Levedades de plomo

Fragmento del libro, en preparación, El huevo de Hitchcock, de José Hugo Fernández


Son las hermanas mayores del kitsch. Así que todo queda dentro de la familia. Aunque, por más que se nutran con la misma savia, la hermana menor no pasa de ser un apéndice de la mayor. El kitsch es eructo con disfraz de suspiro, timo a la vez que narcótico para las masas homogéneas. Resumiendo las muchas definiciones que existen sobre lo kitsch, el novelista Milán Kundera ha puntualizado que es la necesidad que sienten algunos (yo diría que muchos) de mirarse en el espejo del engaño embellecedor y reconocerse en él con emocionada satisfacción. No en balde suele orbitar con especial incidencia en torno al arte y la cultura, abaratándolos a golpe de sensiblería. En cambio, las levedades de plomo no florean, son anzuelos que van directamente al encéfalo de las multitudes. Tal vez por eso se han hecho fuertes en la política y en los procesos psico-sociales, sobre todo en los relacionados con los regímenes de vocación autoritaria. Conforman un amplio abanico de recursos teatrales, golpes de efectos, exabruptos mesiánicos, chorradas en suma, destinados a manipular aviesamente a los individuos que el poder considera incapaces de identificar y gestionar por sí mismos el verdadero objetivo de la existencia. Así que en vez de argumentaciones sólidas, les ofrece vaharadas de gases venenosos, tan livianos como tóxicos.

De repente puede parecer contradictorio esto de calificar como levedades las groseras pesadeces del autoritarismo. Pero lo que las hace leves es precisamente su carencia de sustentación y de sentido común, su falsía, junto a la ridiculez de pretender que el énfasis sustituya el argumento y que la verdad sea soslayada con huecas altisonancias. Otro gran novelista. Umberto Eco, resumió el fenómeno del kitsch en la política llamándole, certeramente, patata mal hervida. Para adecuarla a nuestro contexto, podríamos decir que su hermana mayor, la levedad de plomo, es como un boniato al que adornan con ramitas de perejil y romero para venderlo a precio de alta cocina.

De cualquier manera, kitsch y levedades de plomo se funden y confunden en el caso del fidelismo cubano, para que sea más densa la trama, buscando escabullirse quizás de aquello que Heidegger condenaba como ligereza que pretende robar el peso a las cosas. Son muchas y demasiado frecuentes las manifestaciones. Al punto que resulta difícil escoger una arquetípica. Pero ya que por alguna habría que empezar, pongamos el patético cuadro que nos brinda Mariela Castro con su proyecto de monopolizar los sentimientos y las aspiraciones de los homosexuales (tan maltratados y humillados por el machismo-fidelismo del régimen), con el único fin de maquillar la historia de su casta tiránica. Abundan en Cuba las discriminaciones: políticas, económicas, raciales, de género… Y a mí por lo menos me parece sintomático que la presunta heredera del trono de los Castro haya escogido a las víctimas de esta comunidad discriminada, que a la vez que alinea entre las más sufridas (y las más reprimidas) es posiblemente la más vulnerable ante las manipulaciones del poder, por ser quizá la más dividida y digamos la más inofensiva. ¿Le permitirían a un auténtico antirracista organizar mítines callejeros y convocar en comparsa a sus defendidos para que exijan reivindicaciones? ¿Se lo permitirían a un auténtico defensor de los derechos de los trabajadores, tan acogotados y mal remunerados? Ya que la respuesta es no, habrá que concluir que los planes de Mariela Castra, lejos de ser antidiscriminatorios, son especialmente prejuiciados, despreciativos y aun mezquinos. Considero demasiado simple esa hipótesis según la cual ella escogió el tema LGBT solamente en busca de un protagonismo fácil y muy mediático, que le permitiese hacer currículum como futura líder, sobre todo teniendo en cuenta lo bien mirada que resulta la faena por parte de la progresía internacional. Son detalles que sin duda debieron ejercer su peso sobre el asunto. Pero se me hace que lo verdaderamente definitorio ha sido el profundo desprecio, la pobre consideración y el nulo respeto –por no hablar del nulo miedo– que los miembros de la comunidad LGBT merecen ante los ojos del régimen fidelista. Ello explicaría, por ejemplo, que mientras mujeres y hombres pacifistas han sido sistemáticamente encarcelados y apaleados por caminar por las calles en silencio y con flores en las manos, a Mariela y su heroica guerrilla se les permita arrollar en pintorescas congas por las más populosas avenidas de La Habana, disparando consignas presuntamente liberadoras. Son manifestaciones muy kitsch, sin duda, pero tan malevolentes que sobrepasan su propia ligereza para adentrarse en predios de la levedad de plomo, pues además de cursis, resultan tramposas para los sentimientos de sus ingenuos representados.

