Una historia de amor (II)

Fragmento de Un mariachi viejo. “Una historia de amor”.
Novela inédita de Félix Luis Viera


 

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Cinthya fue al baño y aproveché para acercarme a la mujer; de mediana estatura, el porte airoso, vestida de rosado fuerte, pantalón muy ajustado, blusa con el corte acaso cuatro pulgadas más abajo del ombligo. Se notaba maciza.

La saludé con gentileza y le dije mi nombre y apellidos. Era argentina. Tenía los ojos verdes, rasgados. Se llamaba María Falconi, me anunció mientras me miraba como quien tritura.

Me señaló cómo sería posible que me acercara a ella si yo estaba con otra mujer. Son deseos que siente uno, le confié. Deseos que yo había sabido guardar hasta que la mujer que iba conmigo se había ausentado, me replicó con tono recriminatorio y a la par sonriendo. Le respondí que ella había ido al baño. Vos te la estás jugando a una micción, dijo todavía sonriendo y con mirada de quien desea descorchar al interlocutor.

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María Falconi viajaba en el asiento delante del nuestro; precisamente delante de mí. Su cabello, castaño oscuro, brillante, lucía entretejido. ¿Tendría la nuca también de color tostado como la cara? Puede que su nuca, si siempre llevaba el cabello como ahora, fuese blanquecina; al menos un poco. Delante de la nuca y un poquito hacia arriba: ¿qué estaría pasando, ahora mismo, por el cerebro de María Falconi?

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En la primera escala coincidimos camino del baño. María y yo demoramos menos que Cinthya. Ya sería media mañana avanzada y los ojos de María Falconi, con la luz de frente, me produjeron esa suerte de espanto que solo una belleza destructiva puede ocasionarnos. Los había abierto a todo dar mientras sonreía a la vez que me destinaba una respuesta. ¿Por qué María Falconi iba sola? Nada, sola por estar sola, respondió sin dejar de sonreír. ¿Por qué, si se infería de lo dicho que no le interesaban las pirámides, hacía el viaje? Ahora contestó apoyándose en una de sus miradas de raja hierro: nada, por ir, por ver qué le gusta a ciertas personas. Al volver Cinthya, le preguntó si podía acompañarnos durante el resto del viaje, “pues como ya usted ha podido apreciar, estoy muy sola”. “Claro”, respondió Cinthya.

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En la segunda escala tomamos refrescos naturales. María lo pidió de tamarindo. Ella pagó los tres, con un billete de cien pesos. (Su billetera era rosado intenso).Le propuso a Cinthya ir al baño. Regresó de primera y estuvimos acaso cuatro minutos conversando. Antes, en persona, yo no había escuchado —y visto— a alguien de Argentina con acento porteño. Me pareció hermoso; todo lo contrario de lo mismo que me había llegado por medio del cine, la televisión. Me entusiasmó sobremanera el modo sobrado, ampuloso de pronunciar las yes. Y sentí que cierto timbre me tocaba por dentro en algunas de sus inflexiones en ascenso y alargadas durante los finales de las frases que terminaban en vocal. Comprendí que el rostro de María Falconi se embellecía aún más mediante el lenguaje facial. Su voz me llegaba como un susurro casi alto digamos, quizás como filas de breves gotas de agua que se iban quebrando.

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En el equinoccio de primavera llega mucha gente. Más que en todo el año. En ocasiones han sido más de 60 mil durante esos dos días. Muchos de los visitantes para nutrirse de la “energía” ambiente. Hay “energía” en Teotihuacan, en la cúspide de la Pirámide del Sol sobre todo. Algunos suben los sesenta y tres metros para recibir la energía —en las postales de promoción se ven con los brazos levantados en dirección al cielo—. ¿Puede desarrollarse una sociedad en donde esto ocurra? Son los segmentos de una comunidad que retardan el avance. Por muy diestra, objetiva, talentosa que sea una mayoría, su hacer se atasca gracias a esta escoria.

