‘La luna entre nosotros’ o la oscuridad radiante: Poética para un concierto de la belleza

Baltasar Martín, Idabell Rosales, Rafael Vilches y Juan Manuel Cao en el programa televisivo 'El Espejo'

“Siento” es la mejor palabra que se me ocurre para hablar aquí de este nuevo libro escrito por Rafael Vilches Proenza, La luna entre nosotros, ganador del Premio de Poesía Dulce María Loynaz 2018. Y lo que percibo es la naturalidad expresiva de una ternura muy sui géneris, por su connotación de contenido y por su sabia combinación de una sencilla y precisa prosa con finas y sorprendentes metáforas. De aquí, una humilde elegancia en sus versos, que en ocasiones desprenden un carácter mágico, de suave y sutil encanto, pero también de fuerte simbolismo esperanzador por su iconoclastia.

En efecto, hay una exacta manera de ternura, para decir lo que se ha vivido (lo que se vive), mediante un léxico justo, de consciente reconocimiento de las palabras que han sido medidas por una función muy sensible de la inteligencia. No se puede hablar entonces de una prosa conversacional, en su estado puro, sino de cierta procupación minimalista a la hora de escoger el adjetivo o el adverbio preciso. Sus versos dan la impresión de una asepsia lingüística o al menos hay una intención o deseo de ello, por lo que no encontramos una séptica lexical ni sintáctica que rompa el hilo lírico en sus imágenes.

Habría que decir también que sus versos poco a poco sorprenden porque van componiendo un concierto de imágenes muy peculiares, muy nuevas que nos llevan a sentir una potencialidad poética diferente, de donde emana un horizonte y un cálido sol sin llamaradas, inalcanzable aparentemente, pero sin lejanía; calidez y suavidad de frescor, de brisa ansiosa por reivindicar la humanidad de las cosas y, más que las cosas, por las relaciones humanas. Y valga la repetición: es una poesía enteramente humana.

No sé cómo bajarme de tus ojos.

Tengo apetencia por compartir tu mesa,

Repatriarme entre tus brazos.

Que los hijos alboroten la casa.

Huelga tu avidez, lluvia, altar,

tu nudo y el mío.

     (“Canción para permanecer”, p. 15)

     Otro detalle importante de la poesía de Vilches es la función simbólica de muchos poemas, en los que se guarda la angustia de los prisioneros politicos, como, por ejemplo, en el poema “Luz verdadera” (p. 17):

     Prisiones en las mazmorras de tu gobierno.

     Paraíso fiscal.

     Tus ojos.

     Asfixia la angustia

     no dejes que escape al proceso fortuito, raspa la piedra.

     Haz que retoñe el agua

     y afloren los albores del futuro.

Asimismo, leemos poemas que en su contenido simbolizan la Nada: “No temenos noticias, /ni abismos de agua, dibujos de polvo, Ni peces/ o aurora mojando el semblante de tu espanto…”. Y después versos que indican la esperanza: “Levantamos casa y mar ajenos/ con las luces de los hijos (“Figuraciones”, p. 18).

La realidad de Cuba es una pesadilla; hacen de los seres “huesos miserables”. Cada verso, quizás cada palabra, pesa, tiene un significado no solo político sino también de realidad social y existencial; es decir, de pueblo y de individuo.

Del símbolo al enfoque. Se trata de una poesía en la que hay que centrarse en las imágenes, que es como lanzarse al abismo profundo de una interpretación. Entonces podemos descubrir que realmente el horizonte imaginario se podría alcanzar. Y siempre en la espera de la esperanza hay un hijo por venir. ¿Será la nueva generación que reivindaría la vida en la Isla?: “Me arrodillo a secretear sobre tu vientre”. (“Muchacha, virgen mía”, p. 21).

Con La luna entre nosotros, digamos, la “esperanza”, la oscuridad en la Isla se hace radiante; se crean sombras donde las penumbras tienen atisbos de blancura, de una luz fuerte, telúrica y urbana, que de alguna manera atraviesa las grietas del pavimento y enciende la imaginación de los sedientos; la luz así es el agua de la resistencia y de la posibilidad. Y es que otra característica del libro es la obsesión del autor por la esperanza. Aun cuando sus versos siempre dejan entrever la angustia y la incertidumbre, terminan con un hálito de fe.

Estos poemas, a pesar de su aparente simpleza, contienen una profundidad estremecedora. A veces, una frase elemental en prosa, en tranquilo decir, se enaltece o connota con una metáfora inesperada, rica en misterio, y así la imagen, inefable, se llena de esplendor:

     El pan crepita en el horno,

     inunda su luz,

     el tiempo quema con prisa la sombra

     se anula la tristeza

     y tú esplendes.

     Algo cambia en mi máscara.

