Los animales políticos de Reinaldo Arenas

Se cuenta que Pitágoras rechazaba comer carne porque veía en los animales posibles reencarnaciones de sus amigos muertos. Es un escrúpulo encomiable siempre que uno esté convencido de que en verdad los amigos suelen reencarnar transformados en puercos o pollos. Plutarco, en cambio, no comía carne porque le resultaba asquerosa la perspectiva de alimentarse con cadáveres igual que las aves carroñeras. Son apenas dos ejemplos (entre un montón) que sirven para ilustrar cuán antiguo resulta este dilema humano que tal vez podríamos resumir con la paráfrasis “comer o no comer… carne: he ahí la cuestión”, un dilema que además confirma en estos casos las enormes diferencias que han mediado desde siempre entre quienes optan por el vegetarianismo.

El emperador Ashoka, fundador de la India, abogó entre su gente por el respeto a la vida animal, aunque no antes de haber ocasionado la muerte de 100.000 personas, y la deportación sin retorno de otras 150.000, durante la conquista de Kalinga. Por su lado, Tenmu, antiguo emperador de Japón, parece haber sido un resuelto defensor de los animales. Prohibió el consumo de su carne, lo cual dio lugar a que los japoneses estuvieran 1.200 años comiendo legumbres y verduras, un hecho que –según se cree- influiría decisivamente en su alta longevidad.

Es lo dicho, tan desde atrás como el asunto mismo demuestra ser la diversidad de motivaciones entre aquellos que se han erigido como inspiradores del asunto.

Adolfo Hitler y Mahatma Gandhi eran recelosos por igual ante el consumo de carne, aunque debieron esgrimir motivos distintos y hasta razonablemente opuestos.

Sea para cuidar la propia salud, lo que deriva, por inferencia, en la salvaguarda de la salud animal. Sea por motivos religiosos, por remordimientos de conciencia, o por consideraciones más o menos científicas relacionadas con la protección del medio ambiente, la cuestión ofrece mucha tela por donde cortar. Y es bueno que así sea, en tanto reflejo del libre albedrío humano, sobre todo si dejamos afuera la probabilidad de que –como está ocurriendo- prosperen los militantes de ambas tendencias empeñados en imponer sus criterios, llegando incluso a otorgarles categoría de rígidos preceptos éticos y, aún peor, ideológicos.

Leonardo Da Vinci soñaba con una época futura en que la matanza de animales sería vista como crímenes de la humanidad. “Vivimos por la muerte de otros”, escribió con certeza, pero pasando por alto que su apotegma encajaba con la misma exactitud para los humanos y para la gran mayoría de los animales. Thomas Edison parece haberlo pensado mejor. Dijo: “Hasta que dejemos de dañar a otros seres vivos, seremos todavía salvajes”. Y Albert Einstein, acostumbrado a escandalizar al mundo con descubrimientos revolucionarios, o a revolucionarlo con declaraciones tajantes, aseveró que “nada beneficiará tanto la salud humana e incrementará las posibilidades de supervivencia de la vida sobre la Tierra, como la evolución hacia una dieta vegetariana”.

Con todo, a mí me suena más sensato, por su enfoque desprovisto de intención doctrinaria y por su gracia, lo que expresó Franz Kafka parado frente a las vidrieras de un acuario: “Ahora puedo mirarlos en paz. Ya no me los como”.

En fin, que estamos ante una de esas expresiones culturales que, por su seriedad, no merecía desembocar en lo que es hoy, un tópico, otro entre tantos de los que dividen a la sociedad moderna, atizando pasiones y alentando polarizaciones.

