Luis Jiménez Hernández

Luis Jiménez Hernández

Luis Jiménez Hernández, autor de Cómo se mata a un toro y otros cuentos responde las cuatro preguntas esenciales de nuestra página, una manera práctica de profundizar, con el autor, en su obra y sus experiencias:

Puente a la Vista (PV): Cuéntenos sobre sus inicios en la literatura. ¿Qué le impulsó a escribir y cuáles fueron sus primeros textos?

Luis Jiménez Hernández (LJH): Hay varias etapas que se definen en mi vida como comienzos, quizás sean distintos puntos de partida. No lo sé. A los cuatro años mi madre me llevó a un concurso de lectura para niños de siete años y resulté ganador. Después llegué velozmente a los once años y creí firmemente que era Edgar Allan Poe. Aun con aquellas traducciones terribles que ahora reconozco, se estimuló mi proceso creativo y comencé a escribir cuentos de misterio y horror, hasta llegar a una pausa extendida cuando a los trece años me leí toda la obra de Alejo Carpentier. Carpentier trajo a mi vida el silencio, El reino de este mundo fue para mí un golpe más grande en medio de la cara que el golpe recibido después por el Siglo de las Luces. Ni Los miserables me hicieron tanto daño, quizás porque siempre me conmovieron más las historias que las descripciones o qué se yo. Esa rabia visceral de los personajes de la época dorada francesa tenía algo que no me convencía del todo. De alguna manera solo recuerdo con ese brillo inmenso a Papa Goriot. En fin, callé por años hasta que no sé cómo aparecieron César Vallejo y luego Juan Rulfo y recomencé a escribir sin grandes hazañas, pero con grandes aspiraciones.

La segunda parte de mi despertar literario fue la poesía… «Oye, hermano, no tardes en salir. Bueno… Puede inquietarse mamá». Desgarró algo dentro de mi alma, algo que sabía yo que me rondaría como un ave de rapiña hasta el día de hoy. Luego llegó la conciencia, el cuchillo atroz con que nos amenazamos de una vez y por todas, el ego que nos mantiene activos y alertas. Con el déficit de papel de baño existente en mi país comprenderá usted que todos esos primeros textos, que eran más de dos mil cuartillas entre cuentos, poemas, ensayos o cuasi ensayos, anotaciones, etc., fueron a parar al toilette. Por decirlo de forma decente, mi voz me hizo pasar raya, borrón y cuenta nueva. Un acto de reconciliación con el yo artístico, el ente inestable que habita en el alma de los poetas. Rocé muchas veces el borde del cuchillo literario, premios, menciones, concursos, artefactos demoniacos y la llegada de los eventos literarios nacionales, las conferencias sobre escritura creativa y experimentación poética que impartía en el más atrás. Otro retorno al toilette y de ahí un primer libro con decoro y con mucho SA UM que sigue inédito: La suma. La suma es un recorrido por mi universo como yo lo conozco, el despegue de los puntos de encuentro entre la poética y la ciencia. La corroboración de que los márgenes fronterizos literarios no existen. Sí, definitivamente en esta «novena temporada» estos son los primeros textos, los menos queridos, la eyaculación evolutiva de la consciencia poética donde me deslindé de aquellos sueños de Annabel Lee.

PV: Defina o mencione brevemente, por favor, aquello que los lectores descubrirán, o conocerán, a través de sus libros.

LJH: Al ser humano y su animalidad. Definitivamente eso es lo que descubrirán apenas abran mis libros de cuentos. Luego, si van en busca de la poesía, encontrarán ese mundo que mis ojos de poeta ven, lo que ven mis ojos de informático, lo que ven mis ojos como un sacerdote de IFA, ese amor por la naturaleza conocida y la desconocida. Podría decir, para concluir con esta pregunta, se rasgan de mis temblores de alma que transmuto en versos enemigos, parafraseando a mi poeta favorito, Ángel Escobar.

PV: Mencione tres autores o libros que considere fundamentales o que lo hayan inspirado o influido durante su trayectoria creativa.

