Una historia de amor (I)

Fragmento de Un mariachi viejo. “Una historia de amor”.
Novela inédita de Félix Luis Viera


Al bajar las escaleras de las oficinas del Instituto Mexicano del Seguro Social donde estoy registrado, avenida Insurgentes Sur No. 432, colonia Roma Sur, me encontré con un grupazo que se tomaba el umbral. Los que esperaban para subir estaban a mi derecha, los que habían bajado delante de mí avanzaban hacia la puerta, y ahí quedaban medio atascados con quienes iban llegando y se encaminaban de chanfle hacia el grupo para subir.

Entre las primeras personas que esperaban para tomar las escaleras, se hallaba una morena más bien gorda cuyos ojos me encandilaron (la palabra justa) —luego, supe que sin ella proponérselo—. Dudé entonces si continuar en el bulto que iba saliendo o acercármele.

Giré hacia la derecha y le pedí que por favor se corriera hacia la pared más cercana —a sus espaldas. Mostró una expresión de confusión, a seguidas otra de extrañamiento y a continuación otra como de “¿qué te pasa?”. O quizás las tres a la vez; no fueron más de dos segundos.

Penetró entre los seres a su izquierda y se situó de espaldas a la pared —frente a la cual había un breve trecho despoblado.

Me metí entre las humanidades apelmazadas. Llegué frente a ella.

Me dedicó lo que llaman un sonrisa de cortesía —abundantes en esta ciudad, provenientes lo mismo de varones que de mujeres.

Estuvimos acaso quince segundos mirándonos.

Me llamaron la atención sus labios (sin rouge) levemente gruesos, con armonía tanta en cada uno y de uno para el otro, y con estrías remarcadas. Y de nuevo sus ojos; su negror horadante.

Bajo el suéter, sus senos asomaban por la abertura de la chamarra: podría asegurarse que no serían desmesurados; como sí los de no pocas señoras y señoritas gruesas de esta ciudad.

Le declaré que sentía temor por la lluvia que se aproximaba. Fundamentalmente me espantaba esa oscuridad que fijaría en la tarde. Esa oscuridad contra la que comenzarían a caer los metrallazos de agua —fría—, inclementes. Y quién sabe si granizadas impiadosas. Y relámpagos y truenos. Pero esa oscuridad, esa oscuridad…

Sentí, más que dictaminar, que era una gorda bonita.

Le respondí por qué no cargaba paraguas.

Me llevó hacia sí por completo cuando estableció su voz. La sentí húmeda. Y como si nutriera a las uvas o viceversa. Se lo dije. Sonrió ampliamente. Cualquiera sentiría envidia noble por la reciedumbre, el fulgor que mostraba su dentadura.

Desde hace tiempo hablo más despacio y pronuncio más limpio que en mis comienzos acá. No es justo pedirles a los naturales que adapten su oído a la velocidad con que hablan los cubanos y a las tantas sílabas cortadas, machacadas, lo mismo vocales que consonantes, más las consonantes aspiradas. “Universidá” por “Universidad”, “tectil” por “textil” o “¿quejeso?”  por “¿qué es eso?”. Ejemplos.

Pero he conservado mi acento.

He visto cubanos y cubanas que con tan poco tiempo aquí ya pronuncian fragmentando las cláusulas para tirar en el cierre de cada trozo la curva de entonación hacia arriba y lanzándola todavía más arriba cuando culminan una interrogación o sacando una leve ronquera a ciertas palabras que pronuncian de manera gutural mientras mueven los ojos hacia uno y otro sitio como si algún objeto ardiente les estuviese abrasando la garganta como habla cierto sector del entorno o emitiendo revuelos tan diversos de manos que al parecer no habrán de cesar para así reforzar con estos visajes lo que van expresando con sus palabras.

(Lo ha dicho el antropólogo Alexis Prego: “Los cubanos han demostrado por lo menos dos grandes aciertos: la imitación y el chovinismo”).

