Ha muerto mi amigo Aurelio

Yo lo esperaba, de un momento a otro. Ya estaba muy delicado de salud; no obstante, cada vez que hablábamos (casi todas las semanas), Aurelio no dejaba de decirme algo jocoso y nos reíamos mucho. No solamente su música, que es grandiosa, su cultura enciclopédica y su interés constante por saber más, por conocer lo nuevo que estaba sucediendo en cualquier campo de las humanidades, la ciencia y la tecnología, lo convertían en un hombre excepcional, sino también su trato sensible, sencillo, y su agudeza de pensamiento. Esas características las mostraba con frecuencia en sus conversaciones.

Todo ello le hacía una persona exquisita, alguien que lograba siempre impregnarlo a uno de admiración, de ánimo y de deseos, incluso en mi caso, de crear. Porque Aurelio no dejaba de interesarse por lo último que uno estaba escribiendo.

Después que logré hacer y publicar mi querido libro sobre Aurelio de la Vega. Impresiones desde la distancia/ Impressions from Afar, surgió un sentimiento mucho más fuerte en nuestra amistad, y ambos sentimos como si hubiéramos descubierto un nuevo horizonte de humanidad y creación. Fue un regocijo total, pues el libro yo lo escribí y él lo tradujo al inglés, y lo hizo como mejor se puede crear una traducción, de una manera libre, abierta, completamente creativa. Fue una versión libre en la que mis ensayos le sirvieron de inspiración. Y en la medida en que el libro avanzaba, me fui sintiendo orgulloso de tanto honor. Los dos lo revisamos hasta la saciedad, fueron meses de meses compartiendo este libro. Y si de algo estoy satisfecho es de todo esto que digo, de que Aurelio compartió mi libro, lo sintió y lo apoyó.

Sus opiniones, sus criterios incluso sobre la actualidad política, sobre la sociedad, me asombraban, porque daba la impresión de que una persona como él, de 96 años ya, tenía el don de la vigencia, de la claridad.

Su lucidez se ampliaba también mediante la cultura general que desplegaba en sus conversaciones. Era un exquisito conversador. Fue siempre un admirador de José Martí y de José Lezama Lima, y, desde una perspectiva imaginativa, sabía hablar tanto de pintura —otro de sus grandes amores— como de la literatura, específicamente del sentido creativo de la poesía.

Pero asimismo había algo en él de un enorme atractivo, y era su humildad, su sencillez, que sorprendían tanto porque con su físico de apariencia nórdica y su fama de cultura enciclopédica nos podría parecer —a simple vista, claro— lo contrario: un arrogante profesor de una exclusiva disciplina. Sin embargo, yo me maravillaba del candor con que Aurelio le acogía a uno. Tan pronto se empezaba a hablar con él, todo comenzaba a fluir de una manera muy humana, con natural y espontánea belleza de interpretación.

Siento que me vinculé con él de una manera muy estrecha. Para mí no había un sentir más feliz que cuando Aurelio me llamaba para hablarme de algo mío que se había leído. Realmente, lo sentía como un premio, qué caramba, ¡era mucho más que un premio! Una sensación de humildad y de grandeza al mismo tiempo, una mezcla de sentimientos que uno no puede explicarse mucho. Si hay alguien a quien le debo una alta consideración y valoración de mis escritos, es a mi entrañable amigo Aurelio de la Vega.

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