Otro tanto podríamos decir sobre la hojarasca y el ringorrango que durante decenios se gastó el Historiador de La Habana, Eusebio Leal, mintiendo en mayestáticas tabarras acerca del interés mostrado por el régimen ante la conservación de la ciudad y la vida de sus pobladores. Más de lo mismo ha sido la pretendida preocupación de Alicia Alonso por la suerte de los perros callejeros de la capital, aunque jamás le inquietó la vida de perros de la gente de a pie. O los finales de la Mesa Redonda con las notas de Imagine, único contexto donde se ha conseguido que esta soñadora canción de Lennon suene desfasada y ridícula… Tal cuadro de imposturas que la combinación del kitsch con levedades de plomo ha venido mostrando (y muestra hoy mismo) en los medios intelectuales y artísticos de la Isla, podría ser sintetizado como el esfuerzo por dar patente oficial a un bulo de humanismo y de progresismo político que mientras contradice en su fondo el comportamiento de la dictadura, superficialmente edulcora su real naturaleza. Las floridas muelas con acento ecologista y pacifista que han debido sufrir los televidentes cubanos, luego de asistir a una inclemente agresión de varias décadas contra el suelo y la flora y la fauna nacionales, o luego de perder tanta sangre familiar y tanta oportunidad de desarrollo económico en aventuras guerreristas a lo largo de medio mundo, pueden parecer una burla a nuestra sensibilidad e inteligencia. Y es lo que son: chapuceras levedades de plomo.   

La presunta identificación con su raíz popular y humilde sobre la que suelen alardear ciertos actores con éxito en el cine, o ciertos escritores que no son sino raposos productos de exportación del fidelismo, o ciertos músicos o pintores… no pasa de ser mera artimaña publicitaria. Pero no es lo peor. Aunque no lo parezca de pronto (o aunque ellos piensen que no lo parece), cuando dicen que no podrían crear ni vivir alejados de su patria, además de mentir taimadamente, están haciendo cursilería de rancia factura. Otro muy conocido estudioso y teorizador de la materia, el filósofo, sociólogo y musicólogo alemán Theodor Adorno, afirmó, más o menos, que ante este tipo de chapuza con disfraz ético y estético se torna muy difícil trazar una línea entre lo que resulta verdadero y lo que es simple basura sentimental. Y he aquí que de nuevo una definición tan atinada parece quedar corta para identificar el fenómeno tal y como tiene lugar en Cuba. Porque al margen del arte (aunque ligado a éste en abrumadora y triste medida), en las levedades de plomo en que incurre la claque habanera en cuestión, nada es verdadero: novelería de punta a cabo, basura sentimental, pero que va siempre más allá, con dimensiones fraudulentas, puesto que al validarse ellos mismos como ciudadanos afincados y fieles al suelo patrio, dejan por descontado su compromiso con el sistema de dominación política imperante. Se trata de una actitud oportunista, a la cual su público no sólo atribuye un valor del que carece, creyéndola sincera, por lo que encuentra incentivos para imitarla. No por casualidad el psicólogo estadounidense Bertram R. Forer concluyó desde hace tiempo que el ser humano es una máquina que tiende automáticamente a buscar y detectar influencias de opinión que, al considerarlas modélicas, las adopta como propias. No era otro el fin que perseguía Fidel Castro con sus discursos kilométricos o con sus grotescas cucharetas y disposiciones dictatoriales sobre cualquier tipo de tema: desde la agricultura hasta la meteorología, desde la genética animal o la ecología hasta el sistema de educación, ocasionando en todos verdaderos desastres históricos.

