Una luminosa oscuridad

Afirmó Lezama Lima (y después otros lo han repetido tanto) que la controvertida densidad barroca y la aparente impermeabilidad de sus textos difieren de los escritos por su venerado Luis de Góngora en el hecho de que éste tornó oscuras las cosas claras, mientras él trataba de hacer claras las oscuras. Lezamiano al fin, fue un sagaz intento por cortar por lo sano el rifirrafe sobre las influencias, a sabiendas de que suelen ser interminables, además de poco remuneradoras. Más preciso, aunque igualmente sobrara, habría sido explicar que por razones de intrínseca naturaleza humana, ¿o divina?, el genio es intransferible. Y que en definitiva el carácter claro u oscuro de una obra depende de las diversas capacidades de percepción de los destinatarios, más que del plan de su hacedor.

La vasta y por momentos cansona historia que lo acredita nos llega desde la “oscuridad” de los jeroglíficos egipcios, heredada –dicen– por Hermes Trismegistus, quien, en los primeros siglos de la Era Cristiana, inspiró el hermetismo como lenguaje pretendidamente abstruso, ideal para alquimistas y poetas. Con él se iniciaría un trayecto que iba a servir de puente entre el Renacimiento y el Barroco, pasando luego por el simbolismo y el decadentismo, entre otros ismos conocidos, hasta llegar a nuestros días, cuyo distanciamiento -por un montón de milenios- de aquel Corpus Hermeticum, no ha impedido que cada época, y aun cada representante de cada época, reproduzca su legado siguiendo originales modos de ser herméticos u oscuros o como quieran llamarle a la tendencia.

Ya que no pudo ser menos, la actual poesía cubana del exilio también airea sus presupuestos en tal sentido. Pongo por caso el poemario Conjuro de diamante, de Juan Carlos Mirabal, que algunos quizás gustarían arrimar al barroquismo o al neobarroquismo, pero que al fin y al cabo es afluente de aquel antiquísimo surtidor, que ha sido el mismo para todos, aunque no se identifique por medio de la simple transtextualidad o la influencia directa, sino en determinadas hechuras y recursos metalingüísticos individuales. Para no rizar el rizo con esas socorridas teorías de la metatranca, digamos que donde Góngora se empeñó en presentar oscuras las cosas claras y Lezama hizo claras las oscuras, Juan Carlos únicamente parece aspirar a la disolución de ciertas penumbras interiores, expulsándolas a como dé lugar y a tono con un estilo personalísimo que no oscurece lo claro ni aclara lo oscuro, sino que más bien se limita a descomprimir en cada verso sus propias subjetividades.

“Saber volar entre el pájaro y la sombra del pájaro/ aceptada la piedad del derrumbe,/ la muerte espía clarividente,/ la voz del pez acumulada en la red…”. Por esa ruta, trazada en el poema Blanco, parecen enfilar muchas de las criaturas de Conjuro de diamante, acervo de reveladores dispositivos del lenguaje, que apelan a la imagen poética como vehículo de la emoción, más que de la expresión cavilada, estableciendo una suerte de juego cómplice entre adjetivos y sustantivos, un divertimento que podría decirse pujan por desbordar el sintagma para convertir cada verso en un poema con estructura autónoma. Sin embargo, bien visto, no se trata sino de un ingenioso ardid, ya que lejos de socavar la unidad del poema, la enriquece al sostenerla sobre un revoloteo de axiomas tan armoniosamente entretejidos que al final resulta inviable desarticularlos: “La flecha mientras silba no conoce la herida,/ no sabe del delirio que asoma en su cabeza./ Los muchachos tensan la cuerda, no pueden/ con un pétalo de piedra mojar la llama,/ la lucidez del ojo, ni pueden postergar la soledad…”.

Los versos de Juan Carlos Mirabal sorprenden por su estado prístino. Es poesía pura y dura. Podría decirse que sus tropos no buscan el deslumbramiento por intermedio del mero efecto visual o acústico, no son decorado sino enjundia, materia poética que va directa al inconsciente: “… y ladra un grito sin cabeza la memoria del cuchillo…”. Es el poderío de lo sensorial frente a lo remirado: “Las milicias del caos cotizan su silencio,/ enjoyan con ojo de arcón turquesa el desplome del cosmos…”. Es el afán por devolver al lenguaje poético su más jugosa concreción semántica: “En el veredicto del tiempo/ el sillón se columpia solo…”. “… el niño que teje una trenza en el pubis del cielo”.

En fin, me ha resultado particularmente disfrutable este libro, un acierto más de la Editorial Primigenios, y una feliz prueba (otra) del variado y rico abanico de estilos y tendencias que tipifica desde hace algún tiempo el panorama de la poesía cubana en el exilio. Si bien mentía literalmente Cicerón al decir que el momento más oscuro de la noche es el que está más cerca del amanecer, tuvo la razón de un santo al revestir su artificio con un matiz poético que viene a pedir de boca tanto para el poemario de Juan Carlos como para el estado de nuestra labor creativa sin patria pero sin trabas.


 

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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.