Lo que enciende la mecha

Fragmento del capítulo «Lo que enciende la mecha», del libro de José Hugo Fernández La que destapa los truenos (Editorial Dos Islas), un estudio de la poesía de Lídice Megla


En términos generales podría admitirse quizá la existencia de un solo procedimiento para hacer poesía, pero sin duda resultan incontables las formas poéticas que de tal procedimiento se derivan. Emily Dickinson, en uno de sus mágicos centelleos, anotó que es la imaginación la que enciende la mecha de lo posible. Aunque le faltó especificar cómo se enciende la imaginación. Los neurólogos, que también son poetas, por lo que se ve, cargan el asunto a cuenta de la química cerebral. Consideran que aquello que enciende la mecha de lo posible, con la poesía por delante, es la respuesta a ciertos impulsos de energía que se ocupan de guiar la acción de aminoácidos, neurotransmisores y otras minucias de inextricable misterio para mí. De modo que las sublimes iluminaciones poéticas, al igual que cualquier acto humano más y menos corriente, dependerían en primera instancia del tirón  de nuestras conexiones neuronales. ¿Querrá esto decir que cuando los poetas de la antigua Grecia convocaban a sus musas inspiradoras, no estaban remitiéndose sino a un frío mecanismo de la masa gris? ¿Será que Baudelaire habría preferido ningunear las potencias del espíritu para concederle supremo valor a lo que sale de una diminuta porción de seso?

Que la química cerebral de Lídice estuviese en ebullición cuando se dedicó a escribir los versos de Totémica insular puede servir tal vez como soporte para esta infusa conjetura de la neurociencia. Pero hasta cierto límite y en el menos complejo de los ejemplos. Pues ni siquiera me parece que la emoción y la imaginación se basten por sí solas para mantener encendida in extenso la mecha de la poesía. Esa extraordinaria capacidad para delinear el verso limpio, preciso, de pulso ágil y clamoroso a partes iguales (Un oscuro murciélago suspendido del tiempo/ esperando que el aire pase/ y le susurre cosas), y ese relampaguear desde las entrañas (o desde nadie sabe dónde) que es la arcilla con que la poeta construye su firmamento, con un tiempo interno tan personal y sin remisiones teóricas a simple vista, demanda algo más que el concurso de un automático empujón del encéfalo.

No le faltó causa a Virginia Woolf cuando apuntaba que todo libro es por lo habitual fruto de alguna emoción. Pero me temo que sí pudo faltarle al añadir que cuanto más intensa sea la emoción del escritor, más exactos, sin vacilaciones y fisuras serán sus textos. La verdad es que el escritor, y el poeta muy en particular, es un ente escindido entre el ser que se emociona, imagina, se inspira, y el que piensa y escribe. Son como los dos átomos de una molécula de oxígeno, cada cual dependiente de la unicidad del otro. De la misma forma que la eficacia del quehacer poético no puede ser supeditada por entero a los recursos semánticos y lingüísticos, tampoco su redondez creativa estará únicamente sujeta a esos chispazos de la imaginación o de la emoción que los neurólogos atribuyen a la química cerebral pero que igualmente pudieran ser emanaciones espirituales, aun cuando no logremos saber a derechas por qué conductos emanan ni qué rayo es el espíritu a final de cuentas.

Por supuesto que la presunción sobre el escritor como un ente escindido entre el ser que se inspira y el que escribe, nada tiene que ver con aquella hipótesis de Sainte-Beuve, quien también creía que el escritor y la persona formaban una unidad complementaria, pero hasta un punto en que conocer a la persona era suficiente para la plena comprensión del escritor y su obra. Por suerte, no sería menester ocupar demasiado espacio para desdecirlo porque ya Proust lo hizo desde su tiempo al afirmar que la obra literaria suele ser básicamente producto de un yo distinto al que se manifiesta en la vida común. Tampoco tendríamos que tomar al pie de la letra todo lo que afirmara Proust al respecto, por más genial que fuese. No es aconsejable hacerlo cuando asegura, por ejemplo, que la inteligencia no desempeña sino un papel de poca significación en el proceso creador. Indudablemente hay casos en los que así sucede, pero tal vez sea arriesgado generalizar. La idea de que en el proceso de creación literaria actúan únicamente y por su cuenta la imaginación o el estado de gracia, posterga un tanto el soporte (y otro tanto la capacidad organizadora) de la inteligencia en cuanto al fruto de la comunicación que se establece entre las fuentes profundas de la memoria y las del inconsciente. De hecho, es un fenómeno cuya importancia se podría verificar con el caso de la brillante inteligencia del mismo Proust. En fin que quizá fuera prudente (para mí lo es) responderle por igual a neurólogos e iluminados echando mano al refrán popular sobre la vela y el santo: ni tan lejos que no lo alumbre, ni tan cerca que lo queme.

