De ‘Hábitat’ y otras remembranzas

Leer el poemario Hábitat, de Joaquín Gálvez, es acudir al cántico primigenio que hoy conocemos como poesía. Y es que la poesía, más allá de esas invenciones que lucubramos para agazapar nuestra manquedad ante la naturaleza, es belleza y funcionalidad. Belleza que solo surge de lo simple [no simplista], y funcionalidad que dimana de toda certidumbre.

Poesía es también remembranzas; retazos de una civilización fugaz por sus triunfos e infinita por sus aedas que no se entregaron al intercambio del amor por  la desmemoria. Quizás Joaquín Gálvez, en este conjunto de poemas, nos guiña ese sendero hacia el origen:

“[…] La oveja negra escribe su evangelio;

el rebaño es una doctrina, un cielo de mansedumbre

contra el nacimiento de la próxima estrella.

Madre, la luz de tu óvulo tiene un alma

para hacer del barro una escritura,

y el cuerpo de una bala para atravesar el mundo.

Ah Judas y Pedro (Pedro y Judas)

son mis amigos, son mis enemigos.

Dios juega con nosotros a la gallinita ciega.

Dios, devuélveme esos ojos para que no cometa otro crimen.

 

Cultivo todos los días esta imperfección

como un árbol al que lo abandona la primavera […]”.

Hábitat es también un susurro escatológico −en su sentido más intrínseco− pues qué otra cosa es el erotismo sino la concepción del cuerpo como tránsito hacia un destino que jamás será único. El cuerpo es religión y su escarceo ese rosario que en círculos nos suele revelar, también, que hemos nacido eternizados por el pecado. Nadie como un poeta, en este caso Joaquín Gálvez, para guiarnos al umbral de esa certeza. Nada como el conjuro de versos, Hábitat, para mostrarnos cuánto de vanidad e ilusión es negar el evangelio de un hereje.

“Me moriré sin conocer la luz de tus pezones

en la penumbra donde nunca serás poseída.

 

Soy el cadáver deseoso de los ritos de tu templo más íntimo.

 

Cuántos poemas hubiera escrito a partir de tu pubis (inédito),

en ese instante en que tu torso se transforma en una danza

para dar testimonio de los acordes de mi libido.

 

Nunca seré testigo de tu aullido

―húmedamente humanizándose―

bajo la bestialidad de mi falo iluminado.

 

Me condenaste a la oscuridad donde se ocultan tus pezones,

a la pordiosera luz de este poema en la penumbra”.

Un poeta, dicen los sabios, pregona el verdadero sentido de la existencia. Un poeta duele en el costado, quiebra la serenidad y nunca deja las puertas ilesas. Lo que nace de su trueque con la oquedad –que muchos confunden con la alquimia− es el propósito real donde los nombres y las cosas no necesitan ser pronunciados para complacencia del orgullo público. Tal vez el autor de Hábitat sabe de estos misterios, y los enmarca en versos donde nada falta ni sobra.

“sean todos ustedes bienvenidos /

constelaciones de mi desorden / personajes públicos

de esta habitación que a nadie le abre las puertas /

todas las noches celebran en mi escritorio un carnaval /

y sus pasos aseguran una bitácora en mi estro /

son como alquimistas / transforman el olvido en saxofón

para que alguien hospede un firmamento /

(digo, un huérfano que me ampara)

quedan, pues, libres / no son Jonás / pero ahora escribo

para que sean noticia / prófugos del vientre de la ballena”.

La simulación es antónimo de poesía. Pero pocos se aventuran tras una verdad que en siglos ha soportado la penitencia, y hasta el destierro. La poesía es oficio de tempestades, la gracia que nadie pide a Dios y que nadie confiesa cuando tus pares te muestran las herramientas y te obligan a la ordalía. Su eficacia es arisca sin el temple para mellar las palabras contra la fiesta del temeroso. Y eso lo sabe el autor de Hábitat. Lo sabe, y aun así esgrime el veredicto tras unos versos que no le debe a sus antecesores.

“La estancia de un puñal se convierte hoy en palabras,

fiesta en el cadalso de un hombre.

 

No eres el poeta de la torre de marfil.

Un alarido ha sido tu estandarte.

La ceiba, con la que conversabas, es hoy un idioma.

Una casa se yergue en el abismo…

 

No deseches tu voz como una camisa raída

(esa tachadura en tu voz es el único tesoro del antro).

No eres el poeta de la torre de marfil,

ni tienes el alma confinada en un diccionario”.

Como se dijo al inicio, leer Hábitat es asistir al idilio de la premonición con la desnudez en su hondura más severa. Como vivir el segundo episodio de una caída libre antes del impacto y sin la seguridad de que Dios –o la vida traficada en otras emboscadas− nos amparen entre disfraces o simulacros.

Decir que una poesía es honesta es, quizás, pasarse de listo o trucar la baraja. Pero sí, a riesgo de todo es posible afirmar, y ser firme, en que existe la poética de la honestidad. Eso es Hábitat: un conjunto de poemas que honran la verdad tras la remembranza exquisitamente hilvanada. Un libro que bien vale la pena poner a resguardo; usarlo como resguardo; mostrarlo como resguardo cuando nos exijan el peaje, allende la estación donde nos quedamos varados sin saber que la transmutación del dolor al cuerpo primigenio también es posible.

Hábitat es el último rezo cuando nadie quiera ser testigo –ni testimonio− de la vida misma.

“Mi vecino ha levantado una cerca

para que no me tropiece con sus palabras,

para que no me llegue de soslayo la fisura que distingue a su alma.

 

―Hello, sir.

(A prudencial distancia…

“Don’t cross the line!”)

 

Mi vecino ha levantado una cerca

para que no se funde un nido cuando se crucen nuestros pasos.

 

Le teme a la estación con que puedo entrar en su casa.

¡Ni un pie adentro…!

Para que nunca meta las narices en su cabeza.

 

Una cerca se interpone entre su alegría y la mía,

entre su tristeza y la mía.

 

Seremos muy buenos vecinos, Mister Frost,

entre nosotros nunca se levantará la vida”.