Y es lógico que la literatura no se haya resistido a reflejar también este tópico. Incluso ni siquiera evadió aportar lo suyo para la incitación de polarizaciones y pasiones. Entre las muy violentas y sanguinarias escenas de Yawar fiesta, la gran novela del peruano José María Arguedas, donde son víctimas por igual toros, cóndores y hombres, hasta la defensa militante de los animales en un libro como El tiempo el gran escultor, de la admirable Marguerite Yourcenar. Desde el tan conocido y elogiado texto La vida de los animales, de Coetzee, otro célebre militante del vegetarianismo, hasta El coronel no tiene quién le escriba, de García Márquez, donde las reprensibles peleas de gallos configuran un recurso literario del que no podría prescindir este magistral relato. Desde Hemingway, cazador impenitente y entusiasta de las brutales corridas taurinas, a José Saramago, cuyo Ensayo sobre la ceguera es un delicado monumento al perro. Todos son igualmente grandes, al tiempo que básicamente dispares en lo referido al modo en que asumen el asunto. Y los contenidos que abordan no les restan ni suman por sí mismos valor a sus obras. Así que me resulta un tanto pueril la intención de aquellos que pretenden establecer diferencias entre unos y otros sólo por lo que cuentan, dejando al margen los valores intrínsecos de sus textos. Asimismo encuentro desafortunada la pretensión de utilizarlos como banderas para una u otra causa, sin detenerse en el análisis de lo que representan como creadores, que es al fin y al cabo su principal misión sobre la Tierra.

Pero como ya vemos, es algo que también ocurre en estos días. Repeler a Hemingway sólo por alardoso cazador y machista, y venerar a León Tolstoi (aun sin leerlo a fondo) sólo porque declaró que matar animales y alimentarse con ellos constituyen actos bárbaros, puede resultar tranquilizador para la conciencia de ciertas personas, pero no creo que sea cabalmente justo con Tolstoi ni con Hemingway. Menos aún con la literatura. Sin embargo, el hecho es reflejo de una tendencia que cada vez se expande más y de modo más aberrante.

El colmo es que a pesar de la notable cantidad de escritores famosos que han mostrado susceptibilidad ante el maltrato o la explotación abusiva de los animales, a los militantes del asunto no parece bastarles. Así que se afanan en agenciarse nuevos partidarios, sin que les importe mucho la realización de un examen minucioso de lo que han escrito. Es el caso (entre otros) de Reinaldo Arenas, cuya novela El Portero ha entrado en los planes de los militantes de marras.

Como es sabido, esta novela de Arenas, escrita en New York, entre 1984 y 1986, es una deliciosa fábula, inspirada sin duda por los grandes del género, desde Esopo o Fedro o La Fontaine, hasta los dibujos animados de Walt Disney, pasando por la inevitable órbita de Rebelión en la granja, del clásico moderno George Orwell. Al igual que en todos esos grandes predecesores, los animales de El Portero son los que se proyectan como valedores de las causas humanas, y no al revés, tal como se ha pretendido. Ello, por supuesto, no significa que el escritor cubano no sintiera una marcada simpatía por los animales. Hombre sensible como era y además particularmente identificado con la naturaleza, por su origen campesino, Reinaldo Arenas no debió ser indiferente al drama que sufren los animales ante el avance de la civilización humana. Incluso quizá esa simpatía podría explicar en parte que haya escogido a un grupo de animales para representar en la novela sus cuestionamientos político-sociales y sus reclamos reivindicadores. Pero, en rigor, el suyo no es más que un recurso de estilo, que de ninguna manera justifica la inclusión de El Portero entre los libros que hoy sirven a la causa de ambientalistas, vegetarianos y otras hierbas. Me temo que, de estar vivo, Arenas sería el primero en burlarse de esta pretensión, aplicándole alguna de las paródicas ocurrencias con que solía tirar a mondongo todo o casi todo lo humano y divino.

En síntesis, la novela de Arenas narra las peripecias de un emigrante que luego de fracasar tratando de adaptarse a la condición de humilde colocado en varios empleos, consigue trabajo como portero de un rascacielos en Manhattan. Allí vuelve a las suyas. No conforme con dedicarse a abrir y cerrar la puerta del edificio, intenta demostrarles a los inquilinos que existe otra puerta mucho más importante -la de la auténtica felicidad-, al tiempo que se ofrece para guiarlos a través de ella. Es así como se ve abocado a un nuevo fracaso. Esas personas lo maltratan, lo ignoran, lo consideran loco, el dueño del edificio está resuelto a despedirlo. Y es en medio de tales circunstancias que el portero se anima a buscar corro entre los animales que sirven como mascotas de los inquilinos. Ha descubierto que acostumbran reunirse en el sótano para intercambiar experiencias y elucubraciones. Entonces comienza a asistir a sus reuniones.