Desde setenta y dos horas atrás, Cinthya me insiste para que la acompañe a subir la Pirámide del Sol. Le he contestado que lo pensaría. Pero ahora, viéndola en persona —a la pirámide—, resulta una barbaridad. Sus 63 metros, 238 escalones pueden sentirse como el doble: el plano me parece demasiado empinado. O es que ya me he agotado solo de mirarla. Se suma el calor. El sol está metiendo hacia abajo como si nos estuviera cobrando una deuda. Estallan ventoleras que levantan polvorazos. Cinthya la subirá únicamente para disfrutar de la vista desde allá arriba; fabulosa, grandiosa, espectacular —ha dicho—, no para recargar energía.

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María Falconi se encaminó hacia un lado después de avisar que sabía dónde vendían refrescos y regresó con tres. Gaseosas, vertidas en vasos de cartón —“bioplásticos”, aclaró mediante su voz, que por instantes parece sollozos delicados, y con el gesto de cara que la embellece hasta donde ya es imposible vivir ecuánime—; al terminar, cada cual debe guardar el suyo en su bolsa para posteriormente tirarlo en algún depósito, dice y se da el primer trago. Al sorber, cerró sus ojos y se me ocurrió una hipérbole bastante chafa: “El derredor se ha quedado sin verdores”.

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Yo terminé de primero y María Falconi de segundo. Esperábamos a Cinthya a diez metros de los baños aproximadamente. María Falconi me había propuesto avanzar hasta allí para no molestar a quienes salían y llegaban. Pasado un tramo, breve, de silencio, me pidió que le atendiera. Lo hice. Ella, más bien musitando, que tal vez yo no supiese que las plantas de ornamento tienen vida propia, y aun son capaces de escuchar la voz humana y en ocasiones hasta de contestar mediante determinados movimientos; que probablemente yo ignoraba lo importante que resulta en la vida saber con exactitud de qué lado deben quedarnos ciertos cubiertos al sentarnos a la mesa y cómo debe uno servirse la sopa y cualquier otro alimento líquido y también era muy posible que yo desconociera que la buena educación indica dejar al menos un poquito de comida al terminar… Entonces marcó una pausa que me pareció demasiado larga. Finalmente, me pidió que la mirara a la cara —estaba frente a la luz, sus ojos verdes, rasgados, más que proyectar el verdor, parecían destilarlo—. Me tomó de una mano. Y sin apartar la vista, con tono lastimero: “Pibe, hay dos razones que te impedirían ser mi varón”.


 

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(El Condado, Santa Clara, Cuba, 19 de agosto de 1945), poeta, cuentista y novelista, es autor de una copiosa obra en los tres géneros. En su país natal recibió el Premio David de Poesía, en 1976, por Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia; el Nacional de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1987, por Con tu vestido blanco, que recibiera al año siguiente el Premio de la Crítica, distinción que ya había recibido, en 1983, por su libro de cuentos En el nombre del hijo. En 2019 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, auspiciado por varias instituciones culturales cubanas en el exilio y el premio Pluma de Oro de Publicaciones Entre Líneas. Su libro de cuentos Las llamas en el cielo retoma la narrativa fantástica en su país; sus novelas Con tu vestido blanco y El corazón del rey abordan la marginalidad; la primera en la época prerrevolucionaria, la segunda en los inicios de la instauración del comunismo en Cuba. Su novela Un ciervo herido —con varias ediciones— tiene como tema central la vida en un campamento de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campos de trabajo forzado que existieron en Cuba, de 1965 a 1968, adonde fueron enviados religiosos de diversas filiaciones, lumpen, homosexuales y otros. En 2010 publicó el poemario La patria es una naranja, escrito durante su exilio en México —donde vivió durante 20 años, de 1995 a 2015— y que ha sido objeto de varias reediciones y de una crítica favorable. Una antología de su poesía apareció en 2019 con el título Sin ton ni son. Es ciudadano mexicano por naturalización. En la actualidad reside en Miami.