Y apenas he cedido en mi vocabulario.

De modo que cuando había pronunciado correctamente y despacio diez o doce frases, aunque lejos de los términos y entonación nacionales, ella acertó al conectar mi acento con el “de las personas de las películas cubanas…”.

Los relámpagos iluminaban todo el umbral, como flashazos.

Si me entregaba su número telefónico, de acuerdo con los usos y costumbres me estaba dando una señal para el ataque.

Escribió el número del teléfono de su casa y de su celular —debajo de su nombre, “Cinthya” y apellidos— en una hojita de papel rosado de un bloc que sacó de su bolsa.

La señal traía doble fuerza: me había pasado los números después de hacerle saber que si íbamos a amigarnos tendría que aceptar mi vocabulario, yo entendería el suyo, pero, solo si definitivamente en algún momento no íbamos a comprendernos, renunciaría al mío.

Luego de anunciarme “soy doctora, por si acaso necesitas alguna vez…”, nos despedimos estrechándonos las manos.

Permanecí. Si bien algo en diagonal, logré observarla de espaldas. Sí, una mujer voluminosa, sin el recurso a favor de esas gruesas que, paradoja, portan cierta ligereza. El suéter más la chamarra que llevaba no eran pesados; así que su accionar resultaba puro, no se hallaba contaminado por la pesantez de la vestimenta. El pantalón de mezclilla, ceñido. Si se mira en diagonal de abajo hacia arriba a una mujer que está o va caminando de espaldas, es posible la ilusión de que sus nalgas resulten más poderosas de lo que en realidad son (es lo que aplican los fotógrafos de determinados gremios). Esto lo desconté y la revisé bien esos segundos en que la miré ascender. Sus nalgas resultaban admisibles. Y enseñaban cierta armonía.

Cuando desembarqué en el avispero a la entrada del metro Hidalgo, no obstante la vocinglería y el rozamiento, busqué en el bolsillo de mi chamarra para asegurar el papelito rosado con sus números telefónicos, pasarlo a mi bolsa. Se me escapó. Voló tres o cuatro pasos gracias a una racha de viento que llegó de súbito. Me incliné para tomarlo. Voló de nuevo. Hasta la acera. Lo reintenté bajo la llovizna de entonces. Dio otro salto y se fue en la corriente que bajaba veloz por el desaguadero.


 

Artículo anteriorPoesía contra el oprobio
Artículo siguienteEl marxismo es el culpable
(El Condado, Santa Clara, Cuba, 19 de agosto de 1945), poeta, cuentista y novelista, es autor de una copiosa obra en los tres géneros. En su país natal recibió el Premio David de Poesía, en 1976, por Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia; el Nacional de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1987, por Con tu vestido blanco, que recibiera al año siguiente el Premio de la Crítica, distinción que ya había recibido, en 1983, por su libro de cuentos En el nombre del hijo. En 2019 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, auspiciado por varias instituciones culturales cubanas en el exilio y el premio Pluma de Oro de Publicaciones Entre Líneas. Su libro de cuentos Las llamas en el cielo retoma la narrativa fantástica en su país; sus novelas Con tu vestido blanco y El corazón del rey abordan la marginalidad; la primera en la época prerrevolucionaria, la segunda en los inicios de la instauración del comunismo en Cuba. Su novela Un ciervo herido —con varias ediciones— tiene como tema central la vida en un campamento de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campos de trabajo forzado que existieron en Cuba, de 1965 a 1968, adonde fueron enviados religiosos de diversas filiaciones, lumpen, homosexuales y otros. En 2010 publicó el poemario La patria es una naranja, escrito durante su exilio en México —donde vivió durante 20 años, de 1995 a 2015— y que ha sido objeto de varias reediciones y de una crítica favorable. Una antología de su poesía apareció en 2019 con el título Sin ton ni son. Es ciudadano mexicano por naturalización. En la actualidad reside en Miami.