Tratándose de Arenas, es fácil prever las desternillantes agudezas y la impronta satírica y subversiva que tipifican aquellas reuniones de su protagonista con los animales, los cuales, uno por uno, parecen ser mejores (o por lo menos parecen conocerse mejor a sí mismos y ser más sabios) que sus respectivos dueños. La jicotea afirma: “Tener un enemigo es ser ya sólo la mitad de nosotros mismos, la otra parte la ocupa siempre el enemigo…”. El perro acota: “El hombre no es ni mejor ni peor que nosotros, pero puede ser peor porque es más poderoso y puede ser mejor porque es más inteligente”. El conejo lanza al aire la pregunta de los mil millones con su consecuente respuesta: “¿Quién es quién? Eso nadie lo sabe”. Por lo general, a todos los reunidos les gustaría librarse de aquellos que ejercen un poder radical sobre sus destinos, pero, por lógica de natura, cada uno enfoca la cuestión desde un prisma muy suyo, lo cual imposibilita el consenso. Para la serpiente, la única solución es huir, ya que se siente repudiada por los humanos. La rata, en cambio, acepta depender parasitariamente de las personas, pero quisiera transformar sus leyes con tal de esclavizar a su fuente de alimentación. Por su parte, con un discurso algo más depurado, la ardilla añade: “Yo propondría que mantuviéramos con el hombre relaciones diplomáticas, siempre y cuando no afectaran nuestra libertad”. El oso manifiesta sentir asco ante su dueña, pues ésta lo usa como instrumento sexual. La paloma le dice al portero: “Los dos soñamos con nuestro paisaje y, lo que es aún más importante, los dos estamos prisioneros”. Concluye así que para ambos sólo hay dos caminos: fugarse o seguir siendo dependientes. En tanto, la mosca inquiere: ¿No es mejor gozar un instante de toda la plenitud posible y una vez embriagados perecer”. Ante lo cual el mono amenaza de muerte a la mosca y se dedica a echar pestes sobre los humanos, pero sin proponer nada ni demostrar que posea una sugerencia liberadora.

En suma, los animales de Arenas semejan humanos disfrazados. Y consecuentemente exhiben conciencia social y actitudes políticas o aun bagaje filosófico. Así es que por lo menos yo no aprecio el pretendido énfasis en su particular defensa que ahora creen ver los militantes del asunto. Lo que se ve a las claras es que El Portero intenta subvertir los códigos de la fábula al uso para refundirlos en un argumento de recusación existencial contra el orden imperante, como ya lo hizo Orwell, pero con adiciones bien particulares, dadas a partir de la idiosincrasia iconoclasta, escéptica y comprensiblemente fatalista del escritor cubano.

Asimismo, tampoco creo que, como se ha dicho desde el otro ángulo, Arenas sacrifique en esta novela la dimensión artística para ponerse al servicio de una causa política. De aceptar un juicio tan rotundo habría que aplicarlo por igual a casi todo el grueso de su obra. Y al menos para mí, la única verdad constatable es que él alinea entre los muy pocos escritores que han logrado joyas imperecederas partiendo sin cortapisas de la pasión política y aún del resentimiento.

Es algo en lo que quizá -por la coyuntura histórica que viene marcando a Cuba desde hace más de medio siglo- también conformamos excepción. Ya que los dos mayores exponentes de la literatura nacional en el exilio, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, lo que es decir los dos mayores narradores cubanos de las últimas décadas, proyectaron casi toda su creación desde la roña y la frustración políticas, lo cual, lejos de empobrecerles, ha potenciado sus altos valores cualitativos, que se evidencian hoy en más de una obra maestra.


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El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.