     (“Retener lo esencial”, p. 28)

     Por momentos, lo simbólico toma fuerza de un verso a otro. La belleza está en su apariencia desconcertante. “Dios” se humaniza, porque “junta su fuego al mío” y de pronto estalla la connotación cuando sabemos que “la luz” [está] “presa en sus ojos”.

Algunos versos son conceptuales, proyectan una visión ideoestética que quizás implique cierto conocimiento teórico, filosófico, mitológico o histórico: “La noche viene y con ella el Fin de la Historia” ( p. 45). Aquí, quizás la tesis de Fukuyama queda en duda (puesto que la Guerra Fría hace muchos años terminó y aún quedan dictaduras de izquierda). No obstante, este solo verso podría aludir a la posmodernidad o a un Apocalipsis real. En este mismo poema encontramos: “Penélope te aguarda”, y al final: “Ulises hará añicos cualquier desesperanza”. Vemos así un juego simbólico conceptual entre metáforas y un entramado de imágenes que nos permite no solo el regodeo lírico sino, además, la posibilidad de la asociación de las imágenes para convertir los mitos en arquetipos.

Entre el mito y lo simbólico resalta asimismo lo bíblico, a modo de inconsciente repasando la historia individual del poeta. De Sansón y Dalila se pasa a Dios. Pero este —diría yo— es un dios imaginario (nada religioso), personal, enteramente humanizado, un dios que no existe si no existimos nosotros. Como el embrollo de nuestra propia conciencia; es la esperanza, la fe de tenernos y apoyarnos a nosotros mismos. La vida que queremos crear y mantener unida a nuestro propio Dios. En “Pase de lista” dice Vilches:

     Resucitamos a Dios.

     Muchacha, vi sus ojos en los tuyos.

     Vibré de armonía,

     pero estar sin ti me torna melancólico,

     demencial, opuesto (p. 50).

Hay un no sé-qué en los poemas de Vilches que yo —para acercarme a él— solo me atrevo a decir: encuentro la esperanza, el fuego y la ternura como estaciones o remansos en el laberinto en el que Ariadna (como mujer corpórea) aún no aparece. El hilo mágico entonces es la imaginación poética. El drama y la llama de seguir hasta tomar el horizonte entre las manos y reinventar el mundo otra vez. Es, de hecho, reinventar la Isla a través de los ojos del sueño, de la imaginación infinita y de la fe humilde en ese Dios incansable y humano que nos dice:

No tengamos miedo

la verdadera vida

comenzará después…

Siempre existe una amada. La amada del poeta. Su ideal como el que se deja tentar por la belleza. La naturaleza y los paisajes del mundo están en el cuerpo de la mujer amada. Por eso, este poeta vive en la realidad imaginaria, es todo conciencia, es todo mundo íntimo.

El poeta nos propone piezas de cierta fineza y al mismo tiempo quemantes por la realidad que encierran; versos que a veces dejan latentes una historia de la incineración; versos que parecen no llegar a traspasar la dimensión de su realidad corpórea pero que se traducen como la invocación de otro mundo desconcertante; versos de una resistencia pasiva que es rebeldía, una tensión aparente que hace que la dictadura se consuma a sí misma. En realidad, ante los años de oprobio no hay criba que filtre la tortura y la miseria. Y ahora, a estas alturas de la vida, la dictadura no puede enfrentarse a los ojos del poeta:

Si digo adiós,

el mundo es piedra que duele,

una bandera clavada al pecho.

Seré la res que va

voluntaria

al matadero

(“Dios mediante”, p. 80).

Este libro resume una serie de correlaciones que evocan no solo el símbolo, la metáfora, la belleza del mundo (de los seres y las cosas) sino, además, el miedo, la esperanza, la fe, la mujer amada (en su realidad de ficción y, muy probablemente, en su correlación de realidad corpórea), la patria en su nueva concepción de territorio de sensibilidades, de territorio imaginario. La Isla en su imagen de reinvención, o más bien, de refundación como espacio y como espíritu.

La luna entre nosotros es un cuaderno de textos múltiples —si quiere verse así— en el que la forma de una prosa poética —fina y precisa, como ya he dicho— se engarza con una lírica metafórica que, en ocasiones, se adentra en existenciales problemáticas políticas y filosóficas.

La patria sigue siendo un símbolo para Vilches, pero no la del escudo, la bandera y los bustos, ni mucho menos aquella del acto cívico al comenzar el día escolar. La patria es el don de buscar el mundo, lo universal, lo cósmico, en lo más local que pudiera tener la Isla, que es su propio cuerpo, su propia intimidad. Es así su espíritu de poeta, el de redimirse a sí mismo para sobrevivir soñado en su fe verdaderamente martiana.