidas organizaciones como la ONU, la UNESCO o la UNICEF, y, por su conducto, al ámbito académico internacional y a los ambientes intelectuales, para redondear el embeleco, haciéndole creer a una porción del mundo civilizado que su dictadura, involutiva y aun salvaje en más de un aspecto, ha representado un proyecto revolucionario de carácter humanista y  emancipador.

A los historiadores y a los sociólogos o antropólogos o psiquiatras del futuro corresponderá explicar cómo, mediante qué artilugios de la insana política, lograron llevar el gato al agua. Pero lo cierto es que Cuba ha estado ocupando el lugar 67 entre los 188 países que tributan informes al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, por lo cual sobresale como exponente de desarrollo humano. Uno no sabe si reír o llorar ante el dato, pero así consta, lo cual sirve de referencia tanto para los casposos académicos como para la intelectualidad cómplice.

Aunque esté de más, habría que puntualizar que, según lo conceptuado por la propia ONU, el desarrollo humano de cada nación se mide, ante todo, por la posibilidad del grueso de los habitantes para llevar una vida que cubra sus expectativas y que les permita desarrollar todo su potencial como seres humanos. Y así tenemos que un país donde la única ilusión de la juventud es huir hacia el exterior en busca de su crecimiento material y espiritual; o donde los ancianos constituyen una carga que nadie puede echarse encima y, por tanto, ante la que nadie se conmueve, empezando por el estado; o donde los ciudadanos son excluidos, acosados, encarcelados por sus ideas políticas; o donde el trabajo ha perdido su función como sustento de la existencia familiar y esencia del progreso… Ese país alinea como paradigma de desarrollo humano.

Lo sorprendente no es que el régimen amañe sus estadísticas, sino que tales instituciones las tomen como fidedignas y además las reproduzcan y las premien, sin que se les haya ocurrido emprender verificaciones independientes, in situ y a fondo, en tanto paso previo para sus conclusiones, que tienen carácter científico.

Algunos otros parámetros que se utilizan como guía para medir el desarrollo humano de un país son: una economía sólida, basada en tecnología de punta para hacerla funcionar; sociedad civil e instituciones democráticas autónomas y fortalecidas; igualdad entre las personas, al margen de cualquier prejuicio; fin de la discriminación por motivos de género, raza, origen étnico, económico o religioso; libertad de expresión; eliminación del temor ante las detenciones arbitrarias y otros actos violentos por razones políticas; eliminación de la miseria; libertad para desarrollar y materializar plenamente el potencial de cada individuo; eliminación de la injusticia y de las violaciones del estado de derecho; posibilidades y garantías para disponer de un trabajo decoroso y sin explotación… Quienes se tomen la molestia de sopesar estos parámetros, ya me dirán si encuentran, no en todos sino aunque sea en uno solo de ellos, fundamentos para proclamar a Cuba como ejemplo de alto desarrollo humano.

Pero, en fin, ya quedó dicho que el papel aguanta todo lo que le escriban. Aunque menos se dice, pero es verdad mayor, que no resulta difícil ejercer la autoridad y medrar desde ella. Lo difícil es conseguir que el ejercicio de la autoridad se corresponda con el de la credibilidad, pues no suelen ir juntos, por más consonantes que sean, y a pesar de que sólo así la autoridad alcanza su real autentificación.


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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.