Levedad de plomo donde las haya es el último dictado que lanzó Castro para prohibir el uso de su nombre en lugares o programas o anuncios públicos, con el supuesto objetivo de evitar el culto a la personalidad. La única manera de hacer un bien es hacerlo a tiempo, dice el dicho. Y como en este caso el mal estuvo hecho desde el inicio, el bien no sólo llegaría tarde sino que no fue más que otro mal, disfrazado con artificiosas poses históricas. Por si fuera poco, también iba a resultar gratuito y hasta risible, puesto que todo el mundo sabe que el culto a su persona existió desde siempre, que fue engendrado y sustentado por él mismo, y que constituye su peor herencia.

De esa inflada y farisea levedad de plomo se derivó otra por lo menos igual, por no decir aún más nociva, toda vez que llegaría a ocupar vidrieras en los cuatro puntos cardinales del planeta. Hablo de la adoración tan bobalicona como frívola al Che Guevara.

Se cuenta que el Che, en un esfuerzo inútil por evadir la pelona a última hora, intentaba convencer a sus ejecutores de que, para ellos, valdría más vivo que muerto. Fue otra de sus equivocaciones. Ni remotamente calculó el dineral que llegaría a mover después de muerto. Y no sólo para el bando contrario. También para el propio. Si no es la más grotesca entre las levedades de plomo engendradas por el fidelismo, debe ser seguramente la más lucrativa. Con punto más que cero de inversión para obtener ganancias millonarias, el negocio internacional en torno a su imagen devino un Potosí de nueva era. Poco importa que en la política concreta su utilidad no sea mayor que la de una maquinaria para embotellar crepúsculos. Por esos extraños resortes de la psiquis humana sobre los que habló Forer, su rostro, muy parecido al de Cantinflas pero con expresión de mala leche y brillo de odio en la mirada, amenazó con emular en popularidad, o al menos en promoción pública, con el que se supone que fuera el rostro de Jesucristo. La diferencia estriba en que las hazañas espirituales y materiales que se le acreditan al Hijo del Hombre no podrían ser jamás superadas por su impronta física. En tanto el Che Guevara ha pasado a ser, sobre todo, una cabeza de santo con boina, un talante mucho mejor conocido que su historia, un emblema que atrae veneraciones más por lo que simboliza que por lo que fue o lo que hizo en vida. En fin, mera levedad de plomo. Icono del merchandising propio de la manoseada sociedad de consumo. Pero ocurre que, igual que en tantos otros casos, los enemigos del capitalismo son los primeros beneficiarios de sus dividendos, por más que se escuden en la hipocresía y el cinismo que les son naturales.

Hace algún tiempo, su viuda, Aleida March, calificó de repulsiva la subasta de un mechón de pelo del Che llevada a cabo por un ex agente de la CIA que parece haber participado en su captura y ejecución. Repulsivo, espeluznante, insano es que alguien se dedique a vender restos humanos, sean de quienes fueran. Pero no menos ominosa y aberrante es la conducta de aquellos que participan en la subasta con interés por comprar tal mercancía. ¿Y quiénes serían esos compradores para el caso sino los heroicos guevaristas de cátedra y salón y foro? ¿Y hasta qué punto esos practicantes de necrolatría del peor gusto se diferencian moralmente de otros cientos de miles de fanáticos que visten camisetas con la cara del Che o vuelan en masa hasta La Habana para retratarse al pie de su efigie en relieve que preside el edificio del Ministerio del Interior (cuya simple mención asusta a los cubanos), o coleccionan como suvenires las monedas de tres pesos (símbolo de los dislates económicos de Guevara y Fidel), sin que les importe exhibirse como propagandistas del odio y de la violencia criminal?

