Para reformar el Premio Cervantes

 

Los premios  literarios necesitan en España una larga y profunda revisión, para devolverles  la fiabilidad y el respeto. Monetariamente alcanzan cifras cada vez más altas, lo que no hace más que empeorar las cosas. Antes el honor del premio estaba en el premio mismo, no en la cuantía económica. El Fastenrath de la Real Academia no sacaba a nadie de apuros, pero sí sacaba del anonimato a la gente. Porque Ciro Bayo le ganó a Pío Baroja un Fastenrath, el implacable vasco  persiguió a Don Ciro hasta después de muerto.

Estos suculentos premios españoles de hoy necesitan una urgente operación de cirugía en cuanto a la seriedad del método de elección. El premio “Príncipe  de Asturias” fue hace años manchado en forma indeleble porque, hallándose presentado, entre otros, el gran Juan David García-Bacca en la sección de humanidades, el jurado decidió darle el galardón a una estación de radio del Brasil. Sólo cabía pensar o que el jurado no sabía quién era este hombre ni conocía el tamaño y calidad de su obra, o que por razones de ganarse la simpatía de un medio preferían pasar por burros y por irrespetuosos ante una figura relevante de humanista y de pensador, antes que granjearse la enemistad del poderoso medio.

La sorpresa producida por la elección de Bioy Casares, que es un creador perteneciente a esa legión callada, silenciosa, apartada y olvidada de los escritores-escritores, de los que creen en la literatura y viven para ella, no de ella, dejó  a todo el mundo “con la boca abierta”. Y no porque en la larga nómina  de presentados por las academias no hubiese algún otro nombre que mereciera el galardón, sino porque a Bioy Casares, como a muchos otros, le falta “el ambiente”, la  politiquilla intelectual, que es casi  tan peligrosa como la otra. Autor  que no bulle, como decía Quevedo, que no se promociona para proyectarse en lo popular y conocido, es autor muerto. Y si  al pudor ante el empleo de artimañas añade  que no logra que lo lleve una editorial modernamente organizada, con métodos eficaces para vender lo que ofrezca, el autor no sólo está muerto, sino además enterrado.

La guerra entre las editoriales al acercarse la fecha de un veredicto está  llegando en España casi tan lejos como en Francia, allí respecto del Goncourt principalmente.  Porque el afán de dinero, que es universal, se ha entronizado también en los medios  literarios. Desde hace tiempo las firmas comerciales descubrieron que si se sabe manejar los hilos, con una inversión de veinte en un premio, se obtienen trescientos en publicidad. Y además se queda ante el mundo como benefactor y protector de la cultura, que viste mucho.

Bioy Casares está muy bien en el Cervantes. A su amigo y maestro Borges se lo dieron ex-aequo con Gerardo Diego, y a él se lo han dado solo. Mayor acierto hubiera sido dárselo con alguien como el gran Juan Gil-Albert, otro  arrinconado, o como Rosa Chacel, porque dado el número de candidatos y la edad de muchos de ellos, sería justo dividir el Cervantes en dos, o tres, o cuatro designaciones cada año, para que el honor prolifere aunque el dinero se reduzca.

Eso, y hacer porque el jurado se integre de tal manera que ante casos de grandes valores poco conocidos del público alguien pueda señalar los méritos de hombres como José Agustín Balseiro, como Ángel  Battistesa, como Luis Flores, como Enrique Labrador Ruiz, como José Rivas Sacconi, como Humberto Díaz Casanueva…

No quisiera yo que a ninguno de ellos le ocurriera con el Cervantes lo que a la noble Juana de Ibarbourou. Fue presentada la poetisa para la primera convocatoria de esta nueva etapa del Cervantes. Tenía voto, por su cargo, el Duque de Cádiz. Era este hombre, a cuyas órdenes yo trabajaba en el Instituto, persona correcta, humilde, consciente de su  desconocimiento en materia literaria. En consecuencia, me pidió le sugiriese el voto que yo considerara más adecuado. Mi recomendación, escrita, fue que propusiera para un ex-aequo a Juana de Ibarbourou y a Jorge Guillén.

Al día siguiente a la votación tuvo la cortesía de explicarme por qué no había seguido mi recomendación. Cuando llegué,  dijo el Duque, me abordaron en la acera Fulano, Zutano y  Mengano, y me dijeron  que “el acuerdo” era darle el premio a Jorge Guillén por unanimidad, ¡para no ofenderlo!

Era la viveza, la picaresca de unos caciques literarios que conocían el carácter débil del Duque y su temor a infringir “lo  acordado”, por falta de malicia. ¡Y él no advirtió que lo obligaban  a ofender a una gran figura de América, donde jamás se podría entender ese y otros desdenes!

Una primera versión de este texto apareció en 1990. Cortesía El Blog de Montaner