“Sentimos la presencia de una sustancia extraña que exige ser reconocida por la vista y se impone sobre emociones que experimentamos de manera natural y a las que por fin organizamos en orden definitivo, interpretando sus reales correlaciones”. Esto también lo apuntó Virginia Woolf, como para poner a salvo su sagacidad donde mismo había parpadeado con la cita anterior. Y creo que justo a través de tal puntualización de la Woolf se podría intentar un acercamiento más o menos objetivo a lo que predispuso la excelencia formal de “Totémica…”, en circunstancias en las que su autora había pasado años sin leer literatura de ficción y viviendo bajo el empuje de experiencias que si bien atizaban, por un lado, su fragua poética, pudieron arrastrarla, por otro lado, al hondo sumidero de las fabulaciones, impulsoras de la creatividad pero no de la escritura eminente ni del tipo de abstracción y teorización razonadas que convirtieron a Rimbaud en vanguardia de todas las épocas.

Y pocos tan indicados como Rimbaud para ejemplificar los rendimientos de la inteligencia actuando como mediadora entre la imaginación y el estado de gracia, por más que él pensara que el poeta debe forjarse en la alienación de los sentidos. Pero es que digan lo que digan aquellos que creen saberlo todo, resulta innegable que en materia poética (y en arte) hasta las formulaciones más irracionales en apariencia han sido proyectadas desde algún tipo de razonamiento. Baudelaire creyó que todos los objetos físicos (y aun todas las personas) se interrelacionan, estableciendo una especie de armonía cósmica. Así es que, según él, la misión del poeta es abrir brecha entre esas misteriosas correspondencias dejando a un lado el juicio lógico y adentrándose en los dominios del ensueño. O sea, que aunque teóricamente rechazara el empleo de la racionalidad, su fórmula no podía prescindir del lenguaje poético como instrumento cognoscitivo. Paul Verlaine lo reconocería sin divagaciones en su Arte poética al afirmar que si la belleza brota del tejido de los acontecimientos, visibles o no, el poeta tiene que hacer del lenguaje un mecanismo evocador perfecto. Y aun Mallarmé, quien elaboró una alucinante metafísica de la creación poética, sostuvo que en un universo determinado por la casualidad, resulta imprescindible para la poesía defender el prestigio que siempre tuvo la palabra, desde sus orígenes.

