Grito en la oscuridad

Entre sensaciones contrapuestas, he leído el más reciente poemario de Abel Germán: A la eternidad en punto. No sé por qué, aunque no falten motivos, su lectura me estuvo remitiendo todo el tiempo a El Grito, cuadro del pintor noruego Edvard Munch. No veo un vínculo de semejanzas entre Abel y Munch, ni creo que el cuadro más famoso del pintor guarde directamente puntos en común con el libro del poeta. Aunque sí comparten un aturdidor hechizo que justificaría cualquier ilación.

En El Grito, atrapas, desde la primera mirada, la desolación y el pavor que expresa el rostro de una figura humana con la boca abierta y las manos a la cabeza. Es todo lo que necesitó el artista para mostrarnos su despeñadero existencial. O casi todo, pues al repasar detalles, luego de ese primer vistazo, nos damos cuenta de que el grito, detonador de la expresión del rostro, tal vez no proceda del interior de la figura, sino de algún otro sitio indeterminado. Entonces la boca abierta pudiera ser efecto y no causa. Y es ahí justamente donde pude haber hallado el hilo de esencias entre el cuadro y este libro.

En A la eternidad en punto, Abel suele hablar sobre Abel consigo mismo, pero como si hablara con otro, y acerca de otro. “Desde lejos llega la voz del otro, el real que se inventa a sí mismo…” Es verdad que en la introducción del poemario nos ha dejado entender que departe con su hermano Andrés, otro admirable poeta. No obstante, a mí me resulta difícil determinar si el grito desesperanzado que proyecta este poemario, es, como el grito de Munch, motivación o consecuencia de un agrio desbarranque interior. ¿Es clamor que el poeta exterioriza o eco de clamores lejanos que llegan hasta él? Tal vez sea imposible precisarlo, aun para el propio Abel. Ni falta que hace. Ya que a pesar del doloroso corpus del desastre que nos está describiendo (o justo por la brillantez de la descripción) lo determinante es que se trata de un ejercicio poético de singular valía.

Sea en diálogo con su propio interior, o con su hermano, o con el que se inventa a sí mismo, o con todos juntos y a la vez, Abel desgrana en versos memorables la angustia que va experimentando ante el paso del tiempo, el cual no pasa sino arrastrando a los que pasan en busca de la eternidad, que no está más allá ni en ninguna otra parte, como nos gusta creer, puesto que la eternidad no es nada. Lo eterno se resume en lo que siempre es, tal como nos vienen advirtiendo desde Platón, dado que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad, y la movilidad temporal se contrapone a la inmovilidad de lo eterno: “Apenas deja margen para que las cosas/ sigan su camino y la luz continúe llegando/ a los rincones donde las dudas se acumulan como/ cucarachas. Sí, como esos bichos eternos…”

Grito en la oscuridad, aunque emitido por una voz fulgente, este poemario expone en su dramática magnitud la consternación del poeta frente a ese punto de no retorno al que estamos destinados desde el nacimiento, lo cual no nos impide vislumbrarlo entre penosas irresoluciones. No en balde en sus versos abundan las interrogantes cuyas respuestas suelen ser otras interrogantes: ‘¿Por qué nunca organicé mi fracaso? ¿Por qué mi respuesta personal fue solo ésta?/ ¿Por qué insisto en ello? –Y miro una luna descacharrada./ Esta es la línea roja (si es tal), estas son las preguntas (si las hay),/ y este el futuro (si tal cosa es posible)./ Cuando se envejece es así, es lo que sucede, doy fe. Hay una línea roja,/ un sitio marcado por esa línea/ y un viejo parado allí, equilibrándose como puede,/ volviéndose atrás y exclamando/ el primer ‘por qué’ del mundo, ese primer nombre propio del/ pánico, y se cae ¡PAF! Como una plasta de eternidad…” Esto es poesía del escalofrío, pero cuya lucidez sosiega. Es hipnótica divagación que, sin embargo, tira directo a la diana lanzando dudas que no requieren aclaratoria, pues las tenemos claras, por más cómodo que nos resulte ignorarlas.

De ahí mis sensaciones contrapuestas al leer el libro, muy parecidas a las que me asaltaron ante el cuadro de Edvard Munch: Deleite e inquieta descolocación, alegría y sobrecogimiento, ganas por momentos de apartar la vista y pasar página, aun sabiendo que no iba a hacerlo, que no sería capaz, pues lo impedía ese gozoso retemblar de las entrañas que produce el acercamiento a una obra de arte talla extra.

Entonces, no hay escape que valga. Como no sea el de disfrutar a plenitud esta alhaja. Y volver sobre ella otra y otra vez, en la inapelable deriva hacia la eternidad. Entretanto: “Un ángel astroso empuja un carrito de la compra/ desbordado de relojes incorruptos –Oíd su música. Hace sangrar los oídos-./ Dichos relojes mueven las manecillas retorcidas como si arrastrasen, trabajosamente,/ a Dios”.


 

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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.