Un régimen que agoniza

El castrismo ha quedado desnudo frente al mundo y sin posibilidades de encasquetarse algunos de los disfraces con que solía disimular su esencia criminal.

Ya se sabe que se trata de un sistema encabezado por un pequeño grupo de bandoleros capaces de las peores vilezas en aras de conservar el poder.

En realidad, no cabe aludir novedad alguna, simplemente estamos ante la ratificación de una gran estafa, de ver en tiempo real la pavorosa concatenación de hechos que revelan las manifestaciones delincuenciales de un gobierno capaz de matar a cualquiera, incluso a niños, a plena luz del día, con una retahíla de garrotazos o accionando el gatillo de una pistola.

Desde el 11 de julio, las hordas de esbirros y chivatos han desatado toda su ira contra los miles de participantes en las manifestaciones espontáneas que han tenido lugar en diversas localidades de la Isla, a causa del hastío producido por el círculo vicioso de las agonías que crecen en los bordes del agobiante racionamiento, la falta crónica de medicinas, las cada vez más desesperantes carencias alimentarias, los constantes abusos de la policía, la sempiterna e insoluble crisis habitacional y las promesas de un futuro mejor que se desvanecen más rápido que una voluta de humo.

Los excesos de las tropas especiales, policías y paramilitares, han copado el ciberespacio, más allá de los esfuerzos del régimen por ocultar los episodios sangrientos con la suspensión o limitación de las conexiones en todo el territorio nacional.

El mundo ha sido testigo de la violencia zoológica ejercida sin contemplaciones en avenidas y callejones contra manifestantes pacíficos que demandan a grito limpio ¡libertad!, ¡abajo el comunismo!, y la renuncia del presidente escogido por Raúl Castro para garantizar la continuidad del marxismo esperpéntico y trasnochado que nos impusieron hace más de seis décadas.

La revolución cubana agoniza en las penumbras del descrédito. De nada le vale a sus voceros y amanuenses insistir en la defensa de un conjunto de valores que dan fe de una decencia e hidalguía inexistentes.

Fidel Castro, quienes lo secundaron en su aventura y los elegidos para conservar el funesto legado de una gesta redentora que murió al nacer, cargan con el peso de la derrota, aunque aún no se haya concretado en su totalidad.

Cuba es una suma de ruinas, un portento de desilusiones, un extraño híbrido de manicomio y barracón.

El asunto es que los esclavos se hartaron de tantas humillaciones y salieron a reclamar, a voz en cuello, la definitiva emancipación.

No importa que la bestia redoble la fuerza de sus zarpazos y continúe sumando muertes, desapariciones forzosas y heridos.

Su fin se acerca inexorablemente. El mundo y la gran prensa observan la tragedia y poco a poco van tomando cartas en el asunto.

El tardocastrismo se consume en su propia maldad. Se le acaban las coartadas. Se despide manchado con la sangre de ese pueblo que usó por tanto tiempo para lograr sus perversos fines dentro y fuera del país.

Su tumba no será un vergel. Reposará, para siempre, en el basurero de la historia, entre la peste, las moscas y los gusanos.