La afónica Libertad y los 20 provocadores

Libertad es el nombre de la mujer a la que mejor le salen las croquetas en Cuba, y apostaría mis uñas que también en el mundo.

Libertad es una mujer dulce como ese saborcito tierno que tienen las buenas croquetas, ya sean de pescado o de pollo. Pero Libertad puede quemarte la lengua, el cielo de la boca y el esófago, si la muerdes en el momento inadecuado. Como ese día en que la cola de la carnicería había sobrepasado los límites de la ternura humana y en el que decenas de personas, aun siendo de noche, continuaban acumulándose esperando por que el carnicero terminara de hacer su inventario y se dispusiera finalmente a vendernos esos espinazos de jurel con ojos. Yo detestaba el pescado, pero amaba las croquetas de mi mamá.

No sé bien qué fue lo que provocó el estallido, pudo haber sido una mosca, pudo haber sido una mirada, pudo haber sido el calor. Lo que sé es que yo llegué a llevarle café a mi mamá, que se aferraba a una de las rejas de la carnicería, y de pronto, se armó. El carnicero, atrincherado detrás del mostrador todavía enrejado, gritó amenazante:

-¡Voy a vender! Se me organizan… si no, no hay na´ pa´nadie hasta mañana…

Una señora algo murmuró con ojos saltones. Silencio. Un perro ladró por allá lejos. La señora insistió con el murmullo, esta vez señalando a la mujer más tranquila y dócil de la cola, señalando con sus ojos de jurel sin oxígeno a mi mamá, y Libertad simplemente estalló. El cardumen humano comenzó a agitarse sin piedad ni sentido aplastando contra las rejas, aun cerradas de la carnicería, a los que estaban próximos a esta, también a mi mamá y a mí. Mi mamá gritaba y gritaba, ya no tanto porque se respetara la cola, sino porque la dejaran sacarme a mí de ese vórtice de brazos y piernas sin cabezas. Escuchar a mi mamá en ese estado es un punzón frío en el estómago, como eso que no se debe presenciar jamás. Y es que Libertad, cuando se incendia, pierde la voz. Su voz es grave como un trueno bien sonado pero de tan abajo que se va, de tan profundo sale que se va perdiendo entre los intestinos y llega sin fuerza a su garganta, y comienza a salirle un humo seco y disonante por la boca, hasta quedarse afónica. Mi mamá perdió por minutos la voz y su turno en la cola ese día.

Mi mamá es una mujer tranquila que te acurruca con su mirada. Pero mi mamá lleva por dentro, guardada entre costilla y costilla, la infancia feroz que se tiene cuando eres la penúltima de nueve hermanxs amontonados en un cuartico de un solar en los Pocitos, Marianao. Sí, nueve hijxs crió la abuela sola. El abuelo aparecía para poner el nombre y dejar la próxima semillita, largarse y volver para poner el nombre… y así. Por lo que la disciplina autoritaria dictatorial impuesta por mi abuela, para criar a nueve bocas en la miseria, era tan humana como necesaria. A mi mamá le pusieron Libertad porque el abuelo era un pobre más entusiasmado con la Revolución. Y mi mamá, Libertad, salió rebelde y mansa a la vez; ella le tiraba un reloj despertador a la abuela, la abuela a ella un jarro. Cosas de madre e hija, nada del otro mundo.

Habría pasado quizá un año o dos del suceso de la carnicería. Yo había entrado en L y 19 (la escuela de ballet), mi mamá y yo nos despertábamos a las 5 am porque debíamos estar en la parada a las 6 am a más tardar, si no, no habría forma ni espiritual ni física de que pudiéramos llegar de la Habana Vieja al Vedado para entrar a clases a las 8 am. A pesar de las medidas tomadas, casi siempre llegábamos ras con ras, con el corazón en la garganta oliendo a petróleo. Mi mamá, que bien sabía que todo en mi corta vida me avergonzaba, para tranquilizarme siempre me decía:

-No te preocupes, una vez montadas en la guagua el viaje no dura más de 10 minutos. Vas a llegar a tiempo.

Y sí, la distancia era bochornosa, en un pestañear se llegaba, tres paradas, no más. Pero, aun así, era ley: a las 6 am había que estar en la parada y esperar, y esperar, y a veces no bastaban las horas de pie. Esos, en secreto, eran mis días preferidos, esos en que, por más que la multitud toda, concentrada, mirara fijamente al mismo punto que nunca se convertía en guagua, la guagua, vulgarmente, no pasaba. 