Gracias a esa levedad de plomo que ha trascendido con creces las fronteras físicas de Cuba y aun los límites del fidelismo, la crema del progresismo internacional, engrosada por un insufrible batallón de gente frívola con el más diverso origen, está llenando las arcas de los mercaderes de la imagen del Che, situados por igual a la izquierda o la derecha de su ideología. Los diferencia únicamente el discurso santurrón y desaprensivo de la izquierda (otra levedad de plomo), y muy en particular el del régimen cubano, aun cuando a algunos de sus voceros se les escape de vez en cuando la verdadera intención, como fue el caso de Silvio Rodríguez, quien justo sobre la banalidad de imprimir motivación guevarista a un desfile de Chanel en La Habana, dijo que daba lo mismo quiénes fueran a posar siempre que pagasen bien.

En la exposición “Che. Revolución y Comercio”, presentada hace ya algunos años en el International Center of Photography de Nueva York, fue exhibido un centenar de enseres, prendas de vestir, obras de arte y propaganda de toda laya que, durante varias décadas, habían puesto en órbita comercial su cabeza con boina en más de 30 países. Hoy el número de esos objetos se ha multiplicado. El rostro en cuestión es uno de los más reproducidos en la historia de la fotografía. Circula en camisetas, posters, gorras, ropas, muebles, tatuajes, bisutería, portavasos, carpetas, pegatinas, zapatillas, pins, toallas, perfumes franceses (y cubanos), bebidas alcohólicas, diversos artículos de lujo entre los que se incluye ropa interior femenina, piyamas, bikinis, tabaco, marcas de automóviles… En fin, hasta un cartel gigante con su cabeza coronada de espinas ha sido utilizado por cierta iglesia británica para atraer adeptos. Y aún se recuerda la controversial serigrafía Che Gay, donde sirvió de icono para amantes de una preferencia sexual que mucho despreciaba el llamado guerrillero heroico.   

En síntesis, constan noticias precisas sobre los miles de millones de dólares que ha estado generando este negocio transnacional. Por ejemplo, es bien conocido que una de las comercializadoras por Internet más importantes del mundo, la estadounidense eBay, ha llegado a ofrecer al público una variedad de 3.040 diferentes T-Shirt con la imagen del Che. Y no es la única, desde luego. El boom comercial de la marca Che Guerrillero Heroico es ya un hecho corriente. Lo que nadie conoce –y muy posiblemente no lleguemos a conocer nunca– son las cifras que por este concepto han estado obteniendo los generales castristas a través de la industria turística cubana. No hay un solo hotel, tienda, feria o centro comercial en áreas turísticas de la Isla donde no se comercialicen, a precio de oro, los más variados suvenires con esa imagen. Y es fácil suponer que ni uno sólo de los cientos de miles de visitantes guevaristas –sean de pacotilla o de aberrada militancia– se marchan de la Isla sin comprar su correspondiente cabeza de santo con boina, o sin haber pagado por visitar sus sitios de culto.

Es igualmente sabido que tanto el autor de la foto original, Alberto Korda, como su heredera, se han mostrado escrupulosos ante la manipulación comercial de esta obra. También se sabe que la familia del Che ha pedido cuentas en más de una ocasión a los mercaderes extranjeros de su imagen. Sin embargo, no ha trascendido hasta hoy (al menos que yo sepa) que unos o los otros exteriorizaran inconformidad o presentaran demanda ante el uso y abuso del monopolio comercial del régimen. Tal vez sea otro de los misterios que nos acompañan. O quizá no resulte tan misterioso, y pueda explicarse en el hecho de que aun cuando ya nadie en Cuba quiere ser como el Che, todavía hay algunos a los que no les viene nada mal vivir bajo su mítica sombra.

Es otro de los puntos en que se cruzan dos clases de levedades de plomo que llevan marca registrada por el fidelismo: el culto a la personalidad y las degradaciones morales que éste suele destapar directamente. Pero es sólo otro de los puntos. Hay muchos, algunos de ellos anticipados por Borges cuando apuntó: “Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez”. Santa palabra, ya que ciertamente las levedades de plomo del fidelismo, aún más que a fomentar la crueldad, se han destinado a fomentar la idiotez mediante una cadena interminable, unas a partir de otras, hasta llegar al punto que deben ser muy pocos los que, por ese concepto, estarían en condiciones de asegurar inequívocamente que han logrado mantenerse impermeables ante la arrolladora influencia fidelista, sea en un sentido o en otro.

