El punto de quiebre en la cultura cubana

Son muchos los que, ajenos al mundo del arte, aún se preguntan qué es en realidad el Movimiento San Isidro (MSI), a quién representa y cuánto de cierto hay en la versión del oficialismo sobre el reducido grupo. Para algunos, no es más que un pequeño gremio de artistas irreverentes que con performance, poesía, danza, narrativa o canciones, han sacudido los cimientos de un régimen arcaico, que se desmorona como los inmuebles de La Habana Vieja. Para otros, sobre todo los que aún se empeñan en erigirse en comisarios literarios, una falange de marginales sin oficio que tiene como único propósito desestabilizar un sistema que, a sus 61 años, todavía busca su centro de gravedad. Pocos sospechan que el MSI no es más que el punto de quiebre de un antagonismo que se ha venido gestando en el vientre de la cultura cubana. Una fractura generacional agudizada por realidades, conceptos y verdades diferentes. La franja donde confluyen dos placas tectónicas continentales.

Entre dientes, o con la prudente sutileza de una mirada, se dice y podríamos decir hasta se conspira en los talleres, casas de cultura, ferias del libro o festivales literarios. Hacía tiempo la cultura se había convertido en un foco de oposición peligroso, pero demasiado subjetivo, clasista y sutil como para preocupar y ocupar el tiempo de los agentes del régimen. El MSI cambió el nivel de percepción de riesgo. La propia «vanguardia revolucionaria del arte», con la que el oficialismo define a la AHS y la UNEAC, ha dejado de creer en la viabilidad del modelo político, impuesto de manera arbitraria. Solo unos pocos trasnochados, que nadie y todos saben por qué, aún justifican la barbarie y el atropello que ha cometido y comete la nomenclatura pseudocomunista contra toda una nación.

San Isidro es la punta de un iceberg llamado libertad. La materialización del descontento genérico que producen la censura, el miedo, la represión, la criminalización del arte libre y la violación sistemática de los derechos civiles. Las úlceras que, en la epidermis de la sociedad, provoca la implosión emocional de vivir en un país donde un poema, una obra de teatro, una palabra mal puesta en los labios, o el mero ejercicio de los derechos, pueden costar el empleo, la cárcel o el exilio. 

El arte, y sobre todo los intelectuales, desde el mismo triunfo de lo que un día fue una revolución -probablemente junto a la iglesia- constituyen el sector que más ha sufrido las represalias del totalitarismo. «Dentro de la revolución, todo; contra la revolución nada». Así reza el epitafio en la lápida de la libertad artística troquelada por Fidel Castro, tras la velada fúnebre de aquel encuentro realizado con escritores y artistas en junio del 61. Al sepelio le siguió el culto fanático de unos, el ostracismo de otros y el exilio de los más afortunados. De la vorágine creada por el panteísmo ideológico en torno a la figura del caudillo, ni siquiera pudieron escapar comunistas de la talla de Pablo Neruda. Una carta firmada por casi todos los intelectuales cubanos, producto de su viaje a los EE.UU. tras la invitación a un congreso del Pen Club Mundial, creó un clima que tensó las relaciones del poeta chileno con muchos de sus amigos cubanos. El Nobel, en su autobiografía Confieso que he vivido, dedicó unas palabras al episodio, del que fueron protagonistas la mayoría de los artistas que integraban la UNEAC. Unos conscientes y otros de manera inconsciente. Culpó en lo particular a Desnoes y sobre todo a Roberto Fernández Retamar, a quien llamó adulador y arribista político y literario. Del resto, incluido su otrora amigo Nicolás Guillén, solo dice que se niega a volver a estrecharles la mano. Cuando en otro pasaje del libro habla de Guillén aclara «el bueno: el español», como para no dejar lugar a la duda. Sin embargo, en otro capítulo del libro se deshace en halagos hacia Fidel Castro, el verdadero y único responsable de la afrenta.

Así quedó fragmentada la literatura postrevolucionaria. Los hábiles y oportunistas se acomodaron, pese a la antipatía que muy en el fondo algunos sentían por la figura del dictador, como el propio Guillén, según nos cuenta Cabrera Infante en su libro Vidas para leerlas. Otros, se ocultaron en sus casas o se escondieron en el fondo de su clóset, hasta que murieron lóbregos y olvidados, por no decir despreciados.  Así ocurrió con Virgilio, a quien ni siquiera en su lecho de muerte se le permitió descansar en paz. Cuentan que al percatarse del creciente murmullo que se desató durante el velorio, los arlequines de la Seguridad del Estado, disfrazados como siempre, miserables y cobardes, entraron a la funeraria y cargaron con el féretro del dramaturgo. Abrazaron la caja como al Gryphius de Borges y salieron raudos, ante el asombro de los presentes, desapareciendo con los restos de Virgilio Piñera. Eran aquellos los últimos tiempos de ese carnaval del terror mal llamado por muchos Quinquenio Gris. Para unos fue un lustro. Para otros, fue media vida. Solo los de la estirpe de Arrufat llegaron a ver la luz al final del túnel. Unos pocos, quizás los más desdichados, como Reinaldo Arenas o Calvert Casey, jamás lograron curarse del daño que causó en ellos aquel ríspido periodo de la historia. Curiosamente este último escribió -lo que ahora podríamos decir de manera profética- un poema llamado “San Isidro”, donde dice en algunos de sus versos:

«Un mes en San Isidro

y ya se puede dormir para toda la vida

en un campo de batalla dos días después.»

En aquel entonces, ni él ni nadie podía imaginar que precisamente aquel barrio pobre y de gente marginal se convertiría más de medio siglo después en un apéndice de la manigua, donde los ideales seguirían siendo los mismos, pero las armas serían el arte.

Una vez terminado aquel periodo neolítico de nuestra historia, la tierra se enfrió y comenzaron a desaparecer los dinosaurios. Tras la caída del campo socialista europeo, se hizo imprescindible comenzar a dar una imagen de democracia. El deshielo en el campo de la cultura llegó acompañado de la paulatina rehabilitación de muchos de los proscritos. Pero la oruga en que el totalitarismo había convertido al arte, comenzó a hacer metamorfosis. Se abrió la puerta de una que otra verdad y arrojó un poco de luz sobre la oscura historia de la cultura. Entonces ya nada fue igual. El silencio se convirtió en un acto de oportunismo para unos, y de complicidad para otros. Desde que se destapó la pandora del estalinismo cultural y su realismo socialista en Cuba, se le ha hecho muy difícil a un intelectual no terminar por convertirse en disidente. Que muchos no lo digan de manera pública, no quiere decir que en la intimidad de su corazón no lo sean. Casi todos odian, escupen, maldicen y desprecian en su cabeza a eso que, de una forma u otra, la propia inercia con que se mueven las instituciones todavía los impele a adular. No he visto sitio en Cuba donde la hipocresía sea un acto tan deliberadamente cínico y vulgar como en el mundo del arte.

Sin duda alguna, los sucesos del MSI y el 27N sentaron un precedente que dividirá el panorama cultural de la Cuba totalitaria en un antes y un después. Es el punto de ruptura entre lo nuevo y lo viejo. Como bien dijo Bertolt Brecht, «la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer.» Aunque en el 2020 lo viejo aún no muere del todo, las contracciones de una juventud ávida de cambio están anunciado que se acerca la hora de dar a luz a una nueva generación. Y que no es precisamente un corazón lo que está pariendo nuestra era, sino la dolorosa y casi siempre traumática libertad.


Primer lugar compartido del concurso Qué pasa Cuba