“No se va entonces a la escuela -decía Libertad, molesta con la ruta 222-. Es mejor no llegar, que llegar tarde”. No sé qué filósofx habrá dicho esta frase, quizá fue mi mamá, pero yo concordaba completamente con ella. Escuchar esta sentencia y sonreír, eran momentos de verdadera felicidad para mí; regresar a mi casita, a esa hora de calma en que todos los otros pobres niñxs ya estaban metidos en sus jaulas, perdón, en sus aulas.

Pero desgraciadamente no podía ser esta una constante, y Libertad decidió entonces mudar de estrategia y pasar de la guagua al camello. A un costado de las ruinas del teatro Martí, estaba la parada del M-1, el camello rosado que venía de Alamar sabroso, desbordante, con racimos de personas colgando de sus tres puertas. Yo, con mis 10 años, me preguntaba por qué había tanta gente desesperada por ir a su trabajo; yo iba a la escuela porque era obligatorio, no entendía por qué los adultos se mataban por llegar a su trabajo si eran adultos y nadie los mandaba. Pero, en fin, quién entiende a los adultos.

En uno de esos días salvajes, en que nos tocó viajar en la puerta, Libertad volvió a quedarse sin voz al discutir con la cobradora del preservativo en el dedo. Otra vez no sé cómo empezó, supongo que eran tiempos en que los motivos sobraban. Entre la puerta uno y las dos, entre veintitantas personas de por medio, mi mamá y la conductora se fajaron a gritos mudos de Libertad, y de parte de la conductora nos llegó un reglazo que le arañó la frente a mi mamá.

El año pasado, Marieta y yo nos adentramos en las aventuras habaneras del transporte público. Ya no eran camellos rosados, ahora eran gacelas amarillas. Pasó algo más que un mes, así como quien se castiga por alguna culpa oculta, y estuvimos haciendo colas para llegar a un círculo infantil. Marieta tenía un año y medio y yo sólo 49 kilos de huesos. Un día, después de esperar, después de quedarnos para la próxima, después de forcejear con mi hija cargada, y de gritar un Pinga que todos escucharan, decidí, como diría el apóstol, arrancar mi derecho de pasar primera en la cola. Pregunto en la caseta de inspectores y me dicen que por supuesto, pero que pida permiso en la cola.

-Yo, yo soy la primera -me respondió una muchacha-. Por mí, bueno, no sé, si tú quieres montarte primero… por mí… si la gente de la cola no tiene ningún problema, por mí normal.

La muchacha de los mil “por mí”, la primera, la de chicle en boca y sombra rosada en los párpados, asumió que yo le estaba pidiendo permiso para colarme con mi hija en brazos. Al intentar sin éxito explicarle que sólo por cuestión cívica le estaba avisando de lo que pasaría cuando llegara la ruta 10, su expresión fue aún más anodina, por lo que la tercera de la cola entendió que era su momento de hacer tribuna.

-Yo nunca hice eso. Con ninguno de mis dos hijos, nunca pedí un favor para que me pasaran delante, y nunca jamás me colé en una cola. Desde chiquiticos conmigo para todas partes, y nunca pedí nada de eso.

Este monólogo lo decía la tercera de la cola, mientras la cola de hombres viejos y viejas, mujeres y adolescentes, empezaba a acompañarla con frases sueltas, pero de apoyo a la muchacha, la tercera, de rayitos rubios y debajo de un pegoste de pestañas rizadas su mirada de repudio, sintiéndose más mujer que yo, mejor madre que yo, más sacrificada que yo, más fuerte que yo, mejor persona que yo.

Yo, que no me llamo Libertad, pero me incendio de la misma manera, escogí bien las pocas palabras que podría decir antes de quedarme sin voz, como mi madre, porque ya siento que viene ese vendaval que comienza en el cuello del útero y no he aprendido a domesticar. Bien podía quedarme callada e ignorar los comentarios de asco por estar “colándome” con Marieta cargada, esperar como piedra delante de todos, pero en vez se me ocurrió algo peor, siempre se me ocurre algo peor.

-No estoy pidiendo un favor. Estoy reclamando un derecho -dije.

Es en este momento en que siento se hace otra vez ese silencio en que se escucha un perro a lo lejos como el día de la carnicería, y en las películas del oeste corre una brisa que arrastra una pelusa gigante del desierto… y se puede escuchar el silbido de Morricone en el legendario Parque de las Piedras, que antes de las gacelas nadie sabía que se llamaba así.