Se trata de una tragedia que pende, como espada de Damocles, sobre el presente de la historia nacional y que entenebrece de algún modo el futuro. Tanto más cuanto menos resueltos nos mostremos a encararla sin complejos. Desde luego que en este caso los efectos del legado fidelista, en materia de levedades de plomo, exceden las fronteras de la política. Pero no por ello resultan menos graves. Son de carácter epistemológico, pues se relacionan con nuestra manera de percibir la realidad y con la tozudez en que actuamos partiendo de esa percepción equivocada. El enfado, o pesar, o rencor como reacciones ante el bien del prójimo, muy particularmente cuando éste no comparte nuestros estilos de pensamiento y de vida. La incapacidad, unida a la total falta de condescendencia para valorar las razones del otro. El recurso de asumir la competencia no mediante el análisis y la superación de los defectos propios, sino intentando desacreditar al competidor, sin reparar en miserias ni falsedades. La acción abusiva ante el más débil, en proporción con la taimada y ladina actitud de víctima ante el fuerte: He aquí algunas, sólo unas pocas de las levedades de plomo (patógenos del fidelismo) que pesan sobre la intercomunicación entre los cubanos de hoy, vivamos donde vivamos, aunque siempre de acuerdo con los estratos y los sitios en que actuamos, y siempre identificables entre los rasgos de incorporación más o menos reciente a nuestra identidad. Y unas pocas más son: la procacidad como supuesta manera de hablar claro; la ofensa a ultranza en tanto alarde de falsa valentía, sobre todo cuando se está amparado por algún poder o por la distancia; el talante de fullero, jactancioso, arribista, postalita, trepador, parlanchín, cañonero, soberbio y déspota como patrones de conducta para conquistar el éxito. Me estoy refiriendo a una serie de levedades de plomo que nos tipifican en forma generalizada. De modo que nadie debiera sentirse ofendido si considera que no aplica dentro del prototipo. Ya sabemos que lo excepcional no niega sino complementa la regla.

El cubano no es un pueblo político, por fortuna nunca lo fue, pero hoy estamos gravemente ideologizados, en el sentido más pernicioso, es decir, idiotizados por la ideología. Y es sobre tal idiotez que se yerguen otras de nuestras levedades de plomo, asumidas en la forma de impresentable facha de agresivos. La carencia de ánimos para reafirmar y defender nuestro ser individual. La falta de opiniones propias y el excesivo temor para sostenerlas cuando las tenemos. La solidaridad como demagogia o como picaresca sin auténticas sustentaciones éticas. La desestimación de la familia en tanto tradición y fundamento. La pasmosa apatía con que nos resignamos durante tanto tiempo a ser sujetos dependientes… Son por igual levedades de plomo que hemos venido padeciendo, unos más y otros menos, pero todos en definitiva. Desde los tiempos de la esclavitud no conocimos otro flagelo tan persistente, por los estragos que causa en el progreso material, en la moral y en el espíritu. La diferencia, en todo caso, radica en que los esclavos de siglos anteriores no aceptaron nunca resignadamente su destino, ni exhibieron sus llagas como virtudes.

