Instituto Edison, un proyecto de vida contra viento y marea

Uno de los hechos de mayor decoro en la historia educacional de Cuba tuvo lugar en 1931, cuando la familia Rodríguez Gutiérrez se atrevió a fundar una institución escolar que, con el nombre del inventor estadounidense Thomas Alba Edison, llegó a poner bien en alto la enseñanza académica hasta el mismo momento en que la dictadura castrista decidió apropiarse de todo.

“Fundar una escuela en 1931, en medio de la depresión y la violencia —apunta Ariel Gutiérrez, exalumno de la institución e hijo de su directora—, haber tenido la voluntad y la visión de fundar esa escuela con tan escasos recursos, y haberle puesto el nombre de un americano aún vigente la Enmienda Platt, en medio de un país convulsionado por el nacionalismo, habla alto y claro del espíritu que animó la apertura del colegio”.

El Instituto Edison es uno de los mejores ejemplos de la diferencia abismal entre una docencia para un auténtico proyecto de vida, con una cosmovisión de valores humanísticos y científicos, y un adoctrinamiento salvajemente embrutecedor impartido por un régimen totalitario y deformador de conciencias.

Así, este libro de Armando Añel, Instituto Edison. Escuela de vida. Visión, obra y legado de la Dra. Ana María Rodríguez de Gutiérrez (Miami, Neo Club Ediciones), no solamente constituye el recuento de la épica historia de una familia inmersa en uno de los objetivos más nobles que invocan el mejoramiento humano, que es la educación, sino que además aporta toda una panorámica, desde la perspectiva de la docencia y la vocación hacia los demás, de cómo en Cuba, antes de la supuesta revolución, existía una verdadera fuente de progreso, un deseo inquebrantable de superación y el ánimo de hacer un real y justo hombre nuevo del cubano.

Entre recuerdos de profesores, testimonios de los miembros de la familia Rodríguez Gutiérrez y párrafos anecdóticos y valorativos, Añel logra exponer no solo una hermosa y profunda historia de unidad familiar y valores humanos universales sino, además, un proyecto de vida que todavía en la actualidad tiene sus vectores educacionales muy vivos en espera de una nueva sociedad abierta para todos los cubanos.

Por otra parte, el prólogo escrito por Carlos Alberto Montaner otorga a este libro un toque de garantía valorativa que le abre las puertas, asegurando la posibilidad de que lo que se va a leer es digno de la mayor atención, pues este escritor nos tiene acostumbrados a una seria revisión de la historia de Cuba.

Un testimonio que abre todo un espacio de luz, como comprensión de ese proyecto de vida, es el de Carmen Getán:

“Creo que lo que ocurrió en el Instituto Edison, y no quiero sonar exagerada, fue algo fuera de lo común. Por eso es tan difícil ponerlo en blanco y negro. Lo que adquirí allí no fue solamente un currículum, que era excelente con profesores excelentes, sino una visión de la vida que resulta sumamente difícil traducir en palabras. Una actitud ante la vida. Nos metieron en la sangre y el cerebro aquello de ser hoy mejor que ayer, mañana mejor que hoy, o no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy… Una experiencia que me ha servido durante toda mi vida”. (p. 64)

 Realmente, aquí se puede constatar la validez de la voluntad humana, cuando se quiere buscar el objetivo de una sociedad que esté animada por los mejores valores. Cada una de las personas que estudiaron en el Instituto Edison muy probablemente debieron ser pilares, por su sólida preparación cultural, para una sociedad que cada vez más necesitaba una conciencia colectiva del Bien. Y ello, en su esencia, tenía que lograrse en cada individuo. Solo así se podía crear una colectividad fuerte, impenetrable a los sofismas “revolucionarios”, para poder desmitificar el Espejismo que el castrismo fue creando en Cuba.