Se escucharon suspiros, freidores de huevos, murmullos helados, cuchicheos con risitas picantes, y a la muchacha tercera de la cola: sus pestañas se entorpecían, las de abajo con las de arriba, el ojo izquierdo le picaba desde la córnea, los cachetes le temblaban y el labio superior intentaba disimular con una sonrisa de animalito hambriento.

Esa palabra. Derechos. Ella no quería escuchar esa palabra insulto, ella quería una ofensa personal, un grito en una mala palabra común, y muy probablemente ella, en el fondo, como yo, lo que quería era sangre. Y ella no sabía los deseos genuinos que habitaban en mí, de descargar todos mis fracasos con el puño bien cerrado en el centro de su tabique y desviárselo, y hacerle sangrar su labio nervioso, a ella y a todos y todas lxs zombies que me vieron por un mes hacer cola y quedarme fuera cuando se les antojaba marcar a sus amigxs y tenía que esperar otra media hora con mi hija en brazos bajo un agosto terminal. Ella, la de las pestañas rizadas y yo, queríamos redundar en la violencia familiar y cochambrosa que compartíamos.

Me acordé de Libertad afónica y aquella señora jurel, y pensé entonces en el carnicero diabólico que juega con el hambre y la paciencia de unas madres.

Me acordé de mi abuela tirándole el jarro a mi mamá por sentarse en el quicio, y pensé entonces en mi abuelo que hizo nueve hijxs y no les dio más cariño que un nombre y un apellido.

Me acordé de mi mamá afónica otra vez y la cobradora del camello, y pensé entonces en el chofer que decidía parar una cuadra antes o una cuadra después de la parada, jugando con el tiempo y la cordura de trabajadores y estudiantes.

Estas pequeñas y tranquilas acciones que conducen a la precariedad de las bestias en lycra que somos. Pienso en estos gestos diminutos que se terminan con la uña o con la punta de la lengua, estas decisiones previas a la histeria y el caos, e imagino un alquimista recopilando estas dosis moleculares de violencia y creando un extracto poderoso e inoloro, y vendiéndolos en frascos con goteros. Una gotita de extracto de violencia vertida en una cola, del pescado o del camello, sería suficiente para movilizar los odios personales, los egos maltratados, los estómagos vacíos, los alientos estragados, las úlceras de trámites inconclusos.

Y vuelvo a mí, que no voy a mentir diciendo que decidí, centrada y consciente, dialogar; debo decir que simplemente no pude cumplir mi sueño de fajarme en una cola, que me dio por hablar y convencer a la cola de mis derechos y obtuve un silencio burlón, quizá más opresor y violento que un buen piñazo.

Y entonces llego a este suceso del 27 de enero. Y no, no sucedió en una carnicería del barrio Jesús María en la Habana Vieja, ni en una cuartería pobre en los Pocitos, tampoco en la cola del camello, de la parada al costado de las ruinas del teatro Martí, tampoco en la cola para la gacela ruta 10, en el parque de las piedras que está en diagonal con el finalmente restaurado teatro Martí. No, es la víspera del natalicio de Martí, en el Vedado, y unxs muchachxs, necixs ellxs, tienen al ministro con dolor de pecho, porque se les ha metido en la cabeza que quieren dialogar. Mira tú, qué cosa se les ocurre a estxs muchachxs artistas, además. Dialogar, dialogar: palabras con palabras, con el ministro poeta de cultura. Qué provocación. Inaudito.

Lxs muchachxs no encuentran mejor manera de pasar la espera en lo que el ministro se decide, o en lo que el ministro espera que llegue la guagua que lxs va a recoger a todxs minutos después: lxs provocadores, que eran 20, optan por leer, poesía de Martí, frente al ministerio de cultura, homenajeando la espera del poeta ministro y el natalicio de El poeta.