Por no dejar de perder los recursos que nos protegían contra las levedades de plomo, se nota cada vez más frágil nuestra inveterada propensión a reírnos de todo y de todos, incluso de nosotros mismos. El enfado nos expugna como un nuevo vicio. Y eso es algo contranatural en nuestro caso. Otra conquista de la revolución, incorporada a la idiosincrasia cubana como tantas lacras del fidelismo, junto a sus lecciones de contumacia dogmática y de odio y descalificación a todo lo opuesto, diferente, alternativo. La roña, el insulto, la implacable revancha, el dictamen sin juicio previo y sin derecho a réplica, son constantes por las que hoy damos cauce a esa proyección de coléricos. Es como un atajo para el laberinto de nuestras conciencias de humillados sin desquite. De no existir otras vías para confirmarlo, basta con un sencillo clic de acceso a las redes sociales, todo un muestrario revelador de cubanos irremediablemente ofendidos. Los hay de todas las tendencias políticas o religiosas o artísticas o existenciales. Y de todos los gustos, o todos los dudosos. Hay incluso los que se esfuerzan por creer (o hacer creer) que siguen siendo personas serenas y dadas a la desaprensión. Pero basta que alguien haga o diga algo que les contraríe, para que el enojo les desborde. Evidentemente, cambiar de lugar de residencia y de atmósfera política no nos alcanzó para superar la manera de encauzar nuestras pasiones. Michel de Montaigne nos lo había advertido desde hace cuatro siglos: “Ya he roto mis cadenas, dirás: como el perro rompe el lazo a fuerza de tirones pero en su huida arrastra un buen trozo de cadena al cuello”. Precisamente este célebre humanista y moralista del Renacimiento apostaría resueltamente por la serenidad de espíritu y por el recogimiento dentro de nosotros mismos en tanto principios para conquistar la libertad. Y de eso se trata, ni más ni menos. Si vivimos recelosos, embestidores y coléricos a tiempo completo, no lograremos ser libres, donde quiera que estemos. A más de que la roña podría matarnos de un infarto cardíaco, lo cual tal vez termine siendo el menos sufrible de sus efectos. Peor que consumir nuestras vidas, posiblemente sea que nos consuma la alegría, el sosiego, el raciocinio, el sentido del humor, la sensibilidad. Y peor que peor es que nos convierta en censores, o sea, que nos mate el arranque humano de ser justos y solidarios. Porque el gesto punitivo de acallar al otro diciéndole: “si no te gusta lo que a mí me gusta, te vas de aquí”, esa tremenda levedad de plomo tiene su origen en el enfado, que conduce inevitablemente a la censura, pues no nos permite dudar de la opinión propia. Cuando estamos encabronados, no existe otra verdad más que la nuestra.

Luego, para mayor Inri, igual está perdiendo vigencia entre nosotros el lanzamiento de la trompetilla, la más efectiva arma de defensa ante engendros como el de marras. Eladio Secades, gran reactivador y artífice del costumbrismo cubano en el siglo XX, tuvo a bien advertirnos que casi todos los errores que aparecen en nuestra historia son trompetillas que hemos dejado de tirar. Pero no le hicimos caso. Y nada mejor para ilustrar las consecuencias que el montón de levedades de plomo que hoy nos cercan.

En Cuba, donde la gente nace con un chiste en la punta de la lengua, el humorismo ha vivido en la picota durante los últimos sesenta años, al tiempo en que las levedades de plomo le usurpaban la ofensiva. La causa, ya sabemos, radica en la solemnidad, la gravedad y la mala leche que se gastan los caciques del fidelismo, no obstante incurrir perenne, porfiada y ridículamente en levedades de plomo, actitud que conforma fuente eterna de inspiración para la jodedera, pero por ello mismo proscribe el humor y propicia el florecimiento de la insoportable levedad de plomo. Recordemos también lo sentenciado por Jorge Mañach en su proverbial ensayo Indagación del choteo: “No hay gravedad, por imperturbable que sea, en la que no cale siquiera de momento esa estridente rociada de menosprecio que es la trompetilla”. Pero tampoco lo tuvimos en cuenta. Así que concedimos abúlica exención a tales pesadeces con las que nuestra identidad nacional, tan socorrida en los discursos, ha sido y es sistemáticamente atropellada, humillada, atrofiada en su fuero interno.

Paradójicamente, las levedades de plomo echadas a rodar por el fidelismo encuentran tal vez su más redondo símil en una obra clásica del humorismo político, La fábula sobre el rey Murdas, donde el célebre Stanislaw Lem cuenta que este monarca, obsesionado con el poder absoluto, y nervioso ante la perspectiva de perderlo, dispuso que atornillaran su cuerpo al trono, fundiéndolo con soldaduras, para que no hubiese fuerza de Dios ni de los hombres capaz de separarlos. Sucedió entonces que una noche tuvo lugar un gran incendio en el palacio, cuyas llamas iban a terminar arrasándolo todo, incluido el rey Murdas, a quien no le fue posible correr por razones obvias.

Igual que esas soldaduras que dejaron al monarca de Lem sin alternativas de escape, veo yo las levedades de plomo del fidelismo, con su larga estela de idioteces y gandulerías.


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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.