“Seguramente, en aquel momento ni siquiera los hermanos Rodríguez tenían un conocimiento cabal del alcance de lo que estaban haciendo. Tampoco nosotros, los estudiantes, de lo que estábamos aprendiendo. No es posible comprender la trascendencia de una enseñanza así hasta que no observas sus frutos. Puede tenerse una intención al enseñar, pero tú no comprendes la profundidad de lo que has hecho hasta que no recoges la cosecha. En aquel colegio nos inyectaron valores, principios, amor, deseos de superación… ¿Quién iba a anticipar que nuestra generación sería truncada como lo fue a partir de enero de 1959? Sin embargo, en el Instituto Edison nos facilitaron un montón de herramientas para afrontar esa realidad. La clave creo que estaba en enseñar con amor, con auténticos deseos de que el estudiante creciera y pudiera enfrentarse adecuadamente a la vida”.

     1959: La debacle

Desafortunadamente, faltó tiempo para que el ejemplo del Instituto Edison cuajara en otras academias, en el mismo sistema de educación del país, incluso en las organizaciones sociales que podían conformar una plataforma cultural en la que la libertad y el verdadero conocimiento de las disciplinas científicas y humanísticas se levantaran como un auténtico valladar contra toda injerencia ideológica. Aquella generación del Instituto Edison, quizá dos mil o tres mil educandos, no pudo evitar las reacciones suicidamente fanáticas de millones de individuos que, en su ignorancia histórica, eran deslumbrados por una especie de flautista de Hamelin que los arrastraba al despeñadero.

 A partir de 1959, la debacle fue precipitándose mes por mes y el absurdo se instauró en Cuba como un proceso diabólico que no perdonó nada. Nada se salvó de la catástrofe porque el castrismo era, en esencia, una catarsis de miseria en todos los sentidos, y entre tantas cosas a destruir se encontraba el sistema de educación y, en específico, las instituciones privadas, que siempre habían tenido un éxito mayor de verdaderas resonancias. Así ocurrió con la superestructura e infraestructura cubana. El Instituto Edison, de hecho, no presentaba ningún tipo de utilidad en medio del sistema comunista-castrista, principalmente porque este importante centro docente se encargaba de crear a hombres libres.

La educación degeneraba rápidamente. A la juventud la fueron separando de la familia, las familias mismas se fueron dividiendo; la urbanidad, la cortesía y las buenas costumbres desaparecieron en poco tiempo. La sociedad se fue dividiendo en clases antagónicas: había que acabar con la burguesía e igualar a todos en la miseria.

El país se convertía en una especie de utopía para el extranjero, fundamentalmente de izquierda, mientras que en su realidad avanzaba cada vez más a un estercolero. Era un espejismo con su sótano, donde el pueblo cubano, por su propia ignorancia imaginativa, quedaba prisionero de un hacedor de idiotas. Quienes podían se iban, huían, escapaban. La Dra. Ana María Rodríguez lo describe así:

“En octubre de 1960 uno de los hermanos Rodríguez Gutiérrez, Rolando, abandona con su familia el territorio nacional, dejando un colegio al que había entregado veintinueve años de su vida. En enero de 1961 otra de las hermanas toma el camino del exilio, y en los primeros días de febrero y marzo de ese año la directora y la administradora abandonan también su hogar, su patria y lo que para ellas era como un hijo, el Instituto Edison. Ese curso el IE cumpliría treinta años de fundado, había alcanzado una matrícula de 3,010 alumnos y el Banco Nacional de Cuba tasaba su valor en tres millones y medio de pesos. En mayo de 1961 el Instituto Edison es intervenido por el gobierno comunista…” (p. 165).

Sin embargo, en el exilio ha quedado archivado el recuerdo de esta grandiosa institución. Su ejemplo, sus datos, su currículo, los obstáculos que tuvo que rebasar y los triunfos, los grandes objetivos que se trazó y cumplió  con su incansable espíritu de vida la Dra. Ana María Rodríguez de Gutiérrez y toda su familia. En buena medida, la narración de esta epopeya educacional se encuentra en este libro, que cubre la mayor parte de sus logros. Ese sentido de hacer del acervo humano un verdadero y sustancial proyecto de vida no es sino la más productiva enseñanza para el ser humano.

Así, este volumen se sitúa como uno de los más importantes testigos de la docencia cubana antes de la revolución de 1959, para echar por tierra el malsano engaño castrista acerca de la Cuba anterior.