Bien, ¿qué es lo que sucede cuando una persona toma este camino, mal conocido como el camino más sabio? ¿Cuántas frases hechas vomitivas existen al respecto sobre lo valioso de dialogar, de la fuerza y lo victorioso que es ganar la batalla con las palabras? Nadie te dice qué es lo que sucede después, cuando por ejemplo te vas por el camino del diálogo y te encuentras con un muro, impávido, blanco, adoctrinado y canoso, heterosexual, falogocéntrico y panzón. Y ese muro con el que se intenta dialogar, es poeta y es ministro y de cultura. Imagínate tú. ¿Y qué pasa cuando a este muro poeta, cervecero y ministro, le da por salir de su mansión, de abandonar su buró, y con ganas de participar, sale a dar su rostro de poeta y ministro, y cuando alguno espera que ya que es poeta y ministro pueda finalmente comenzar el diálogo, pues el funcionario de cultura opta por este gesto pobre, insulso, cargado de esa ira ya podrida, el popular Manotazo? Este manotazo, que funcionó como detonador para la represión que sucedió segundos después. Seguramente venía con una dosis alta de ese extracto de violencia que también se desprendía de los poros del carnicero de la calle Apodaca, y del chofer del camello y del abuelo progenitor. Todxs son portadores de estas gotitas, pero por ser el ministro no poeta, pero sí funcionario de alma corrupta, la violencia articulada se ejerce de manera jerárquica, como la de un rey que manda a la guillotina a sus pobladores por osar permanecer unas horas en el frontis de su palacio. Un rey que tiene el poder de hacer morir y dejar vivir.

Pienso otra vez en esas pocas veces que me enfrenté a la ignorancia de una cola y no pude ser tan violenta como hubiera querido. Pienso otra vez en el ministro tan pesado, tan cargado de funciones con ese lenguaje corporal tan machiciento, enfrentándose a unxs nuevxs muchachxs, estxs muchachxs que defienden básicamente el derecho de ser que les ha quitado, porque el humano es lenguaje, es palabra primero, si no, no fuera, no pudiera ser nombrado como tal, y aun menor sería la posibilidad de su existencia, la posibilidad de ser humano.

Y vuelvo al ministro, en ese momento en que se muestra, la carga colérica que desparrama en los hombres nuevos. No los hombres nuevos que pretendió la revolución y de la que salieron el chofer, el carnicero, mi abuelo y hasta el propio ministro, no, estos “hombres nuevos” que pueden ser mujeres, que pueden ser cuerpos libres y disidentes de varios sistemas, que pueden ser ellos, como pueden ser ellas como pueden ser elles, ellxs en los que vive la poesía de Martí, y que vencen en su fragilidad. Tengo en mi cabeza una imagen producto del sobreconsumo cursi kitsch tecnológico, un algo audiovisual, del recorrido en cámara lenta de una bala que al final se convierte en flor (no estoy segura, quizá me la inventé y son mis intestinos los que producen esta miseria visual), en fin, tengo esta imagen, pero al revés en mi cabeza. Estos hombres flores, frágiles y frescos como mariposas amanecidas, que al toparse con el muro ministerioso y poeta trapero, se convierten en balas y lo despingan. Sí, lo despingan, literalmente, vulgarmente, hermosamente. Atraviesan su cerebro falocentrista y lo deshacen en esferitas de confetis polvorientas pero alegres.

Y es que ya el ministro perdió no solo su cabeza con papada, perdió el control sobre las ideas, quizá ya entendió lo imposible de su hazaña y por eso le fue imposible evitar el dichoso manotazo. Una vez que una idea surge y contagia, puedes golpear al cuerpo, puedes humillar la honra, puedes difamar, mentir, abusar de la cámara lenta en las noticias, lo que desees, ministro, pero la idea persistirá. No puedes, querido ministro Alpidio Alonso, no puedes extraer las ideas una vez plantadas, ya están ahí germinando, creciendo revoltosas en el pecho de las personas, no las puedes arrancar, no de raíz, y por más que mandes a chapear van a volver a crecer, porque el suelo está fértil, porque ya la tierra prendió.

Y quizá, quién sabe, y hasta también las hierbas silvestres, como mi mamá y yo, comenzamos a crecer donde menos se lo esperan. Y dejamos de ser cuerpos sumidos en la violencia que nos inoculan. La que nos ponen como vacuna al nacer, dosis de placebo como mecanismo de defensa para protegernos de la misma violencia que ellos propician.

Y en ese momento en que la rabia te muerde el hígado en una cola, seamos capaces de guardar la voz y cerrar los ojos, cambiar el ángulo, abrirlos y buscar dónde está, ¿al frente, al costado? ¿Dónde está ese que observa calmado, cómplice como un carnicero, o un abuelo revolucionario, o un ministro Alpidio o un chofer de camello, o un viceministro Rojas? ¿Dónde está y quién lo puso ahí? A esta figurita despreciable que presencia regodeándose en la violencia que ellos han consentido, normalizado, naturalizado, en una cola para el pescado o la guagua, en una familia, en una institución.