LJH: Tres autores es muy poco para considerar fundamentales, pero lo intentaré al menos tratando de ser justo.  El misterio no me abandonó, lo reencontré en otra forma a través de la poesía de César Vallejo, que me golpeó duramente como ser humano y como aspirante a poeta, que es lo que sigo siendo. Aunque como todos intento decir que soy poeta, aunque no sirva de nada pues los poetas no ganan dinero –no es un título mobiliario, no nobiliario, la mayor parte de las veces ni casa tenemos–, todos reclaman el título para sí. Entonces, con la intención de convertirme en un hacedor de versos, encontré el asidero en la poesía del peruano, al que todos golpeaban en la cara y que moriría en París con aguacero. Y luché, luché como un desquiciado para despegarme de él, soltarlo, dejar que se hundiera en el fondo de sus penas y su vida ahogada en el sabor incierto del tungsteno, y lo abandoné porque hay poetas que, aunque los ames, matan. Y esa era la historia atroz que me atormentaba día y noche no hasta el poyo de mi casa sino hasta la puerta del patio donde horas y horas me sentaba a pensar en aquellos poemas horribles que embellecían mi existencia de púber poeta. Luego la desgracia fue mucho peor cuando aterricé en La tierra baldía y de esto no quiero enumerar una letra. T. S. Eliot es el poeta que más ha marcado mi obra después de Vallejo, anoto que la lista es inmensa, pasando por Seamus Heaney, Derek Walcott, Jhon Kinsella y hasta la mismísima madre de los tomates literarios. Cuando ya había depurado mis versos, apareció el demonio terrible de Ángel Escobar con aquellos poemas diabólicos (maravillosos) de Abuso de confianza, y regresé al hueco de la muerte literaria y más poemas corrieron nuevamente al toilette y la familia fue feliz de tener más papel. Aunque a veces leían hasta los invitados y, de soslayo, decían «qué cosas tan raras escribe su hijo, Milagros».

Lo fatal es el cernícalo, el ave cruel que ronda sobre esas ideas fijas del suicida.

Mi poesía entró en crisis emocional y vomité Soren Kierkegaard a trocha y mocha, me convertí otra vez en un existencialista de mierda, un loco que se embarraba de Lezama y de tantas cosas con el buen cocer de la dramaturgia. Poemas hilvanados con un hilo más terrible que el de Ariadna, sin laberintos ni bailes espantosos sobre los toros de Minos, ni el dios terrible de dos patas que estremecía las paredes. Así que un buen día en la mañana, creo que al comienzo de la novena temporada que no respondía con ningún amor hacia la nada literaria, tuve la idea más brillante de todas (claro, no era yo el primero, ni el segundo, ni el tercero, pero sí el único). Mezclé la poesía con la ciencia, como Velimir Klebnikov, dejé fluir mis experiencias en telecomunicaciones, admiré la belleza de mi entorno, la amasé y le di un nombre, un escenario, una fábrica, un Ave y se convirtió en La suma, que originalmente se llamó La suma de lo innombrable. Ese día salió de mi vida para siempre el cernícalo.

PV: ¿A partir de las nuevas teorías cuánticas según las cuales la esencia del universo no es la materia ni la energía, sino la información, estamos a punto de descubrir que la vida es literatura?

LJH: Sí, cuando en estos tiempos horribles y caóticos para algunos, maravillosos para mí, descubrimos la internet, las leyes de la física cuántica, los sistemas complejos, los fractales matemáticos y no reaccionamos, es porque nuestros ojos no han logrado acaparar lo que es importante. Es cierto que uno ha de darle importancia a las cosas que la merecen y esta nueva poética no solo de la información, sino de La suma de lo innombrable, es a lo que debemos prestar atención. Existe porque es su momento y así se manifiesta de forma amplia, como mismo se expande el universo. Ésta es la época en la que los científicos se convierten en poetas y los poetas aprenden a admirar más allá de las lecturas y los brillos de las lentejuelas literarias. Coincido cien por ciento con esto que me preguntas, porque hay muchísimas formas de leer el universo y así es como lo visualizo. Las personas, por desgracia muchas, solo ven lo que tienen delante, pero hay más, mucho más. Tanto, que hace algunos años ya tuvimos a John Cage y a Marcel Duchamp, a Albert Einstein, a Tesla y hasta a Lucky Lou.

Luis Jiménez Hernández nació en Cuba en 1978. Es poeta, narrador y ensayista. Director y fundador de la revista digital Zektorzero, ha obtenido varios premios nacionales e internacionales. Textos suyos han aparecido en Argentina, México, España, Nicaragua y Cuba, en publicaciones como la revista Crítica, de la Universidad Benemérita de Puebla, La Gaceta de Cuba, MarcaAcme y otras. Reside en Estados Unidos.

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