El intelectual y la política

 

José Gabriel Barrenechea

El campo intelectual está permeado por el de la política. Un intelectual puede pretenderse todo lo apolítico que desee, pero incluso ese apoliticismo no es más que otra forma de hacer política. No en balde los regímenes totalitarios, en su apogeo, reprimen con sistematicidad a los practicantes de cualquier forma de nihilismo. Un intelectual, aun uno nihilista, no vive nunca fuera de la política. Su propia existencia como intelectual es ya un acto político que dichos regímenes saben no pueden tolerar si es que desean perdurar.

Pero el intelectual, no obstante, no es un político.

En esencia el campo de la política contiene a todos los demás campos humanos. Los contiene, pero sobre todo en el sentido de restricción. Es por ello que al escuchar la palabra “política” todos pensamos de inmediato en leyes, mecanismos represivos y sobre todo en un estado. Y en consecuencia salvo en el caso de los políticos, que se mueven a sus anchas en ese campo, la sensación que genera esa palabra dista de resultar liberadora.

El campo intelectual es el de las libertades de pensamiento y expresión. Por el contrario del de la política, más que contener, ensancha desde su interior a todos los demás campos humanos. Incluido el de la política, al que en realidad más que ensanchar va desplazando desde dentro, hasta que en el infinito lo llega a sustituir por completo. O sea, que como tendencia nunca realizada a cabalidad, el campo intelectual sustituye al político. Lo consigue en esa sociedad sin políticos o restricciones externas, la Sociedad Abierta o Reino de Conciencia.

El intelectual por lo tanto deja de serlo desde el momento y lugar en que se vale de los recursos de una política para imponerse en el debate intelectual. En Cuba, por desgracia, lo anterior ha sido práctica común desde la instauración del régimen castrista.

Casi no puede encontrarse a un “parametrado” de los sesentas y setentas que en algún momento de esos mismos años no hubiese a su vez “parametrizado” a alguien. Salvo los intelectuales liberales republicanos, y los más consecuentes nihilistas, casi todos los demás aprovecharon los abruptos deslindes de una particular política para acallar, para expulsar del campo intelectual a quien no coincidiera con ellos, o simplemente les resultara antipático. Se era “revolucionario”, o simplemente no se era.

Solo que términos políticos como “revolucionario” nunca son definidos más que por el político en la alianza contra natura que con él establece el intelectual. Por su naturaleza es el político el que restringe, el que define el término, y el intelectual, al pactar la restricción de su campo, al permitir el establecimiento de límites, queda por completo en manos del político. El intelectual al privarse por auto-renuncia de su única arma, la labor de ensanche humano, permite que el político invierta la tendencia descrita más arriba, y que el campo político intente cerrar al campo intelectual. Con lo que se regresa inexorablemente la sociedad a sus estadios cerrados, al tiempo de los despotismos.

Como hemos dicho más arriba, el intelectual deja de serlo desde el momento en que admite el condicionamiento de las libertades de pensamiento y expresión. Más con ello no se convierte tampoco en un político, en el mejor de los casos solo en un exégeta de la voluntad del político, quien gracias a la renuncia del intelectual ha conseguido convertirse en su mayor sueño: en un déspota. En el peor de los casos el intelectual queda convertido solo en un ditirambista y a veces ni en eso, ya que no son pocos los que terminan en las indignas categorías de los bufones, de los abrillantadores de espadas y alguno que otro hasta en la de los traga espadas.

El intelectual verdadero, por tanto, no puede permitir ninguna limitación de su campo. Su única política válida no es otra que la irreductible defensa de la libertad de todos a producir ideas, conjeturas, hipótesis, soluciones… a hacerlas públicas y a someterlas o permitir que sean sometidas al libre examen público. Y en su caso particular su actividad debe de estar dirigida a someter a examen crítico su realidad y expresar su criterio sin temor a las posibles consecuencias. Aun, y esto es muy importante, a someter a examen crítico las ideas y soluciones aportadas por los políticos que se enfrentan a los regímenes que coartan dichas libertades, y a expresar esos cuestionamientos abiertamente.

Es necesario tener esto muy presente en los tiempos que se avecinan: Los intelectuales no pueden callar no solo frente al régimen, sino tampoco frente a los políticos que luchan contra el régimen. Las “circunstancias extraordinarias en que se hace necesario callar” solo conducen a lo mismo: al despotismo, disfrazado quizás ahora en maneras más sofisticadas.

Las libertades de expresión y pensamiento no son en realidad derechos inalienables que ningún ente suprahumano le haya garantizado a mujeres y hombres. Son conquistas, que solo se mantendrán mientras la mayor cantidad de mujeres y hombres luchen por defenderlas. Lo cual solo se puede lograr desde la mayor suspicacia posible.

Por último: Los intelectuales no pueden utilizar la política para descalificar o aun acallar ni incluso a los intelectuales que defienden al régimen desde el pensamiento y la reflexión. La frase que Voltaire no pronunció, ni escribió, pero que sin embargo resume correctamente su ética intelectual, debe ser para nosotros un imperativo moral: “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Repetir anteriores “parametrizaciones” resultaría inconsecuente, ya que de hecho pone al intelectual de nuevo en manos del político, que es quien a la larga definirá el término “demócrata”, que vendrá a sustituir al de “revolucionario”. Porque no nos engañemos, lo político es capaz de angostar cualquier término.

Pero además está lo veleidoso de la vida humana. Nadie sabe qué problemas discutirá nuestra cultura en cien años. Problemas cuyas soluciones no tenemos manera de saber si se piensan ya hoy, en el más insospechado gabinete, y de las cuales no podemos de ningún modo privar a nuestros tataranietos. Quienes urgidos por encontrarles solución quizás ya no recordarán a muchos intelectuales consecuentes de nuestro remoto presente, y sí por el contrario a algún contemporáneo nuestro. El que aunque no supo asumir una actitud política coherente con su condición intelectual, sin embargo sí fue capaz de adelantarse en algún otro detalle a su tiempo.

Con que nuestros tataranietos puedan hacer tal en libertad deberá bastarnos.