En resumen, aunque ninguna rareza llegue a serlo por completo en predios de la poesía, no parece viable escribir bien si nos atenemos exclusivamente al detonador emocional. Habrá excepciones, como siempre las hay en todo. También existen los creadores del llamado Art Brut u Outsider Art, artistas (poetas entre ellos) completamente autodidactas, adscritos a las vertientes naif, por lo que desarrollan sus obras al margen de escuelas y patrones culturales al uso, plasmándolas en el papel o en el lienzo tal y como brotan espontáneamente de sus intuiciones y de su asimilación del entorno. Es un ejercicio que recuerda lo preceptuado por Andy Warhol, quien creía (o nos hizo creer que creía) que un artista no es aquella persona que hace arte, sino la que permite que el arte se haga solo. Pero es que entre el cielo y la tierra nada que esté bien hecho se hace sin la intervención de algo o de alguien, sea una montaña, el agua, el oxígeno, la imaginación, Dios… Con todo, y aun en el incierto caso de que también aquí haya excepciones, no me parece que “Totémica…” lo sea, ya que a diferencia de las creaciones de Art Brut, los poemas de este libro no sólo exhiben un acabado mayestático, sino que por más esfuerzo que requiera identificar en ellos la influencia directa de poetas o escritores o tendencias literarias, se aprecia palmariamente el acervo cultural que les sostiene. Tal vez más que por otros creadores, los poemas del libro estén influidos por motivos existenciales y por elementos del entorno: el amor, el bosque, el mar…, ya que nos dejan con esa sensación de ámbito fresco, de vida agregada a la vida. Podrían ser ascendientes primordiales, aunque tampoco deben ser los únicos. Durante sus años universitarios en Cuba, además de formarse como profesional de la educación, Lídice fue lectora entusiasta de poesía y literatura de ficción. Así es que aunque no leyera estos géneros en una época inmediatamente anterior a la redacción de “Totémica…”, ello no tiene por qué haber impedido la incidencia de patrones que ya estaban instalados en su memoria. Tampoco el hecho de que no frecuentara la lectura de poesía mientras escribía este poemario debió imposibilitar que su espíritu creador fuese beneficiado formalmente por otra clase de libros que sí frecuentó: “Hay una lectora de los tiempos de Cuba y otra de los tiempos de Canadá –puntualiza ella–. Por supuesto que aquí, en Canadá, encontré acceso a material para la cantidad de temas tan diferentes que me interesaban. Desde lexicología, historia, traducción técnica y literaria, hasta compendios de minerales, psicoanálisis, esoterismo, nutrición, anatomía, química, astronomía, física cuántica y la regular, hasta El libro de los muertos, que traté de traducir al español”.

Ya que aprendemos a escribir a través de la lectura, a mí por lo menos se me hace difícil aceptar que alguien pueda escribir bien sin haber leído más o menos sistemáticamente cualquier tipo de libro. Harold Bloom dejó apostillado algo que se conocía desde que el mundo es mundo, pero que una vez dicho por él, ha ido a misa, y es que nada resulta enteramente original en materia literaria, donde cada composición es versión o derivación de una anterior, intercambiadas mediante un ramal de influencias del que no es posible escapar. Como dos ejemplos paradigmáticos, aunque ubicados en extremos –uno como verdad llana y el otro como verdad poética–, podrían ser citados Albert Einstein y Dios, según Picasso. Einstein (otro inmenso poeta) afirmó que su inspiración no provenía de signos, sino que era visual, muscular, emocional, pero para que no quedara a medias, no había otra disyuntiva que convertirla en signos bien pensados y legibles. Picasso, por su lado, dijo estar seguro de que Dios era un artista pero sin estilo exclusivo, pues luego de crear la jirafa, el elefante y el gato, persistía en moldear cosas disímiles sólo por cambiar el patrón.

Salvando distancias, aunque nada lejos de la comunión con Dios, Einstein y Picasso, Lídice demuestra haberse acogido a la misma fórmula para crear “Totémica…”: “Lo escribí de un tirón, sin miramientos. Ese poemario fue como algo que venía del subsuelo, gestándose, y de repente brotó, sin afinar demasiado las palabras ni la técnica. Luego vino el pulimento, que considero necesario, aunque mi opinión es que los poemas se quedan vacíos si se les da mucho lustre. No digo que no se deba revisar detalladamente una obra antes de publicarla. Es una regla de rigor. Pero conservar el Umami es también riguroso para mí”.

Conservar el Umami, llamado el quinto sabor, puesto que no es amargo, ni dulce, ni salado, ni agrio, sino más bien sintetiza la singularidad, digamos el sabor de todos los sabores: Es plausible que por ese rumbo quede mejor desembrollado el origen de “Totémica…”. Al fin y al cabo, la poesía, la verdadera poesía, es así (diría Roberto Bolaño): se deja presentir, como los terremotos que presienten algunos animales especialmente aptos.


 

Artículo anteriorNo sean alumnos que dan pena
Artículo siguientePutin y la manipulación cavernaria
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.